Han pasado 40 años, pero él sigue en mi mente. Decidí ir en su búsqueda.

Life Lessons

Han pasado cuarenta años y yo seguía dándole vueltas a su recuerdo. Decidí buscarlo.

Lo encontré después de tanto tiempo, sin buscarlo a propósito. Estaba navegando entre una receta de tarta de manzana y un anuncio de crema antiarrugas. Aparecía su nombre, su foto: pelo canoso, gafas, esa sonrisa que reconocí al instante.

Me quedé paralizada un momento. Sentí que el corazón latía con más fuerza, como si el cuerpo recordara algo que la cabeza todavía no se atrevía a nombrar. Le di al clic. Era su perfil de artista, una pequeña galería en el barrio de Lavapiés, fotos de sus obras paisajes, puertas viejas, una mujer en la ventana y bajo una de ellas, el título: «El otoño recuerda más que el verano».

Sabía que era él. Juan. Mi Juan de aquellos años, el que amé en silencio durante todo el instituto y mucho después. Después de acabar, se fue a vivir al extranjero y yo me quedé.

La vida siguió su camino: se casó, tuvo hijos, luego el divorcio, una larga quietud y rutina. Pero ese sentimiento nunca se extinguió del todo; simplemente se escondió profundo, como una carta en un cajón.

Sin pensarlo mucho, le mandé un mensaje:
No sé si me recuerdas, pero yo sí. Si te apetece tomar un té, estaré en Madrid.

Ese mismo día me respondió:
Te recuerdo. Yo siempre tomo el té después de las cuatro. La dirección la tienes en mi página.

Compré el billete, empaqué una bolsita ligera, un suéter de lana y aquella carta vieja que nunca envié. En el tren iba mirando los árboles que pasaban: dorados, rojizos, cubiertos de escarcha, y sentía algo raro, como si el tiempo retrocediera y volviera a ser una quinceañera.

Bajé en la estación de Atocha y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo importante estaba a punto de suceder. No sabía qué, pero no quería perderlo.

Su taller estaba en una callecita estrecha de Lavapiés. Escaleras viejas, una puerta pesada con una ventanilla de cristal, y sobre ella una placa de bronce: «Juan M. Estudio de pintura». El corazón se aceleró cuando llamé. Un momento de silencio, y luego escuché su voz:
Abierto.

Entré. El interior no era como lo imaginaba, pero sí como debía ser: olor a trementina, penumbra, la luz del día colándose por una gran ventana, lienzos apoyados contra las paredes, un balde con pinceles y una taza de café a medio tomar. Él estaba de espaldas al caballete, se giró despacio, como si supiera que acababa de entrar. Sonrió, no de boca, sino con la mirada.

No has cambiado nada dijo, aunque no era verdad. En su voz no había falsedad.
Tú tampoco conteste yo.

Me invitó a un sillón viejo y cómodo, puso agua para el té y empezamos a charlar. Al principio de cosas triviales: trenes, atascos, cómo Madrid se vuelve más bonita en otoño. Luego de todo: cómo había sido su vida, la mía, las personas que habíamos perdido, la soledad que a veces se cuela entre tanta gente.

Sobre la mesa olía a pan recién horneado. En las tazas subía vapor de té con clavo. La luz dorada entraba por la ventana y todo estaba tan silencioso que escuchaba mi propia respiración.

¿Piensas a veces en aquel verano? preguntó de golpe.
Todo el tiempo respondí antes de poder pensarlo.

Durante dos días fuimos inseparables. Paseamos por el Parque del Retiro, comimos bocadillos en la Plaza Mayor, nos reímos de cosas que solo entienden los que recuerdan el sabor de una refresca de naranja en botella de cristal y el timbre de la campana que anunciaba la clase.

No me preguntó cuánto tiempo me quedaría. Yo no dije cuándo me marcharía. Era como una burbuja, frágil, callada y preciosa. Y, de alguna forma, muy real.

A la mañana del tercer día empaqué la mochila y la dejé junto a la puerta. Él me tendió una taza de té y solo dijo:
No te vayas todavía.
Pero yo tengo obligaciones, la casa

Sacudió la cabeza.
Todo eso esperará. Aquí aquí hay alguien que ya no quiere perderte otra vez.

Miré por la ventana los árboles de otoño y pensé: ¿y si esta vez soy yo la que debe quedarse?

No subí al tren. La mochila quedó al umbral y yo, con la taza en la mano, en su sillón, en su mundo. Por un momento me dio vergüenza, como si hubiese hecho algo irresponsable. Pero esa sensación se evaporó tan rápido como llegó.

Me quedé un día más. Luego otro. Y después dejé de contar.

En su estudio el tiempo corría distinto. Le ayudaba a ordenar los pigmentos, limpiaba los marcos, le leía en voz alta mientras esbozaba. De repente comprendí que se puede vivir de forma sencilla, ligera, sin desmenuzar cada detalle.

Por la noche paseábamos por el casco antiguo. Entre la gente, pero a nuestro modo. Nadie nos miraba raro. Tal vez porque así nos sentíamos, o porque a nadie le importaba la edad, sea treinta o sesenta.

Una tarde encontré sobre la mesa un pequeño boceto: yo sentada junto a la ventana, mirando la luz. Firma: «El otoño que volvió». No dije nada. Solo toqué el papel con los dedos y sonreí en silencio.

No sé si será para siempre. No lo planeo. No lo pregunto. Me basta con ese instante en que alguien dijo: «Quédate» y yo lo escuché de verdad.

Cuarenta años esperé esa decisión. Ahora ya no quiero seguir esperando.

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