Irina estaba junto a la ventana, contemplando cómo la densa nieve madrileña caía sobre la ciudad. La llamada telefónica con su marido llegaba a su fin —una conversación cotidiana, como tantas otras en sus quince años de matrimonio.

Life Lessons

Lucía estaba junto a la ventana, observando cómo la espesa nieve caía sobre Madrid. La llamada con su marido llegaba a su finuna conversación cotidiana, como tantas otras en sus quince años de matrimonio. Javier, como siempre, le informaba de su “viaje de trabajo” a Barcelona: todo iba bien, las reuniones avanzaban según lo previsto, regresaría en tres días.

“Muy bien, cariño, hablamos luego,” dijo Lucía, apartando el teléfono de su oído para pulsar el botón rojo y colgar. Pero algo la detuvo. Al otro lado, escuchó nítidamente una voz femenina, melodiosa y joven:

“Javi, ¿vienes? Ya he llenado la bañera”

La mano de Lucía se quedó suspendida en el aire. Su corazón se detuvo un instante antes de acelerarse como si quisiera escapársele del pecho. Apretó el teléfono contra su oreja, pero solo escuchó el tono de llamada interrumpidaJavier ya había colgado.

Lucía se dejó caer en el sillón, sintiendo cómo le flaqueaban las piernas. Su mente bullía de pensamientos: “Javi bañera ¿Qué bañera en un viaje de trabajo?” Su memoria le arrojó recuerdos extraños de los últimos meses: los viajes frecuentes, las llamadas tardías que Javier siempre atendía en el balcón, el perfume nuevo que apareció en su coche.

Con manos temblorosas, abrió su portátil. Entrar en su correo no fue difícilla contraseña era la misma de siempre, de cuando entre ellos aún había confianza. Billetes, reservas de hotel “Suite nupcial” en un cinco estrellas del centro de Barcelona. Para dos.

En su bandeja de entrada, encontró también mensajes. Cristina. Veintiséis años, entrenadora personal. “Cariño, no puedo seguir así. Prometiste que te divorciarías hace tres meses. ¿Cuánto más tengo que esperar?”

A Lucía le dio un vuelco el estómago. Ante sus ojos desfiló el recuerdo de su primera cita con Javierentonces él era un simple comercial, ella una contable recién empezando. Ahorraban juntos para su boda, alquilando un pequeño piso en las afueras. Celebraban cada logro, se apoyaban en los fracasos. Ahora él era director comercial, ella la jefa de contabilidad de la misma empresa, y entre ellos se abría un abismo de quince años y los veintiséis de una tal Cristina.

En la habitación del hotel, Javier paseaba de un lado a otro, nervioso.

“¿Por qué hiciste eso?” Su voz temblaba de rabia.

Cristina, envuelta en una bata de seda, se estiraba como un gato satisfecho en la cama. Su largo pelo rubio se esparcía sobre la almohada.

“¿Qué tiene de malo? Tú mismo dijiste que ibas a dejarla.”

“¡Yo decido cuándo y cómo!” Javier apretó los dientes. “¿No te das cuenta de lo que has hecho? Lucía no es tonta, ¡lo habrá entendido todo!”

“¡Mejor!” Cristina se incorporó de golpe. “Estoy harta de ser la amante que escondes en hoteles. Quiero salir contigo a restaurantes, conocer a tus amigos, ¡ser tu esposa!”

“Estás actuando como una niña,” masculló él.

“¡Y tú como un cobarde!” Se acercó, desafiante. “Mírame. Soy joven, guapa, puedo darte hijos. ¿Y ella? ¿Solo sabe contar tu dinero?”

Javier la agarró por los hombros. “¡No hables así de Lucía! No sabes nada de ella, ni de nosotros.”

“Sé lo suficiente,” se soltó. “Sé que eres infeliz. Que ella solo piensa en el trabajo y la rutina. ¿Cuándo fue la última vez que hicieron el amor? ¿O que viajaron juntos?”

Javier se volvió hacia la ventana. Allá lejos, bajo la nieve madrileña, su vida con Lucía se desmoronaba. Quince años juntos, reducidos a nada por una frase caprichosa.

Lucía estaba sentada en la cocina, a oscuras, con una taza de té frío entre las manos. El teléfono vibraba una y otra vezllamadas perdidas de Javier. No contestaba. ¿Qué podía decir? ¿”Cariño, he oído a tu amante llamarte a la bañera”?

Su memoria le devolvía imágenes de su vida juntos: Javier arrodillado en medio de un restaurante, ofreciéndole un anillo. Su primer piso, un pequeño dúplex en las afueras. Su apoyo cuando perdió a su madre. Las celebraciones por sus ascensos

Y luego llegaron los proyectos interminables, las hipotecas, las reformas

¿Cuándo fue la última vez que hablaron de verdad? ¿Que vieron una película abrazados en el sofá? ¿Que imaginaron un futuro juntos?

El teléfono vibró de nuevo. Esta vez, un mensaje: “Lucía, hablemos. Te lo explico todo.”

¿Qué había que explicar? ¿Que ella ya no era joven? ¿Que la rutina los había sepultado? ¿Que una entrenadora de veintiséis años entendía mejor sus necesidades?

Lucía se miró al espejo. Cuarenta y dos años. Arrugas alrededor de los ojos, canas que teñía cada mes. ¿Cuándo empezaron ese cansancio en la mirada, esa costumbre de vivir con horarios, esa eterna búsqueda de estabilidad?

“Javi, ¿dónde estabas?” Cristina lo recibió con el ceño fruncido cuando volvió a la habitación tras otro intento fallido de llamar a Lucía.

“Ahora no,” se dejó caer en el sillón, aflojándose la corbata.

“¡Sí, ahora!” Se plantó frente a él, con las manos en la cintura. “Quiero saber qué va a pasar. ¡Esto no puede seguir así!”

Javier la miróbella, segura, llena de energía. Así era Lucía hace quince años. Dios, ¿cómo había podido hacerle esto?

“Cristina,” se frotó la cara, exhausto. “Tienes razón. Hay que tomar una decisión.”

Ella sonrió, abalanzándose sobre él. “¡Amor mío! Sabía que harías lo correcto.”

“Sí,” la apartó con suavidad. “Tenemos que terminar esto.”

“¿Qué?” Retrocedió como si la hubieran golpeado.

“Fue un error,” se levantó. “Amo a mi esposa. Sí, tenemos problemas. Nos hemos distanciado. Pero no puedo no quiero borrar todo lo que hemos vivido.”

“¡Eres un cobarde!” Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

“No, Cristina. Fui cobarde cuando empecé esto. Cuando le mentí a la mujer que ha compartido quince años conmigo: alegrías, penas, triunfos, derrotas. Tienes razónsoy infeliz. Pero la felicidad se construye, no se busca fuera.”

El timbre sonó cerca de medianoche. Lucía sabía que era élhabía cogido el primer vuelo.

“Lucía, ábreme, por favor,” su voz llegaba apagada a través de la puerta.

Ella abrió. Javier estaba en el umbralsin afeitar, con el traje arrugado, la mirada culpable.

“¿Puedo pasar?”

Ella se apartó en silencio. Entraron en la cocinael lugar donde una vez soñaron con el futuro, donde tomaron decisiones importantes.

“Lucía”

“No hace falta,” alzó una mano. “Lo sé todo. Cristina, veintiséis años, entrenadora personal. He leído tu correo.”

Él asintió, sin palabras.

“¿Por qué, Javier?”

Él calló un largo rato, mirando por la ventana la ciudad nocturna.

“Porque soy un débil. Porque me asusté al ver que nos habíamos convertido en extraños. Porque ella me recordó a tia la Lucía llena de energía y sueños.”

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