Yo recuerdo, como si fuera ayer, la tormenta que se desató en el Hospital Universitario LaPaz, en Madrid, hacía ya varios años. Todo comenzó cuando la joven Begoña, una mujer de mirada hastiada y pasos bruscos, se instaló en la habitación del recién nacido que había llegado a sus brazos sin haber aceptado jamás la responsabilidad de ser madre.
¡No lo quiero! repetía con voz entrecortada, apretando sus piernas contra el colchón. No necesito a ese niño. Sólo quiero a Andrés, y él ya ha dicho que no quiere hijos. Entonces, ¿por qué yo debería? Haced lo que queráis con él; a mí no me importa nada.
¡Cielito mío! intervino Doña Concepción, la directora del pabellón pediátrico. Renegar de tu propio hijo es una barbarie, peor que la de cualquier bestia. Ni los animales se deshacen de su cría.
Que se maten los animales, yo lo que quiero es que me den el alta ahora mismo, o les haré pagar caro mi ira gritó Begoña, con la rabia chispeando en los labios.
Doña Concepción suspiró, como quien reconoce la impotencia de la medicina ante una voluntad desbocada. La había trasladado hacía una semana de la sala de partos a la de pediatría, pues la joven se negaba a amamantar, aceptaba solo extraer leche y, aun así, no había nada que la hiciera más cooperativa.
La interna que atendía al bebé, la enfermera Marta, una muchacha de veinte años de Vigo, intentaba sin éxito calmar a Begoña. Cada intento terminaba en una crisis de llanto y gritos que resonaban por los pasillos. Cuando la joven amenazó con huir, Marta llamó a Doña Concepción, que pasó una hora intentando razonar con la mamá desorientada. La madre insistía en volver con su novio, alegando que él la abandonaría si ella no se marchaba al sur con él.
Doña Concepción, con la experiencia de quien ha visto demasiadas madres desorientadas, decidió darle a Begoña tres días más en la unidad, esperando que el tiempo le hiciera reflexionar. Al oír esa cifra, Begoña se desató aún más.
¿Estáis locos? exclamó. Andrés ya me odia por este miserable niño, y ahora me decís que tengo que quedarme tres días más. Si no me llevo al sur, él se llevará a Katia. sollozó, señalando a un segundo hijo que había quedado atrás. Ese crío sólo me sirve para intentar casarme de nuevo.
Doña Concepción, cansada, le ordenó que tomara una infusión de valeriana y salió del cuarto. La jefa de residentes, la doctora Isabel, la siguió en silencio y, al llegar al corredor, le susurró:
¿Creéis que un niño puede crecer bien bajo una madre así?
Ay, niña respondió Doña Concepción. Si no lo hacen, lo enviarán al albergue de bebés y después al orfanato. Al menos ambos padres tienen recursos; quizá hablar con los progenitores pueda ayudar. Busca sus datos, que yo me encargo de contactarles.
Ese mismo día, Begoña escapó del hospital. Doña Concepción llamó a los padres del chico, pero el joven cuya familia había querido casarse con ella ni siquiera quiso responder. Dos días después, apareció el padre del niño, un hombre de semblante serio y mirada endurecida. Doña Concepción intentó dialogar, ofreciéndole ver al bebé, pero él respondió con frialdad:
No me importa. Mi hija firmará la renuncia y la enviará a través de su chófer. No la firmaremos sin ella. Si no sigue las normas, habrá problemas.
El hombre se tensó, como si el miedo a los funcionarios le hubiese entrado en la sangre, y aceptó enviar a su esposa para que resolviese todo.
Al día siguiente, llegó una mujer de aspecto frágil y sin nombre, que se sentó en el borde de una silla y empezó a sollozar. Contó que los padres del pequeño habían huido al extranjero, que eran acomodados y tenían grandes planes, y que ahora el niño estaba atrapado en una historia lamentable. La mujer gritaba que su hija, llorando sin cesar, había dicho que viajaría al extranjero para buscar al niño y que, junto a Andrés, el mundo entero se derrumbaría de ira.
Doña Concepción, viendo la desesperación, le propuso a la mujer que mirara al recién nacido, con la esperanza de despertar algún sentimiento materno. La mujer, entre sollozos, admitió que el niño era adorable y que lo quería, pero su marido lo prohibía y su hija no lo aceptaba. Sacó un pañuelo nuevo y volvió a llorar con más fuerza.
Doña Concepción sólo murmuró un «Mmm» y ordenó que la enfermera le diera a la mujer una taza de valeriana, quejándose de que esas tonterías acabarían agotando el estoque de calmantes del pabellón.
Tras eso, fue a ver al director del hospital, el doctor Ramón, y le explicó que pensaba mantener al bebé en la unidad. El doctor, antes pediatra ejemplar, al ver al pequeño sonrió y preguntó qué le estaban dando de comer. El niño, rechoncho y con mejillas rosadas, recibió el apodo de «Churri», por su aspecto redondo como un buñuelo.
Pasaron los meses y la familia de Begoña siguió negándose a recoger al niño, aunque venía a visitar, jugaba con él y hablaba de un supuesto billete para reunirse con su novio. La madre de Begoña también aparecía, cuidaba al bebé con cariño y, al marcharse, siempre lloraba, disculpándose por la culpa de su hija.
Doña Concepción, cansada de la falta de decisiones, convocó a una reunión seria con Begoña y su madre, advertiendo que el niño estaba enfermo y que necesitaba cuidados intensos. La enfermera Marta, siempre al pie del cañón, lo llevaba en brazos, llamándolo «Churri», aunque él estaba cada vez más delgado y su cabellín mojado se adhería al pecho.
Un día, Begoña descubrió que su novio se había casado con otra persona. Enloquecida, gritó que todo era una conspiración para separarla de su hijo, que sin él no podría estar con Andrés y que entregaría al bebé a un orfanato. Con esa determinación, llevó una carta de renuncia a la oficina del director, la dejó sobre la mesa y salió sin decir palabra.
El director, al leer la nota, llamó a Doña Concepción, que volvió al cuarto con el semblante oscuro y, tras bajar los ojos, murmuró:
Todo está hecho. Se enviará al albergue. No nos queda otra.
Marta lloró desconsolada, mientras Doña Concepción, con la mirada fija en sus gafas, se las frotaba lentamente, como quien oculta la emoción bajo la faz. El pequeño Churri, entre tanto alboroto, seguía jugando en su cuna, pero de repente se quedó inmóvil, como escuchando una voz que solo él percibía.
Una enfermera entró, lo saludó con su habitual alegría, pero al ver su mirada fija, sintió una punzada de tristeza y, sin saber por qué, sus lágrimas brotaron sin cesar. No comprendía el porqué de aquel llanto, pero pronto descubrió que había sido el momento en que la madre firmó la renuncia.
Doña Concepción, irritada, refunfuó que no había tiempo para cuentos infantiles ni para supersticiones, que todo era cuento de viejas creencias. Sin embargo, los niños abandonados siempre sienten ese rechazo, como si un ángel susurrara al oído la triste noticia, y se vuelven sombras que tratan de no molestar al mundo.
Así, el pequeño Churri quedó en su cuna, sin sonrisa, mirando fijamente a los ojos de Marta, que intentaba animarlo:
¿Quieres que te dé la mano? le dijo, ofreciendo sus pulseras de coral. Vamos a jugar, ¿vale?
El niño no respondió, solo sostuvo la mirada, serio como si el peso del universo recaía sobre sus hombros. Marta, al borde del llanto, gritó:
¡Lo estamos traicionando! No es culpa suya que haya nacido en esta desgracia. ¡Lo odio!
Doña Concepción, acercándose, le acarició el hombro y dijo:
Cielito, no sé qué hacer. Me rompe el corazón Churri. ¡Dios mío! ¿Qué trabajo tan duro?
Marta, decidida, replicó:
Yo no me quedaré de brazos cruzados.
Entonces, no te quedes refunfuñó Doña Concepción. No me digas que vas a adoptarlo; no te lo permitirán. Vives en una pensión, sin marido, y tú se interrumpió, frustrada. ¿Cuántos Churri he tenido en mi vida? Incontables, Señor.
Finalmente, Marta se lanzó a buscar una familia para el bebé. Lo hizo con tal entrega que incluso las compañeras del pabellón se conmovieron. Al fin, encontró a una pareja de treinta y tantos años, sin hijos, que había soñado con ser padres: Lara y Luis. Lara, mujer dulce y de sonrisa melódica, y Luis, hombre fuerte y de porte militar, vivían en una casa luminosa y acogedora en las afueras de Sevilla.
Doña Concepción los recibió con una ligera sonrisa, aunque no pudo evitar comentar:
¿Con qué peso nació, chiquillo?
Perdón balbuceó Luis, ¿qué peso? ¿Es necesario para la adopción?
Lara, risueña, respondió que él ya estaba cansado de sus preguntas y que le haría compañía.
Al entrar en la habitación, el pequeño Churri, que dormía plácidamente, se agitó y abrió los ojitos. Miró primero a Lara, luego a Luis, y finalmente se quedó mirando a su mano extendida. Lara, sin apartar la vista, le ofreció su dedo; él, con una sorprendente fuerza, lo agarró con su pequeño pulgar. Todos rieron al ver lo vivaz que era. Lara sonrió, él devolvió un leve sonido, y el silencio se llenó de una extraña pero importante conexión.
Doña Concepción, con voz cansada, anunció:
Eso será todo por hoy. Pensad, deliberad y decidid
Lara, sin dudar, respondió:
No necesitamos pensar más. Ya lo hemos decidido.
Luis asintió, y Doña Concepción, asombrada, solo pudo observar cómo el pequeño apretaba el dedo de Lara con una determinación que desbordaba su diminuta mano. El ambiente quedó cargado de una tensa quietud.
Mmm, perdón, Señor dijo Doña Concepción, mientras frotaba sus gafas. En esa edad el reflejo de agarre está muy desarrollado.
¿Y el reflejo de agarre? preguntó Lara, sin apartar la mirada. Él teme que no vuelva.
Lara habló suavemente al bebé:
Déjame ir, por favor. Tengo que marcharme, pero volveré. Prometo que regresaré y que confiarás en mí.
El niño, tras escuchar su voz melódica, soltó el dedo, luego sonrió con una dentadura de leche y emitió un pequeño grito de alegría.
Doña Concepción, mientras se quitaba los lentes, murmuró:
Son reflejos, sí, eso es lo que hay. y siguió frotando su bata vacía, como quien intenta esconder la emoción bajo la tela.
Así terminó la historia del pequeño Churri, que pasó de un abandono cruel a encontrar un hogar lleno de cariño, y de una enfermera que, a través del llanto y la lucha, descubrió que incluso los niños más pequeños pueden enseñar a los adultos el verdadero sentido de la compasión.







