Adrián guardó por mucho tiempo las palabras del anciano Esteban en su memoria. «Necesitas una mujer en casa.» Sí, sabía que tenía razón. Por las noches, al regresar a su piso vacío, el silencio lo aplastaba. Las paredes frías y el olor a ropa abandonada en el armario de Sofía le recordaban su pérdida más que el propio cementerio.
Pasaron unos meses y los vecinos empezaron a hacerle pequeñas insinuaciones. «Adrián, en el mercado se ha instalado una viuda joven, tal vez la conozcas» «En la iglesia hay una muchacha recatada, si quieres te hablo con ella» Pero nada lo conmovía. Hasta que un día, Esteban lo tomó del brazo y lo llevó a casa de una prima lejana, Juana.
Juana no era hermosa según los cánones del pueblo. Tenía el rostro redondo, la nariz demasiado grande y los ojos de un color desvaído, además de andar con torpeza. Las mujeres del lugar murmuraban: «Pobre Adrián, después de Sofía, mira con quién se junta.» Y así se le quedó el cruel apodo: «la esposa fea».
Pero lo que la gente no veía era su dulzura. Juana cocinaba con paciencia, traía agua del pozo sin quejarse y, sobre todo, sabía escuchar. Adrián, que llevaba meses sin tener a quién contarle sus penas, descubrió en ella una calma poco común.
Su boda fue sencilla, sin boato. Dos testigos, un cura y unas velas. Adrián no sintió la chispa de la pasión, pero sí algo más profundo: un ancla. Y después de años de tormentas, un ancla vale más que cualquier belleza.
Al principio, la gente lo miraba con lástima. «La eligió solo para no estar solo.» «No tuvo suerte con las mujeres.» Pero, poco a poco, los murmullos cesaron. La casa de Adrián, que antes resonaba como un desierto, ahora olía a pan recién hecho y a hierbas secas. En las largas tardes de invierno, Juana le leía en voz baja fragmentos de los viejos libros que dejó Sofía, y Adrián cerraba los ojos, sintiendo que el dolor ya no era tan punzante.
Una tarde, Esteban, el viejo amigo, pasó a visitarlos. Se quedó en el umbral, viendo cómo Juana cosía junto a la ventana mientras Adrián traía leña para el fuego. Sonrió bajo su bigote blanco y susurró:
Hermosa o fea, no importa. Lo que importa es que os habéis encontrado el uno al otro.
Adrián se volvió hacia él y, por primera vez desde el entierro, sonrió de verdad. Quizá el pueblo siempre la llamaría «la esposa fea», pero para él, Juana era el regrato inesperado de la vida: la prueba de que la verdadera belleza no está en el rostro, sino en la paz que trae al alma.
Y en esa paz, Adrián sintió que, al fin, volvía a vivir.