Oye, te tengo que contar la historia de mi abuela Carmen, que se ha vuelto una auténtica leyenda en la familia.
Todo empezó con un caldero de sopa que mi cuñada Lola, la artista de los cabellos rojizos, preparó una tarde. Yo le dije: «¿Qué porquería has hecho? ¡No se puede ni mirar! Está demasiado dulce, demasiado espesa, demasiado ¡uf, asco!». Y sin pensárselo dos segundos, echó la sopa directamente al inodoro.
Lola, que ya estaba al borde, soltó: «¡Basta ya! ¡No aguanto más! ¡Esta es mi casa, mi cocina, mi familia! ¡Lárgate de aquí!». Yo, que no perdono esas cosas, me quedé mirando el caos.
Ahora, déjame que te pinte a Carmen en su época de escuela. En el Instituto Público Nº1 de Madrid su nombre se susurraba con un temblor reverente: Carmen Martínez, directora con veinte años al mando. Era la epítome de todo lo que la burocracia educativa podía presumir: clases impecables, disciplina de hierro, blazers planchadísimos y corbatas atadas al milímetro. Si aparecía en una clase de matemáticas, revisaba el libro de registro como si fuera un detective; si se metía en el gimnasio, preguntaba por qué la mitad de los chicos llevaba zapatillas de deporte y la otra mitad botines.
«¡Carmen Martínez viene!», se decía en voz baja. Los profesores enderezaban la espalda al instante, los alumnos escondían el móvil bajo la mesa y la señora de la limpieza, la tía Marta, fregaba el suelo a toda prisa. Todo el mundo entraba en modo «seriedad total». Incluso los padres que asistían a las reuniones se pasaban la noche con pastillas de valeriana.
Carmen estaba convencida de que tenía la escuela bajo su puño de hierro, pero en realidad se estaba agotando con esa obsesión por controlar cada detalle. Un día, la subdirectora Irene Pérez entró en el despacho con la última edición del boletín escolar y Carmen, con una ceja levantada, le espetó: «¿Has leído esto? «Vida escolar en foco». ¡Qué vergüenza! ¿Dónde están las fotos de la ceremonia de fin de curso? ¿Dónde el informe de la conferencia? En vez de eso hay fotos de la discoteca y artículos de amoríos. ¡Esto es la prensa amarilla!». Irene suspiró, sabiendo que discutir no serviría.
«Lo arreglaré de inmediato», murmuró Irene, y Carmen le gritó: «¡Inmediato! Y pon un artículo sobre la música y su beneficio para el cerebro. ¡Y fotos del concurso de declamación!». La lista de órdenes podría seguir a lo infinito.
Con los años, Carmen empezó a notar que los adolescentes le daban más quebrada, que le dolía la cabeza y que le quedaba menos energía para los interminables encuentros con los padres de los niños con notas bajas. Un día, tras una fuerte discusión con un padre que aseguraba que su hijo genio no podía resolver ecuaciones cuadráticas, Carmen tomó una decisión: jubilarse. «Ya basta», se dijo. Había dado todo a la educación; ahora era hora de cuidarse a sí misma.
Los primeros días de jubilación fueron un verdadero paraíso. Se despertaba hasta las diez, paseaba por el Retiro, veía series y hasta intentó aprender a tejer con ganchillo. Tenía tiempo para sí, pero a la semana empezó a sentir que le faltaba propósito. Se quejó con su vieja amiga Valentina Serrano, exprofesora de matemáticas: «No hago nada, solo como y duermo. ¡Voy a acabar convirtiéndome en una ancianita!». Valentina le sugirió cursos de tejido o voluntariado en la biblioteca, pero a Carmen no le interesaban esas cosas. Necesitaba mandar, educar, sentir poder.
Fue entonces cuando la familia se volvió su nuevo campo de acción. Su hijo Arturo, un hombre educado y complaciente, su esposa Lola, y los tres nietos: Diego, de 16 años, rebelde enamorado; Sofía, de 14, que sueña con ser influencer; y Lucas, de 12, pequeño prodigio de las matemáticas. Carmen no se limitó a visitar; se instaló en casa como una sombra permanente.
«Lola, ¿qué es este desmadre en las paredes? ¿Dónde están los cuadros enmarcados? ¿Dónde las fotos familiares?», le lanzaba. Arturo trataba de calmarla: «Mamá, a Lola le gusta su estilo». Pero Carmen no cedía: «Estilo, hijo, ¿qué sabes tú de estilo?». Lola se calaba, sabiendo que su marido la respaldaba.
Carmen tomó el control de la alimentación de los nietos: «¡Nada de patatas fritas ni refrescos! Solo comida sana». Preparó su famoso puré de avena con grumos y remolacha al ajillo, que a los niños les provocaba náuseas, pero obedecían porque Arturo se lo pedía. También vigiló los deberes: «Diego, muéstrame tu cuaderno. ¿Dos en álgebra? ¡Qué vergüenza! Sofía, tu redacción está llena de errores, lee clásicos. Lucas, ¿qué juegos? Son una pérdida de tiempo, mejor estudia matemáticas».
Cuando Diego organizó su primera cita con Ana en el cine, Carmen no lo dejó pasar. Apareció en la oscuridad y, tras la película, se acercó a los dos y les soltó: «¡Hola, Ana! Soy la abuela de Diego, Carmen Martínez. Un placer». Ana, con los ojos como platos, se quedó mudísima, pero Carmen siguió disparando preguntas sobre sus estudios y aspiraciones. Diego, rojo como un tomate, solo podía balbucear.
Todo esto seguía hasta que, una noche, Lola volvió a intentar preparar una sopa de calabaza. Carmen la probó, hizo una mueca y la tiró al inodoro. Lola, al borde del colapso, gritó: «¡Basta! ¡Esto es mi casa, mi cocina, mi familia!». Yo, que no perdono, me quedé en silencio mientras Arturo recibía mensajes furiosos de su madre exigiendo disculpas. La tensa atmósfera familiar se volvió insoportable.
En medio de ese caos, sonó el teléfono del instituto. Era Ana Pérez, la subdirectora: «Carmen, necesitamos ayuda. El nuevo director ha renunciado y la escuela es un desastre». Al oír eso, los ojos de Carmen brillaron. «¡Claro que sí! ¿Cuándo empezamos?». Al día siguiente, rejuvenecida como si hubiera retrocedido diez años, volvió al Instituto Público Nº1 de Madrid y retomó su puesto de directora con la energía de siempre.
En su primer día, convocó a todos los profesores a una reunión de emergencia: «¡Disciplina! ¡Orden! ¡Exigencia!». Recorrió los pasillos corrigiendo zapatos sucios, inspeccionó la cafetería y exclamó: «¿Qué es esto? ¿Dónde está la carne? ¡Solo pan!». De nuevo, era ella en su elemento, imponiendo normas, reclamando silencio en los recreos y pidiendo a los padres que se involucraran más con sus hijos.
Sí, Carmen Martínez era una mujer dura, pero sin ella el colegio se habría convertido en un verdadero caos. Al final, no era solo la directora, era la propia Carmen, y su presencia seguía garantizando que, al menos en su escuela, el orden reinara. Y así, amiga, termina la historia de mi abuela, la indomable Carmen Martínez.







