¿Y ahora demuéstrame que eres mi hijo exclamó de repente, como quien lanza una pelota al aire.
Podría haberle dado una patada al suelo y haberlo expulsado por la escalera, pero en vez de eso surgió la pregunta:
¿Cómo?
Cómprame una casa.
***
Frente al Hospital Universitario La Paz se desarrollaba la escena de siempre. Fernando, con la cara iluminada de la emoción, estaba en el escalón de la entrada, cámara en mano, listo para disparar. A su alrededor se agolpaban sus amigos. Begoña, cruzada en brazos, llevaba a su recién nacido mientras sonreía al marido con los treinta y dos dientes al descubierto.
¿Y el bebé? balbuceó Fernando, sin dormir bien esas noches. No había descansado en varios turnos, llamaba al hospital cada minuto, y cuando le dijeron que había alguna complicación, perdió la calma y corrió allí. Ya llevaba un día de guardia y empezaba a desfallecer de tanto desvelo.
Begoña levantó la mantita, revelando el rostro del recién llegado.
El pequeño Andrés, arrugadito y dormido, aún no había conocido al padre. Cuando despertara, se conocerían.
Yo parezco mucho a los de las fotos de niños comentó Fernando.
¡Qué parecido! exclamó Begoña, entusiasmada. La nariz, los labios ¡una copia!
Fernando, sin poder apartar la mirada, asentía a cada palabra.
Andrés Fernando, declaró solemnemente, bienvenido al mundo y a nuestra familia.
Andrés, al despertar, frunció el ceño y resopló, como diciendo que no estaba nada satisfecho.
El nacimiento fue una fiesta. El piso se inundó de flores y regalos. Los invitados no paraban de decir que el niño se parecía al padre. Fernando pasó el día entero con el hijo en brazos, solo dejaba a Begoña para alimentarla. Eran felices. Por entonces.
***
Dieciséis años después.
La vida cotidiana los atrapaba como lodo. La romántica chispa había desaparecido, dejando solo el olor a patata quemada y los calcetines tirados por todo el apartamento. Las discusiones se habían vuelto rutina: por el dinero, la educación del hijo, quién sacaba la basura. Fernando y Begoña habían aprendido a escarbar motivos de irritación hasta en los gestos más inocentes.
Andrés se había convertido en su ancla, manteniendo a flote la familia. Sin él, seguramente ya se habrían separado hace años. El hijo amaba a su madre, buscaba a su padre y, a su modo, había unido a los dos.
Andrés no solo heredó el parecido físico; también la pasión por el fútbol. Fernando, antiguo deportista, llevaba a Andrés a los entrenamientos. Cuando no había entrenamiento, salían al patio con la pelota. Al fin y al cabo, como padre, Fernando era bastante bueno.
Ese verano, cuando Andrés cumplió dieciséis, Fernando se preparaba para su viaje anual a la aldea de su madre, en la sierra de Segovia, un trayecto al que nunca había llevado a Andrés.
¿Y nosotros qué vamos a hacer? preguntó Andrés a su madre cuando el padre se fue.
¿Y qué? encogió los hombros Begoña. Nada. Tienes vacaciones, descansa. Ya aprobaste los exámenes. Yo pronto tendré permiso. Inventaremos algo.
Mamá, siempre he preguntado y tú callas, pero lo vuelvo a preguntar: ¿por qué nunca vamos a casa de los abuelos? insistió Andrés. Nunca los he visto.
Begoña se quedó sin palabras. Pensó que Andrés ya había comprendido todo.
Pues dijo vacilante. Simplemente nunca se dio la ocasión. Mi relación con tus abuelos nunca funcionó; no me quieren mucho.
¿Por qué? insistió Andrés.
Desde el principio se opusieron a nuestro noviazgo. Decían que no éramos buena pareja. Nunca se reconciliaron. No me quieren ver allí, y a ti tampoco.
¿Entonces soy como un sobrino que no encaja? reflexionó Andrés.
Exacto, pero no lo tomes a pecho.
¿Qué? ¿Que soy pequeño?
Andrés se sintió algo incómodo, pero no se derrumbó. Eran personas ajenas a su vida, que no influirían en su futuro. Sin embargo, pronto quedó claro que sí lo harían.
Cuando Fernando volvió de la aldea, algo había cambiado en él. A primera vista todo parecía normal, pero la relación con Begoña, que llevaba años sin discusiones, había adoptado un tono diferente, al igual que su trato con el hijo.
Normalmente los viernes iban juntos a los entrenamientos. Esa vez, el padre dijo:
Hoy no voy. Ve solo.
Andrés se sorprendió, pero no le dio mayor importancia. Quizá estaba cansado. Pero el viernes siguiente Fernando volvió a declinar, y la tercera vez también, y así sucesivamente. Cada vez aparecía más escaso.
Empezó a responder con monosílabos o a ignorar por completo las preguntas. Andrés intentaba conversar, pero el padre siempre estaba ocupado o soltaba comentarios ásperos del tipo: tienes dieciséis, resuelve tus problemas tú mismo y habla con tus amigos.
Una noche, Fernando rompió el silencio con una frase que dejó a Andrés helado:
No eres mi hijo.
Andrés se quedó paralizado. ¿Era una broma? Miró los ojos de su padre buscando alguna chispa de humor, pero solo encontró una extraña hostilidad.
Begoña, al oír esas palabras, soltó un grito:
¡Fernando! ¿Qué dices? ¡¿De qué hablas?!
Digo la verdad replicó Fernando, seco. No es que nadie lo haya descubierto, es que todos lo supimos.
Andrés, a punto de responder con puñetazos, se quedó inmóvil. Begoña trató de tranquilizarlo, diciendo que su padre estaba cansado y de mal humor. Pero Andrés no comprendía cómo su propio padre podía llamarle no hijo. Era su sangre, ¿cómo podía dudar de eso?
Si no soy hijo, entonces tú no eres padre gritó Andrés.
Andri, calma, no es necesario intentó Begoña. Tu padre se ha puesto nervioso, se disculpará después.
La situación empeoró día a día. Ninguna conversación servía. Begoña ya estaba ronca de tanto gritar, repitiendo acusaciones como no quiero alimentar a un hijo ajeno. Andrés, entre rabia y lágrimas, vio a su madre romperse. Finalmente, Begoña presentó la demanda de divorcio.
Fernando tuvo que abandonar el piso que pertenecía a Begoña, pero eso no le detuvo. Se fue, se divorció, y se marchó con la cabeza en alto.
¿Cómo es posible que en menos de un año un padre cariñoso, siempre presente, se convierta en un tío que ni siquiera quiere mirarte?
Andrés no lo entendía.
Mamá, dime la verdad ¿Me están ocultando algo? ¿No soy tu hijo? preguntó. ¿Soy adoptado?
Andrés, eres nuestro hijo. No adoptado. Y ya sabes no soy muy buena con los secretos. Creo que cuando tu padre estuvo en la aldea, mis padres le dijeron cosas sobre mí. Cuando nos conocimos ocurrió lo mismo. Por eso nunca volví a cruzarme con ellos.
Andrés se quedó pensativo.
¿Por qué no me lo dijeron antes? insistió. ¿Por qué mi padre nunca lo pensó todos estos años? ¿Nos lo dijeron antes y él lo ignoró?
Begoña se encogió de hombros. No sabía la respuesta. Había propuesto alguna vez que Fernando se hiciera una prueba de paternidad, pero él se negó.
Andrés dejó de buscar el apoyo de su padre. ¿Cómo puedes acercarte a quien te rechaza una y otra vez? El padre ya no importaba, Andrés tampoco. Podían encontrarse en una tienda, intercambiar un saludo seco y seguir su camino.
Desde los dieciséis años vivió prácticamente sin padre. Todo lo antes parecía un sueño. Fernando apareció una sola vez, cuando Begoña volvió a casarse, y le mandó un mensaje:
Ves, tenía razón.
¿En qué?
En lo que ella es. Ya tiene marido, seguramente.
Tú vives con una mujer respondió Andrés, pero el mensaje no se envió porque él lo bloqueó. Todo un acto de adulto.
Ese gesto no ayudó a que Andrés quisiera recuperar a su padre. Cuando llegó a los treinta, decidió aclarar las cosas. Llamó a su padre.
Hola dijo Andrés, como si nada pasara. ¿Cómo estás?
Hola respondió Fernando con voz apagada. Nada especial.
Quiero invitarte a casa continuó Andrés. Ven, hablemos. Si no como padre e hijo, al menos como viejos amigos.
Fernando aceptó. Llegó y Andrés lo recibió en la puerta. Entraron al salón y se sentaron en el sofá, con un silencio que colgaba pesado.
¿Qué tal? preguntó Andrés, intentando romper el hielo.
Bien, respondió Fernando sin levantar la vista.
Tengo tanto que decirte empezó Andrés, pero se cortó. Solo quería entender ¿Por qué entonces dijiste que no era mi hijo? ¡Somos idénticos!
Fernando, con una sonrisa sin ganas, contestó:
Pues sigo pensando lo mismo dijo. No he perdido la memoria en catorce años.
¿Por qué? insistió Andrés. ¿Puedes explicarme? Durante dieciséis años nunca dudaste. Te negaste a la prueba. Entonces, ¿por qué ahora estás seguro de que no soy tu hijo?
Fernando se encogió de hombros.
Simplemente lo siento así.
¿Cómo lo sientes? ¡Has sido mi padre toda la vida! exclamó Andrés. Me llevabas a los entrenamientos
¿Y qué? Eso fue antes, es pasado replicó Fernando. No creo que deba seguir hablando de eso. Antes te consideraba hijo.
¿Y ahora? preguntó Andrés.
No lo sé dijo Fernando, levantando las manos. Simplemente no creo.
¿No crees? Andrés golpeó el brazo del sofá. ¿Y por eso te fuiste? se puso de pie, mirándolo fijamente. Sabes que te equivocas. Eres mi padre y lo sabes.
Fernando se quedó pensativo.
A ver si me pruebas que eres mi hijo exclamó de repente.
Podría haberle lanzado una patada a la escalera, pero en vez de eso surgió la petición:
¿Cómo?
Cómprame una casa dijo Fernando. Un hijo cariñoso no se niega a ayudar a su padre. Si me compras una casa, creeré que somos familia. Llevo catorce años escuchando promesas vacías de que somos parientes. El hijo ha crecido y, si tú me consideras padre, no has hecho nada.
Andrés se quedó helado. ¿Era ironía? ¿Una burla? ¿O simplemente un intento de exprimir lo último que quedaba?
¿Hablas en serio? preguntó Andrés.
Claro que sí asintió Fernando. Si eres mi hijo, está bien ayudar a los mayores.
Andrés comprendió lo absurdo. Pero, en el fondo, desde aquel verano siempre había creído que algún día todo volvería a estar bien. No importaba el tiempo, sólo que seguirían juntos. Miró a su padre, que ya no parecía el mismo, sin saber qué decir.
La conversación no llegó a nada.
Fernando vació medio vaso de vino y se marchó.
Andrés se quedó con otra botella, pero sin abrirla.
¿Qué debía hacer? ¿Comprar una casa? ¿Apretar una hipoteca? ¿Gastarse años de su vida intentando convencer a quien no quería reconocerle como hijo? ¿Valía la pena?
Andrés reflexionó largo y tendido, sopesando pros y contras. Al final concluyó que no lo necesitaba. Ya había crecido, había vivido sin padre y seguiría así.
Y nada susurró. Que te compres una casa, si te place. Pero yo seguiré mi camino.
***
Con los años Andrés se instaló en Milán, conoció a una italiana, tuvo una hija y, después de unos años, volvió a España. Renunció al piso y compró una casa para él, no para ningún pariente prepotente. Ya no extrañaba a su padre; punto final.
Y entonces… sonó el teléfono.
Quería saber ¿cómo estás? ¿dónde vives? dijo Fernando, inseguro. He oído que te has ido lejos
Sí, pero ya he vuelto contestó Andrés.
Felicidades por la boda y por la hija, aunque sea con retraso añadió Fernando.
Gracias respondió Andrés.
¿Puedo ir a verte? preguntó de golpe. Ver a mi nieta, charlar
Andrés sabía que ese momento llegaría tarde o temprano.
¿Quieres venir?
Sí.
Entonces demuéstrame dijo Fernando.
¿Qué tengo que demostrar? preguntó Fernando, desconcertado.
Que tú eres mi padre respondió Andrés, con una sonrisa irónica que sólo él entendía.







