«Han pasado dos años: mi hija desapareció de mi vida y yo ya tengo casi 70…»

Life Lessons

Han pasado dos años: mi hija desapareció de mi vida y yo ya casi llego a los setenta

Desde entonces no ha pronunciado ni una palabra. Me ha borrado del recuerdo. Y yo, que pronto cumpliré setenta

Mi vecina, Doña Carmen Jiménez, la conoce todo el edificio. Tiene sesenta y ocho años y vive sola. A veces paso a su piso con algo para el tésolo por cortesía. Es una mujer amable, culta, siempre sonriente, que disfruta rememorar los viajes con su difunto marido. Apenas habla de su familia. Y justo antes de las fiestas pasadas, cuando llegué con un dulce, de repente decidió contarme la verdad. Fue entonces cuando escuché por primera vez la historia que todavía aprieta mi corazón.

Entré y Doña Carmen no estaba de buen humor. Normalmente vivaz, esa noche estaba inmóvil, mirando fijamente a un punto sin vida. No le hice preguntas, simplemente serví el té, puse la bandeja con bizcochos y me senté a su lado. Guardó silencio, como si luchara contra sí misma. Entonces exhaló:

Dos años Ni llamada, ni carta. He intentado marcar, el número ya no existe. No sé dónde está su dirección

Se quedó en silencio. Me parecieron pasar ante mis ojos los años como sombras. Y, como si una grieta se abriera, Doña Carmen empezó a hablar.

Teníamos una familia feliz. Víctor y yo nos casamos jóvenes, pero no nos apresuramos con los hijosqueríamos vivir para nosotros. Su trabajo le permitía viajar. Reíamos mucho, arreglábamos la casa juntos. Con sus propias manos construyó nuestro nidoun amplio piso de tres habitaciones en el corazón de Madrid. El sueño de su vida

Cuando nació la hija, Almudena, Víctor pareció renacer. La llevaba en brazos, le leía cuentos, le dedicaba cada minuto. Yo los observaba y pensaba: no necesito nada más. Pero hacía diez años Víctor falleció. Estuvo enfermo mucho tiempo, luchamos hasta el final, gastamos todo. Y luego silencio. Vacío. Como si arrancaran mi corazón.

Tras la muerte del padre, Almudena se distanció. Alquiló un piso y se mudó sola. No protestées adulta, que construya su vida. Me visitaba, hablábamos, todo parecía normal. Pero hace dos años llegó y dijo directamente: quiere solicitar una hipoteca y comprar una vivienda.

Suspiré y le contesté con honestidad: no puedo ayudar. De los ahorros que Víctor y yo teníamos casi no quedó nadatodo se fue al tratamiento. Mi pensión sólo alcanza para la luz, el agua y los medicamentos. Entonces ella propuso vender el piso. Compraré un apartamento de una habitación en las afueras, y el resto del dinero será para el enganche, dijo.

No pude. No se trataba del dineroera del recuerdo. Estas paredes, cada rincónlos hizo Víctor con sus propias manos. Aquí está toda mi vida. ¿Cómo podría entregarlo? Ella gritó que su padre lo hacía todo por ella, que el piso acabaría siendo suyo, que yo era egoísta. Traté de explicarle que deseaba que, algún día, viniera aquí y nos recordara pero ella no escuchó.

Entonces dio un portazo y se marchó. Desde entoncessilencio. Ni llamada, ni felicitaciones. Más tarde supe por una amiga que Almudena, al fin, tomó la hipoteca y ahora trabaja en dos empleos, sin descanso. Sin familia, sin hijos. Ni siquiera la han visto sus amigas en medio año.

Yo espero. Cada día miro el móvil, con la esperanza de que suene. Pero el silencio persiste. Parece que cambió el número. Tal vez no quiera verme. Piensa que la traicioné. Pero mis setenta están a la vuelta de la esquina. No sé cuánto tiempo más pasaré en este piso, cuántas noches pasaré en la ventana aguardando. Y no entiendo qué fue lo que la ofendí

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