En el portal número seis, donde en los rellanos siempre olía a paraguas mojados y cemento viejo, la primavera se notaba especialmente. El aire era fresco, pero por las tardes la luz se quedaba más tiempo, como si el día no tuviera prisa por irse.
La familia Martínez volvía a casa: el padre, la madre y su hijo adolescente. Cada uno llevaba bolsas con verduras y pan, y asomaban los tallos largos de cebollino. En la puerta había gotas: alguien había entrado sin sacudir el paraguas.
En las puertas y buzones había folletos nuevos, impresos en una impresora casera. Letras rojas gritaban: “¡Atención! ¡Reemplazo urgente de contadores de agua! ¡Obligatorio antes del fin de semana! ¡Multas! Teléfono abajo”. El papel ya se hinchaba por la humedad, la tinta se corría en algunos sitios. La vecina de abajo, doña Carmen, estaba junto al ascensor intentando marcar el número mientras sostenía una bolsa de tela llena de patatas.
Dicen que habrá multas si no los cambiamos comentó preocupada cuando los Martínez pasaban. He llamado, y un chico joven me dijo que era una promoción solo para nuestro edificio. ¿Será verdad?
El padre se encogió de hombros:
Demasiada prisa. Nadie nos avisó antes. La comunidad de vecinos no ha dicho nada, ni cartas ni llamadas. Y lo de “promoción”… Suena raro.
En casa, la conversación continuó durante la cena. El hijo sacó otro folleto idéntico, doblado y metido bajo la puerta. La madre lo miró, revisó la fecha de la última revisión del contador en la factura.
La próxima revisión es dentro de un año. ¿Por qué tanta urgencia? preguntó. Y ¿por qué nadie conoce a esta empresa?
El padre reflexionó:
Habrá que preguntar a los vecinos quién más ha recibido estos folletos. Y, en general, ¿qué servicio es este que reparte papeles por todas partes?
Al día siguiente, el portal estaba más animado. Voces resonaban por las escaleras: arriba discutían por teléfono, junto al cubo de basura comentaban las novedades. Dos mujeres del tercero compartían sus preocupaciones:
¡A mí me dijeron que si no los cambiamos, cortarán el agua! protestó una. ¡Y yo tengo niños pequeños!
En ese momento, sonó el timbre: dos hombres con chaquetas iguales y carpetas bajo el brazo iban puerta por puerta. Uno llevaba una tablet, el otro, un montón de papeles.
¡Buenas tardes, vecinos! ¡Reemplazo urgente de contadores de agua! ¡Quienes no cumplan el plazo recibirán multas de la comunidad!
La voz era fuerte, convincente, pero demasiado dulzona. El otro empezó a tocar la puerta de enfrente con insistencia, como si tuviera prisa.
Los Martínez se miraron. El padre espió por la mirilla: caras desconocidas, ni uniformes ni identificaciones. La madre susurró:
No abras todavía. Que vayan a otras casas.
El hijo se asomó a la ventana: un coche sin distintivos esperaba en la calle, el conductor fumaba mirando el móvil. Los faros se reflejaban en el asfalto mojado.
Minutos después, los hombres siguieron subiendo, dejando huellas de zapatos mojados en la moqueta de doña Carmen.
Por la tarde, el portal zumbaba como un panal. Algunos ya habían pedido cita para el “reemplazo”, otros llamaron a la comunidad y recibieron respuestas confusas. En el grupo de WhatsApp del edificio debatían: ¿dejar entrar a esos hombres? ¿Por qué tanta urgencia? Los Martínez decidieron preguntar a los vecinos de arriba.
Ni siquiera tenían carnés decentes comentó la vecina del 4ºB. Solo un papel plastificado sin sello. Cuando pregunté por la licencia, se fueron enseguida.
La familia se alarmó más. El padre propuso:
Mañana intentaremos encontrarlos otra vez y pedirles todos los documentos. Y llamaré directamente a la comunidad.
La madre estuvo de acuerdo. El hijo prometió grabar la conversación.
A la mañana siguiente, los “técnicos” volvieron. Esta vez eran tres, las mismas chaquetas y carpetas. Recorrían los pisos rápidamente, tocando timbres, insistiendo en que se apuntaran.
El padre abrió la puerta con la cadena puesta.
Enséñenme los documentos. La licencia. Y el número de solicitud de la comunidad, si es un trabajo oficial.
El hombre vaciló, rebuscó en los papeles, sacó un folleto con un logotipo desconocido. El otro evitaba mirar.
Trabajamos para su edificio… Aquí está el contrato…
¿Contrato con quién? ¿Con la comunidad? Denme el nombre del responsable y el teléfono.
Los hombres se miraron, mascullaron algo sobre multas y urgencia. Entonces el padre sacó el móvil y llamó a la comunidad delante de ellos.
¿Han enviado hoy a técnicos para cambiar contadores? Hay personas en el edificio…
La respuesta fue clara: ningún trabajo programado, nadie los había enviado, y los técnicos oficiales siempre avisan por escrito.
Los “técnicos” se excusaron: “Error, nos equivocamos de edificio…”. Pero el padre ya estaba grabando la conversación.
Al anochecer, el portal se llenó de murmullos. Los vecinos comentaban lo sucedido. Los Martínez lo tenían claro: era una estafa. Había que avisar a los demás.
Reunieron a doña Carmen, la vecina del 4ºB, otros de arriba y madres con niños. Olía a ropa húmeda y pan recién comprado. El hijo puso la grabación para los que no habían salido.
Nadie de la comunidad ha mandado a nadie dijo el padre, mostrando el móvil. Es un timo. Sin licencia, sin contrato.
¡Yo ya pedí cita! exclamó una vecina, ruborizándose. Hablaban con tanta seguridad…
No eres la única. Pero si fuera oficial, nos habrían avisado dijo la madre.
Los vecinos discutían: multas, datos personales dados… El padre los calmó:
No dejéis entrar a nadie mañana. Y si vienen, pedid documentos y llamad a la comunidad en su cara. Mejor ni abrir.
El hijo leyó las señales de una revisión real: fechas en las facturas, empresa verificable, y las “multas” sin juicio son solo amenazas.
Hagamos una queja colectiva para que la comunidad lo sepa y avise propuso la madre. Y pongamos un cartel en el portal.
Los vecinos asintieron. Alguien trajo un boli y una carpeta vieja. Mientras redactaban el texto, había un ambiente de unión: nadie quería ser engañado solo, pero juntos se sentían más seguros.
El cartel decía: “¡Atención! Estafadores se hacen pasar por técnicos de contadores. La comunidad confirma: no hay ningún trabajo. ¡No abráis a desconocidos!”. Lo protegieron con plástico y lo pegaron con cinta junto a los buzones.
Casi todos firmaron la queja. Una vecina se ofreció a llevarla a la comunidad por la mañana. Otros avisarían a los que no estaban.
Al despedirse, el ambiente era distinto: la tensión se había convertido en complicidad. Alguien bromeó:
¡Ahora sí que no nos cuelan! ¿Cambiamos el nombre del grupo de WhatsApp a “Anti-estafadores”?
El padre sonrió:
Lo importante es que ahora nos conocemos. La próxima vez no será solo por un problema.
Por la noche, solo quedaban paraguas secándose y una bolsa olvidada. El portal estaba en silencio, pero detrás de las puertas se oían voces bajas, contando lo sucedido.
Por







