Juntos en el portal: Vecinos unidos por la convivencia

Life Lessons

En el portal número seis, donde en los rellanos siempre flotaba ese olor a paraguas mojados y cemento viejo, la primavera se notaba especialmente. El aire era fresco, pero por las tardes la luz se quedaba un poco más, como si el día no tuviera prisa por irse.

La familia Rodríguez volvía a casa: el padre, la madre y su hijo adolescente. Cada uno llevaba bolsas con verduras y pan, y asomaban los tallos largos de cebollino. En la puerta había gotas: alguien había entrado sin sacudir bien el paraguas.

En las puertas y buzones había anuncios nuevos: folios impresos en casa, con letras rojas chillonas que decían: “¡Atención! ¡Cambio urgente de contadores de agua! ¡Obligatorio antes del fin de semana! ¡Multas! Teléfono abajo”. El papel ya se hinchaba por la humedad, la tinta se corría en algunos sitios. La vecina de abajo, la tía Carmen, estaba junto al ascensor intentando marcar el número mientras sujetaba una bolsa de la compra llena de patatas.

Dicen que habrá multas si no los cambiamos comentó preocupada al pasar los Rodríguez. He llamado y me ha dicho un chico que es una oferta solo para nuestro edificio. ¿Será verdad?

El padre se encogió de hombros:

Demasiada prisa. Nadie nos avisó antes. La comunidad no ha dicho nada, ni cartas ni llamadas. Y lo de “oferta”… Suena raro.

En casa, la conversación continuó durante la cena. El hijo sacó del bolso otro papel idéntico, doblado y metido en la rendija de la puerta. La madre lo examinó, comparó la fecha de la última revisión en la factura.

A nosotros nos toca dentro de un año. ¿Por qué tanta urgencia? preguntó. ¿Y por qué nadie conoce a esta empresa?

El padre reflexionó:

Habrá que preguntar a los vecinos quién más ha recibido estos papeles. Y, sobre todo, ¿qué servicio es este que reparten por todas partes?

Al día siguiente, el portal estaba más animado. Voces resonaban por las escaleras: arriba alguien discutía por teléfono, junto al cubo de la basura comentaban las novedades. Dos mujeres del tercero intercambiaban preocupaciones:

¡A mí me dijeron que si no los cambiábamos, cortarían el agua! protestaba una. ¡Y tengo niños pequeños!

En ese momento, sonó el timbre: dos hombres con chaquetas iguales y carpetas bajo el brazo recorrían los pisos. Uno llevaba una tablet, el otro, un montón de papeles.

¡Buenas tardes, vecinos! ¡Cambio urgente de contadores de agua por orden municipal! ¡A quien no lo haga, multas de la comunidad!

La voz sonaba segura, pero demasiado dulzona. El otro empezó a tocar insistentemente la puerta de enfrente, como si tuviera prisa por terminar rápido.

Los Rodríguez se miraron. El padre miró por la mirilla: caras desconocidas, ni uniformes ni identificaciones. La madre susurró:

No abras. Que vayan a otros primero.

El hijo se asomó a la ventana: en el patio, un coche sin distintivos, el conductor fumaba mirando el móvil. Los faros se reflejaban en el asfalto mojado por la lluvia reciente.

Minutos después, los hombres siguieron subiendo, dejando huellas de zapatos mojados. Gotas marcaban el camino hasta la puerta de la tía Carmen.

Por la noche, el portal bullía como un panal. Unos ya habían pedido cita para el “cambio”, otros llamaban a la comunidad y recibían respuestas confusas. En el grupo de WhatsApp del edificio debatían: ¿dejar entrar a esa gente? ¿Por qué tanta urgencia? Los Rodríguez decidieron preguntar a los vecinos de arriba.

Ni siquiera tenían carnés decentes contó la del piso 17. Solo un papel plastificado sin sello. Cuando pregunté por la licencia, se fueron rápido.

Los Rodríguez se alarmaron más. El padre propuso:

Mañana intentaremos pillarles otra vez y pedirles toda la documentación. Y llamaré directamente a la comunidad.

La madre estuvo de acuerdo. El hijo prometió grabar la conversación.

A la mañana siguiente, los “técnicos” volvieron. Esta vez eran tres, las mismas chaquetas y carpetas. Recorrieron los pisos rápido, tocando timbres, insistiendo en que se apuntaran ya.

El padre abrió la puerta con la cadena puesta.

Enséñenme los documentos. La licencia. Y el número de solicitud de la comunidad, si es un trabajo oficial.

El hombre vaciló, rebuscó en sus papeles, sacó un folio con un logo de una empresa desconocida. El otro evitaba la mirada, hojeando la tablet.

Tenemos contrato con su comunidad… Aquí está…

¿Contrato con quién? Denme el nombre del responsable, el número de gestión y el teléfono del administrador dijo el padre con calma.

Los hombres se miraron, mascullando algo sobre multas y urgencia. Entonces el padre sacó el móvil y llamó a la comunidad delante de ellos.

Díganme, por favor: ¿han enviado hoy a técnicos para cambiar contadores? Hay gente en el edificio…

Al otro lado, la respuesta fue clara: ningún trabajo programado, nadie autorizado, y todos los técnicos oficiales avisan por escrito y con firma.

Los “técnicos” empezaron a excusarse: error, se equivocaron de portal… Pero el padre ya estaba grabando la llamada con el móvil del hijo.

Anochecía rápido; el portal se llenaba de sombras. Por la ventana abierta entraba frío el viento golpeaba un marco más arriba. En el pasillo se amontonaban paraguas y zapatos; huellas mojadas llevaban hasta el cubo de la basura. Tras las puertas, se oían voces de vecinos alarmados comentando lo ocurrido.

El desenlace llegó sin drama: los Rodríguez supieron al fin que era una estafa disfrazada de cambio obligatorio. La solución fue clara: avisar a todos y actuar juntos.

Aunque ya estaba oscuro, no esperaron. El padre llamó a la tía Carmen y a la del 17, se unieron otros del último piso, madres con niños. En el rellano olía a ropa húmeda y pan recién comprado. El hijo puso la grabación por si alguien no había salido.

Queda claro: la comunidad no ha enviado a nadie empezó el padre, mostrando el móvil. Aquí está la prueba. Son estafadores. Sin licencia, sin autorización.

¡Pero yo ya he pedido cita! exclamó la vecina del tercero, ruborizándose. Hablaban con tanta seguridad…

No eres la única. A nosotros también nos llamaron dijo la madre. Pero si fuera oficial, nos habrían avisado antes por escrito.

Los vecinos se agitaron: unos preguntaban por las multas, otros temían haber dado datos. El padre los tranquilizó:

Lo importante: no abrir mañana a nadie y no pagar nada en el acto. Y si vuelven, pedir papeles y llamar a la comunidad delante de ellos. Mejor ni abrir.

El hijo enseñó una lista con señales de inspecciones reales: las fechas salen en las facturas, la empresa se verifica con la comunidad, y las “multas” sin juicio son solo amenazas.

Y hagamos una queja colectiva para que la comunidad sepa y avise a todos propuso la madre. Y pongamos un cartel en la entrada.

Los vecinos asintieron. Alguien trajo un boli y una carpeta vieja. Mientras redactaban el texto, había unión en el aire: nadie quería ser engañado solo, y juntos era más fácil.

Desde la ventana del portal se veía a gente pasar bajo la llovizna; el patio brillaba con los charcos a la luz de las farolas.

El cartel decía: “¡Cuid

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