Es imposible prepararse para el vacío

Life Lessons

Imposible prepararse para el vacío

Nunca pensé que me divorciaría por segunda vez. Tras el segundo divorcio, estaba agotado, no solo emocionalmente, sino físicamente. No quería a nadie cerca. Me encerré en mí mismo, vestía vaqueros viejos, no me afeitaba, y me dejaba llevar adrede, para que nadie pensara que estaba abierto a nuevos encuentros. Creía que el amor era una enfermedad de la que ya me había curado.

Entonces apareció ella.

Nos conocimos por casualidad, en el cumpleaños de un amigo común. Recuerdo que al principio apenas le presté atención. Se reía de algún chiste, se apartaba un mechón de pelo y tenía esa mirada, viva, atenta, un poco irónica. Cuando empezamos a hablar, entendí que no era solo una mujer guapa, sino alguien que veía más allá. Hacía preguntas, escuchaba de verdad, no por cortesía.

Aquel día hablamos hasta el amanecer. Fue la primera vez en mucho tiempo que reí de corazón. Y esa misma noche supe que algo en mí había cambiado.

Desde entonces, no nos separamos. Al año nos casamos. Diecisiete años juntos, cada uno con sentido. No era solo mi esposa, era mi brújula, mi mejor amiga, mi conciencia. Sabía aliviar la tensión con un chiste o abrazarme de tal forma que todo parecía estar en calma.

Se llamaba Lucía.

Amaba la vida en los detalles: el café de la mañana en el jardín, las películas en blanco y negro, el olor del pan recién horneado, que hacía “porque sí”. Siempre decía: “La felicidad no hay que inventarla, hay que saber verla”.

Cuando los médicos le dieron el diagnóstico, los dos guardamos silencio. Ella me apretó la mano y dijo:
No vamos a llorar ahora, ¿vale? Ya habrá tiempo, si hace falta.

Dieciocho meses de lucha. Quimioterapia, hospitales, debilidad, dolor, pero ella nunca se rindió. Incluso cuando perdió el pelo, bromeaba diciendo que al menos ahorraba tiempo en peinarse. Su fuerza era admirable, y a la vez me asustaba, porque la veía desvanecerse y no podía hacer nada.

Hace tres meses que se fue.

El mundo se quedó en silencio. Demasiado. En nuestra casa todo sigue igual: su taza en la mesa, su manta favorita en el sofá, un libro con la marca a mitad de página. Y yo, en medio de todo, como en una película en pausa.

Nuestro hijo me salva. Tiene dieciséis años. Es mi sostén. No sé qué haría sin él. Ahora estamos más unidos que nunca. Hablamos de ella, no como alguien ausente, sino como quien está “en algún lugar cerca”. Dice:
Papá, a mamá le habría encantado cómo haces la pasta.
Y sonrío. Porque fue ella quien me enseñó a cocinar, diciendo: “Un hombre de verdad sabe hacer el desayuno y dar un buen abrazo”.

Cuando supe que el final se acercaba, intenté prepararme. Imaginaba escenarios: ir solo al supermercado, celebrar las fiestas sin ella, acostarme en una cama vacía. Creía que si lo pensaba antes, dolería menos. Pero nada te prepara para la realidad.

Porque el dolor no viene de las grandes pérdidas, sino de los pequeños detalles.

Los domingos veíamos *Antena 3 Noticias*. Era nuestra tradición. Apostábamos, discutíamos, nos reíamos. Ahora aún pongo el mismo programa. Me siento en el mismo sofá. Pero a mi lado solo hay silencio. Cuando alguien en la pantalla dice algo impactante, instintivamente giro la cabeza para mirarla. Pero no está. Y en ese momento, un vacío me ahoga y solo quiero gritar.

Intento mantenerme fuerte. Hago el desayuno, limpio, voy al cine con mi hijo. Hasta hemos plantado sus flores favoritas en el jardín. Pero cada noche, al apagar la luz, llega lo más duro. Puedes abrazar almohadas todo lo que quieras, pero no huelen a amor.

Aun así, estoy agradecido. Porque tuve la suerte de conocer a alguien así. Diecisiete años a su lado son más de lo que muchos tienen en toda una vida. Me dejó un pedazo de sí misma: en sus palabras, en mis hábitos, en nuestro hijo.

A veces siento que sigue aquí. En el ruido de las páginas al pasar, en el silbido de la tetera, en la luz que entra por la ventana justo como a ella le gustaba.

Sé que algún día volveré a reír sin amargura. Pero por ahora, solo aprendo a vivir de nuevo, no sin ella, sino con ella en mi memoria.

Porque el amor no desaparece cuando el cuerpo calla. Solo cambia de forma y se convierte en una luz tenue que guía a través de la oscuridad.

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