La maleta estaba junto a la puerta, cerrada con cremallera, como el último detalle antes de marcharse. Lucía ajustaba nerviosa la correa de su bolso, lanzando miradas rápidas a su hermana y a su hijo. En el recibidor olía a humedad; afuera lloviznaba y el barrendero amontonaba hojas pesadas en la acera. Lucía no quería irse, pero explicárselo a Iván, de diez años, era inútil. El niño permanecía callado, mirando al suelo con terquedad. Ana intentaba mostrarse animada, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago: ahora Iván viviría con ella.
Todo irá biendijo, forzando una sonrisa. Mamá volverá pronto. Mientras tanto, nos las arreglaremos tú y yo.
Lucía abrazó a su hijo con fuerza y rapidez, como si tuviera prisa por marcharse antes de cambiar de idea. Luego asintió hacia su hermana: *tú lo entiendes*. Un minuto después, la puerta se cerró tras ella, dejando un silencio pesado en el piso. Iván seguía pegado a la pared, abrazando su vieja mochila. Ana sintió de pronto una incomodidad: su sobrino en su casa, sus cosas en una silla, sus zapatos junto a sus botas. Nunca habían convivido más de un par de días.
Pasa a la cocina. El agua del hervidor ya está calientedijo.
Iván la siguió en silencio. La cocina estaba cálida; en la mesa había tazas y un plato con pan. Ana sirvió el té para ambos, hablando de trivialidadesdel tiempo, de que habría que comprarle unas botas de agua nuevas. El niño respondía con monosílabos, mirando más allá de ellahacia la ventana empañada por la lluvia o hacia algún lugar dentro de sí mismo.
Por la tarde, ordenaron juntos sus pertenencias. Iván colocó las camisetas con cuidado en el cajón y apiló los cuadernos junto a los libros de texto. Ana notó que evitaba tocar los juguetes de su infanciacomo si temiera alterar el orden de una casa ajena. Decidió no presionarle para hablar.
Los primeros días fueron un esfuerzo constante. Las mañanas antes del colegio transcurrían en silencio: Ana le recordaba desayunar y revisaba su mochila. Iván comía despacio, sin apenas levantar la vista. Por las tardes, hacía los deberes junto a la ventana o leía un libro de la biblioteca del colegio. Casi no encendían la teleel ruido molestaba a ambos.
Ana comprendía que al niño le costaba acostumbrarse a la nueva rutina y a un hogar extraño. Ella misma se sorprendía pensando que todo parecía provisionalhasta las tazas en la mesa parecían esperar a alguien. Pero no había tiempo para demoras: en dos días debía formalizar la tutela.
En el registro civil olía a papel y ropa mojada. La fila serpenteaba junto a carteles sobre ayudas sociales. Ana llevaba bajo el brazo una carpeta con documentos: la solicitud de Lucía, su consentimiento, copias de los DNI y el certificado de nacimiento de Iván. La funcionaria tras el cristal habló con frialdad:
Necesitamos un certificado de empadronamiento del niño y el consentimiento del otro progenitor
Hace años que no está. Ya presenté la copia del certificado.
Aún así, requerimos un documento oficial
Revisaba los papeles con lentitud; cada observación sonaba a reproche. Ana notaba la desconfianza tras las palabras formales. Explicó una y otra vez la situación de su hermana, mostrando el contrato de trabajo y los horarios. Al final aceptaron la solicitud, pero advirtieron: la resolución tardaría al menos una semana.
En casa, Ana intentaba no mostrar su cansancio. Acompañó a Iván al colegio para hablar con su tutora sobre la situación. En el vestíbulo, los niños empujaban junto a las taquillas. La profesora los recibió con reservas:
¿Ahora es usted su responsable? ¿Tiene la documentación?
Ana entregó los papeles. La mujer los examinó con detenimiento:
Debo informar a dirección Y otra cosa: ¿para cualquier asunto, debemos contactar con usted?
Sí. Su madre trabaja por turnos. Yo tengo la tutela temporal.
La profesora asintió sin empatía:
Lo importante es que no falte a clase
Iván escuchaba con el rostro tenso; luego se marchó al aula sin despedirse. Ana notó que en casa se encerraba más en sí mismo, a veces pasaba las tardes mirando por la ventana. Intentaba entablar conversaciónpreguntaba por sus amigos o las tareas. Las respuestas eran breves; tras ellas, se adivinaba fatiga.
Unos días después, llamaron de servicios sociales:
Visitaremos el domicilio para evaluar las condiciones del menor.
Ana limpió el piso a conciencia; por la noche, Iván la ayudó a quitar el polvo y ordenar. Le propuso elegir un sitio para sus libros.
Total, al final volverán a su sitio murmuró él.
No tiene por qué. Puedes colocarlos como prefieras.
Se encogió de hombros, pero los reorganizó él mismo.
El día de la visita, una trabajadora social llegó puntual. En el recibidor, sonó su teléfono; habló con brusquedad:
Sí, sí, ahora mismo verifico
Ana le mostró las habitaciones. La mujer preguntó por los horarios, el colegio, la alimentación. Luego se dirigió a Iván:
¿Te gusta estar aquí?
El niño se encogió de hombros, con mirada rebelde.
Echa de menos a su madre Pero seguimos una rutina. Hacemos los deberes a tiempo y paseamos después del colegio.
La mujer resopló:
¿Alguna queja?
Ningunarespondió Ana con firmeza. Si surge algo, llámeme directamente.
Esa noche, Iván preguntó:
¿Y si mamá no puede volver?
Ana se quedó quieta, luego se sentó junto a él:
Nos las arreglaremos. Te lo prometo.
Calló un largo rato, antes de asentir levemente. Esa tarde, por primera vez, ofreció ayudarla a cortar el pan para la cena.
Al día siguiente, hubo un incidente en el colegio. La tutora citó a Ana después de clase:
Su sobrino se ha peleado con un compañero No estamos seguros de que usted pueda manejar la situación.
El tono era gélido; tras él, latía la desconfianza hacia una mujer ajena con derechos temporales. Ana sintió ira:
Si hay problemas con Iván, hablemos directamente. Los documentos están en regla. Y si necesita apoyo psicológico o refuerzo, me implicaré personalmente. Pero no juzgue a nuestra familia sin conocerla.
La profesora parpadeó, sorprendida, antes de asentir:
De acuerdo Veremos cómo evoluciona.
De vuelta a casa, Ana caminó junto a Iván; el viento tiraba de sus capuchas. Sentía fatiga, pero ya no dudaba: no había marcha atrás.
Esa noche, después del té, Iván cortó el pan sin que se lo pidieran. La cocina se llenó de un calor acogedorno de la lámpara, sino de la certeza de que allí nadie los juzgaría. Ana vio que el niño ya no evitaba su mirada; incluso la observaba de reojo, como esperando algo. Sonrió y preguntó:
¿Quieres el té con limón?
Iván se encogió de hombros, pero esta vez sostuvo la mirada. Tras la cena, no le apresuró con los deberesfregaron juntos los platos, y en ese gesto cotidiano nació la sensación de complicidad. La tensión de las primeras semanas comenzaba a disiparse.
Más tarde, en su habitación, Iván se acercó con un ejercicio de matemáticas







