«¡Eres un monstruo, mamá! ¡Gente como tú no debería tener hijos!» Leonor seguía estudiando, pero una noche salió con sus amigas a una discoteca y allí conoció a Ricardo. Madrileño, guapo, sus padres estaban en el extranjero por trabajo un año. Se enamoró perdidamente y pronto se fue a vivir con él.
Vivían como reyes, con el dinero que les mandaban sus familias. Salían de fiesta cada noche o la montaban en casa. Al principio, Leonor disfrutaba de esa vida. Pero sin darse cuenta, acabó endeudada, faltando a clase y suspendiendo los exámenes de invierno. Estaba a punto de ser expulsada.
Prometió cambiar y recuperar las asignaciones. Se encerró con los libros. Cuando los amigos de Ricardo llegaban, ella se escondía en el baño. Aprobó por los pelos, pero intentó convencer a Ricardo de calmarse. Estaba en el último año, a punto de terminar la carrera.
«No exageres, Leonor. Solo se vive una vez. La juventud pasa rápido. Si no es ahora, ¿cuándo nos divertiremos?», respondió él, sin preocuparse.
Le daba vergüenza contarle a su madre que vivían juntos sin estar casados. Cuando llamaba a casa, mentía, diciendo que ya se habían casado por lo civil y que harían la fiesta cuando volvieran sus suegros.
Un día, Leonor se mareó en clase. Náuseas, vértigo. Horrorizada, sospechó lo peor. El test de embarazo confirmó sus temores.
Como era pronto, Ricardo insistió en que abortara. Discutieron como nunca, y él desapareció dos días. Cuando volvió, no estaba solo. Traía a una rubia borracha, tambaleándose. Leonor, exhausta, gritó y trató de echarla.
«Ella no se va a ninguna parte. Si no te gusta, lárgate tú, histérica», le espetó, dándole un golpe.
Agarró su abrigo y huyó. Llegó a la residencia universitaria, con el rostro hinchado y el rímel corrido. La portera la dejó entrar.
Al día siguiente, Ricardo apareció, pidiendo perdón, jurando no tocarla nunca más. Leonor cedió. Por el bebé.
Terminó el primer año por los pelos. Temía volver a casa. ¿Qué diría su madre? Pero quedarse en Madrid también le daba miedo. Los padres de Ricardo estaban por regresar, y ella, embarazada, ya no era la misma.
Cuando sus suegros llegaron y supieron que Leonor era de pueblo y que apenas pasaba de curso, el padre de Ricardo la llamó aparte. Le ofreció dinero para que se fuera.
«Piénsalo, ¿qué clase de padre sería él? Solo piensa en juergas. ¿Y quién dice que el niño es suyo? Toma el dinero y vete. Créeme, es lo mejor».
Leonor se sintió humillada. Ricardo no la defendió, se quedó callado. Rechazó el dinero, aunque luego se arrepintió. Hizo su maleta y volvió con su madre.
Al verla en la puerta con la barriga, su madre lo entendió todo.
«¿Viniste sola? Por lo visto, no te casaste. El madrileño se divirtió y te echó. ¿Te dio algo de dinero?», preguntó, sin dejarla entrar.
«Mamá, ¿cómo puedes? No quiero su dinero».
«¿Entonces para qué viniste? Apenas cabemos las dos aquí. Pensé que habías tenido suerte, casada con un madrileño. Pero vuelves embarazada. ¿Dónde nos metemos? ¿Y con un niño?».
«¿Nos?», preguntó Leonor, confundida.
«Mientras estabas fuera, conseguí novio. Aún soy joven, merezco ser feliz. Te crié sola, nunca pensé en mí. Ahora quiero vivir. Él es más joven. No quiero que te mire».
«¿Adónde voy, mamá? ¿El bebé nacerá pronto?», susurró, conteniendo las lágrimas.
«Vuelve con el padre. Que te mantenga él».
Su madre fue implacable. Leonor no vio compasión en sus ojos. Antes ya eran frías; ahora, parecían extrañas.
Tomó su maleta y se fue. Se sentó en un banco y lloró. ¿Adónde iría? Si ni su madre la quería, ¿quién la recibiría? Hasta pensó en tirarse a un coche, pero el bebé se movió, como advirtiéndole. No tuvo valor.
«¿Leonor?». Era Sofía, una antigua compañera de escuela. Al verla embarazada y llorando, la llevó a su casa.
«Quédate conmigo. Mis padres están en el pueblo hasta el otoño. Después, veremos».
Leonor aceptó. No tenía opción.
Sofía trabajaba en un hospital. Dos días después, llegó emocionada: una anciana necesitaba cuidadora. Su hija no quería llevársela.
«No le dije que estás embarazada. Es tu oportunidad».
Leonor dudó. ¿Cómo cuidaría a una anciana y a un bebé? Pero aceptó, desesperada por un techo.
La hija, arrogante, accedió sin pagarle: «Te quedas con su pensión. Pero la casa es mía, no te la quedes».
Así, Leonor cuidó a Doña Carmen, contándole su vida. Cuando nació Matilde, la anciana hasta ayudaba a calmarla.
Pasó el tiempo. Matilde empezó a caminar, pero Doña Carmen empeoró y murió. La hija solo apareció para el funeral.
«Ya te avisé que la casa no era tuya».
Al revisar los papeles, encontraron un testamento: Leonor heredaba el piso. La hija amenazó con denunciar, pero los vecinos testificaron su dedicación.
Con un hogar estable, Leonor trabajó y crió a Matilde. Años después, su madre reapareció, diciendo estar enferma y haber vendido su casa. Leonor, compadecida, la acogió.
Hasta que un día la oyó al teléfono: «No me oye Ahorro de la renta Pronto estaré ahí».
Era mentira. Nunca vendió el piso, solo lo alquilaba para mantener a un amante.
«¡Mamá! ¡Eres un monstruo! ¡Otra vez me mentiste!».
«Espera, no es lo que piensas».
«No quiero excusas. Cuando vuelva, quiero que te hayas ido».
Sofía la consoló: «Los padres no se eligen. Se equivocó, pero es tu madre».
Leonor cedió, pero su madre ya se había ido. Años después, cuando enfermó de verdad, Leonor la cuidó hasta el final.
El odio solo engendra odio. Si una madre no ama a su hija, ¿qué amor puede esperar? Pero su madre…