David quería llevar a su madre a una residencia de ancianos. Echó un vistazo a la caja antes de salir.
Después de que su marido falleciera, Olivia vendió su casa en el pueblo, invirtió en un piso para su hijo y su familia, y se mudó con ellos. Mientras tuvo fuerzas, se encargó de la casa y de los nietos.
Su hijo y su nuera trabajaban, y Olivia llevaba a los niños al parvulario, luego al colegio y a las clases extraescolares. Cocinaba y limpiaba. Las responsabilidades no la agobiaban; al contrario, la hacían feliz. Al fin y al cabo, su familia la necesitaba. Pero los años pasaron. Los nietos crecieron y “echaron a volar”, y la salud de la anciana empezó a flaquear. Intentó fregar los platos, pero los cacharros se le resbalaban de las manos débiles y se rompían.
Se sirvió sopa sola, pero no pudo llevarla a la mesa: la derramó. Se despertaba por la noche para beber agua, y sus murmullos despertaban a su nuera. Nadie quería hablar con ella. ¿Quién iba a querer charlar con una vieja? Su nuera la regañaba constantemente y la llamaba una carga. ¿Qué culpa tenía ella? La vejez no es ninguna alegría. Olivia no tenía más remedio que seguir viviendo.
Su hijo decidió ingresarla en una residencia.
“Al menos tendrá con quien hablar”, se consoló. Por la mañana, al subir al coche, Olivia recordó su caja.
“Hijo, tráeme mi caja. Se me ha olvidado”, le pidió tímidamente.
“¿Qué cája?”, preguntó David.
“Con mis tesoros”, respondió Olivia, describiéndola. David la trajo. La anciana la abrazó contra su pecho con una sonrisa de satisfacción.
“Mamá, ¿qué guardas ahí?”
Olivia le mostró el contenido: un mechón de su pelo y un diente de leche.
El hombre se apartó del coche y se sentó en el bordillo. Se quedó allí mucho rato, recordando su infancia, cómo su madre siempre estuvo ahí para él, cuidándolo, protegiéndolo. Nunca lo dejó sin ayuda.
“Hijo, ¿nos vamos?”, bajó su madre del coche y se acercó.
“No vamos a ningún sitio, mamá. Tú te quedas en casa.”







