Esta valla es el único lugar que no me rechaza. A veces siento que me he encariñado…

Life Lessons

**Día 23 de octubre**

Esta valla oxidada es el único sitio que no me echa. A veces siento que me he apegado a ella como si fuera mi hogar. La gente pasa junto a mí: unos deprisa, otros despacio, pero casi nadie se detiene.

“Ya no cuento los días. Si todos son iguales, si todo empieza y termina de la misma manera, los números pierden sentido. Aquí, junto a esta valla, la mañana solo se distingue de la tarde por cómo cae la luz. La lluvia y el viento se han vuelto tan habituales como el hambre y el silencio. Y, sin embargo, no me voy. Esta valla es lo único que no me rechaza. A veces creo que me he encariñado con ella como antes con mi casa. Pero quizá sigo esperando ¿A qué? No lo sé.”

Me sentaba en esa estrecha franja de tierra entre la valla tambaleante y la acera. Mi pelaje se había enmarañado, sin brillo, y el barro se mezclaba con el agua bajo mis patas. La lluvia caía lentamente sobre los hierros oxidados. La gente pasaba: unos con prisa, otros despacio, pero casi nadie reparaba en mí. Si acaso, me miraban un instante, con mirada cansada o indiferente. Para ellos solo era un perro más abandonado en la calle.

Pero yo recordaba otro mundo. Un mundo donde las mañanas empezaban con el olor del pan recién hecho. Una cocina pequeña, donde me revolvía entre sus pies, intentando alcanzar la mesa. El calor del fogón en invierno y la risa de la señora cuando tropezaba conmigo. La mano suave que me acariciaba la cabeza sin más.

Todo cambió poco a poco. Primero fueron miradas frías, distantes. Luego, un plato que quedaba vacío cada vez más a menudo. Gritos, palabras duras, empujones. Y un día, me encontré al otro lado de la puerta. Sin despedida, sin explicación. Simplemente, se cerró, y yo me quedé fuera.

“Pensé que era un error. Creí que pronto me llamarían. Pero la puerta no volvió a abrirse.”

La calle fue mi escuela, donde las lecciones se aprendían a golpes y rasguños. Aprendí a esconderme de los palos, a esquivar las piedras, a buscar migas en las puertas de las tiendas. A veces lograba robar un trozo de pan o que algún alma caritativa me diera un hueso. Pero incluso cuando alguien me miraba, siempre esperaba: “¿Será esta la persona que diga: ‘Vamos a casa’?”

Ese día hacía frío y humedad. Llovía desde el amanecer, el viento arrancaba hojas de los árboles. Me quedé acurrucado, sintiendo cómo el frío me calaba hasta los huesos. Entonces oí unos pasos. Una mujer, envuelta en un viejo abrigo, caminaba lentamente, como si no supiera adónde iba. Al verme, se detuvo.

Dios mío pequeñín, ¿quién te ha hecho esto? susurró.

“Me miras diferente. No como los que pasan de largo. Tus ojos son cálidos, como los de aquella mujer a la que llamé dueña alguna vez.”

Se arrodilló junto a mí, pero no me tocó enseguida. Sacó un trozo de pan y chorizo de su bolsa.
Toma, come.

Avancé con cautela, como si el suelo pudiera desaparecer bajo mis patas. Cogí la comida y la masticué despacio, saboreando cada bocado, temiendo que se esfumara. Ella no me apuró, solo me observó en silencio.
Vamos dijo en un susurro. Dentro hace calor. Y nadie te hará daño nunca más.

“Me llamas ¿Pero puedo confiar? ¿Y si mañana la puerta se cierra otra vez?”

Aun así, la seguí. La verja chirrió al entrar en un pequeño patio. La valla vieja y descascarillada, el manzano con sus ramas desnudas. La casa olía a sopa y pan recién hecho. Ese aroma me golpeó con tanta fuerza que me quedé paralizado en el umbral. Ella extendió una manta vieja en el suelo, puso un cuenco con agua fresca y otro con avena caliente.
Este es tu hogar dijo, acariciándome suavemente la cabeza.

Casi dormí toda la noche. Me tumbé, escuchando sus pasos por la casa, el crujido del suelo, el tintineo de los platos en la cocina. Vino varias veces a arroparme y susurró:
Estás en casa, ¿lo sabes?

“En casa Cuánto temí no volver a oír esa palabra.”

Los días fueron distintos desde entonces. La esperaba en la puerta, llevándole la pelota vieja y descolorida. Me echaba a su lado mientras tomaba el té, escuchando su voz aunque no entendiera las palabras. Mi pelaje recuperó su suavidad, mis ojos su brillo.

A veces, al pasar junto a aquella valla, me detenía. Miraba al vacío, como si aún viera sentado allí a mi antiguo yo: mojado, hambriento, perdido. Ella se acercaba, me ponía la mano en el cuello y decía:
Vamos a casa.

“Sí ahora sé dónde está.”

**Lección:** A veces, el hogar no es un lugar, sino una persona que te elige sin condiciones. Y aunque la vida te rompa, siempre hay alguien dispuesto a juntar los pedazos.

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