Encender la chispa de una niña

Life Lessons

**Diario de un hombre**

Hoy recordé una conversación que tuve con mi hermana Lucía hace unos años. Le decía:

¿No has pensado, Lucía, que cuando todo es complicado, hay que buscar soluciones simples? Las más sencillas, a las que nosotras, las mujeres, no llegamos porque lo vemos como debilidad.

¿Qué soluciones simples? suspiró ella. ¿Pedirle ayuda a mi exmarido? O me ignora o me da un sermón sobre mi incompetencia.

De eso hablo, de pedir. Pero no como lo haces tú, desde la posición de una jefa que asigna tareas. Para nosotras, fuertes e independientes, pedir y eso de «actuar como una niña débil» no tiene valor. Nos parece humillante. Y no entendemos algo crucial: los hombres, en realidad, necesitan eso.

Lucía puso los ojos en blanco. ¿Alejandro necesitaba sus súplicas? Vamos, por favor. Doña Carmen no lo conocía bien. Si algo deseaba él, era que lo dejaran en paz. Él llevaba dinero a casa, cumplía con su deber principal y, en su opinión, único.

***

Ahora, tres años después del divorcio, Lucía veía su relación con otros ojos. Los problemas eran evidentes desde el principio, pero nadie quiso admitirlo.

Se conocieron en una fiesta: Lucía, el alma de la reunión, con chispa en la mirada; Alejandro, alto, con una sonrisa encantadora, recién ascendido en su trabajo. Él veía en ella una compañera hermosa e inteligente; ella, en él, un apoyo seguro. La boda fue de cuento, la que todos llaman «un sueño hecho realidad».

Pero el sueño se convirtió en rutina y en la incapacidad de hablar de sus conflictos.

Lucía creció en un hogar donde el amor se medía por las tareas cumplidas. Su madre, sola tras la marcha de su padre, lo hacía todo: trabajar, mantener la casa, criar a su hija. Su lema era: «Confía solo en ti. Los hombres vienen y van, pero tu independencia es tu fortaleza». Lucía construyó esa fortaleza desde joven: cocinaba sola, arreglaba enchufes, eligió su carrera. Creció con un anhelo oculto: encontrar a alguien en quien apoyarse. Soñaba con una relación donde pudiera ser frágil sin miedo. Lo que esperaba del matrimonio era simple y complejo: seguridad emocional.

Alejandro creció en una familia tradicional. Su padre, el proveedor, su palabra era ley. Su madre, la cuidadora del hogar, resolvía todo sin cuestionar. Los problemas se solucionaban así: ella informaba, él pagaba o usaba sus contactos. Nadie negociaba. Alejandro aprendió un solo modelo: el hombre trae el dinero y el estatus, lo demás no es su responsabilidad. En el matrimonio buscaba comodidad: casa limpia, comida hecha, una esposa bonita y problemas que no lo molestaran.

Nunca hablaron de esto. Desde el primer día, Alejandro vio en Lucía a esa mujer fuerte que no lo agobiaría con detalles. Ella vio en él al hombre confiable que sería su apoyo. Hablaban idiomas distintos sin saberlo. Discutían el país para la luna de miel, los nombres de sus hijos, el estilo de la casa. Pero nunca preguntaron: «¿Cómo resolveremos los problemas cuando lleguen?» o «¿Cómo repartiremos las tareas?».

Nadie quería arruinar la magia. Lucía temía parecer débil si expresaba sus expectativas. Alejandro daba por hecho que todo sería como en su familia. Navegaban hacia el mismo horizonte, pero veían continentes diferentes.

Cuando nació su hijo Pablo, Lucía, siguiendo el ejemplo de su madre, lo cargó todo: trabajo remoto, noches en vela, consultas médicas. Alejandro existía en paralelo. Se hundía en el trabajo, en casa descansaba en el sofá. Su participación se limitaba a «¿Qué hay de cenar?» y algún juego ocasional con Pablo si el niño estaba de buen humor.

Una noche, Pablo tuvo fiebre alta. Lucía, desesperada, despertó a Alejandro:

Ayúdame, no sé qué hacer. ¿Llamamos a urgencias?

Él, sin abrir los ojos, murmuró:

Eres su madre, resuélvelo. No me molestes, mañana tengo reunión importante.

Esa noche, meciendo a su hijo entre lágrimas, Lucía entendió que estaba sola.

Después vinieron más cosas. Pequeñas, como en cualquier matrimonio. Alejandro priorizaba sus necesidades; Lucía llevaba la contabilidad de sus resentimientos. Una vez, él faltó al festival de Pablo en el jardín de infancia. El niño, de tres años, había aprendido su primer poema. Lucía le pidió a Alejandro que reservara la mañana. «Claro, cariño», dijo él. Pero esa mañana, mientras Lucía le ponía la corbata a Pablo, sonó el teléfono:

Lo siento, un cliente urgente. Grábalo, lo veré luego.

El «luego» nunca llegó. Para Alejandro, era un imprevisto laboral. Para Lucía, otro clavo en el ataúd de su matrimonio.

En invierno, con gripe y fiebre, Lucía le pidió a Alejandro que comprara leche, pan y medicinas. Él aceptó. Regresó a las nueve con una botella de vino caro y chocolates para su secretaria. «Se me olvidó lo otro. Tú sabrás arreglártelas». Esa noche, viendo la botella, Lucía supo que no solo estaba cansada, sino muriendo en un vacío emocional.

Se fue de golpe. Con una calma helada que escondía años de agotamiento. Mientras Alejandro viajaba, empacó y se marchó. Le escribió: «Basta. Cansada de cargar sola. Pablo y yo viviremos aparte».

Para Alejandro fue un golpe bajo. No entendía. ¡Él mantenía a la familia! ¿Qué más quería? Su resentimiento era tan grande como el agotamiento de ella.

***

Al principio, Lucía se fue a casa de su madre. Luego encontró otro trabajo, alquiló un piso pequeño. Se apuntó al gimnasio para liberar estrés. Poco a poco, volvió a sentirse viva. Pero había un problema que ni la fuerza de voluntad ni los hobbies resolvían: la falta de dinero. Criar a un hijo, incluso con la pensión, era caro.

Un día, tomando café con una compañera, Lucía repitió su queja:

Todo lo hago sola, el dinero no alcanza, los problemas de Pablo son solo míos

Su compañera, más sabia y con nietos, le dio un consejo:

Eres fuerte, Lucía. Pero hasta los atletas necesitan apoyo. Deja de cargar todo tú. Las soluciones simples funcionan. ¿Sabes eso de «actuar como una niña»?

A veces no hay que exigir, sino pedir bien, para que el otro quiera ayudar.

¿En serio? ¿Alejandro necesita que me queje?

No quejarte, sino mostrar que no puedes sola. Para ellos, esa vulnerabilidad no es debilidad. Es importante. Les da lo que necesitan: sentirse útiles, poderosos, masculinos. Y eso les hace crecer. Les das la oportunidad de ser héroes.

Suena bonito, pero no me lo creo dijo Lucía. Alejandro dirá que manipulo.

Es como cuando esperamos un cumplido. Algunos hombres lo ven como manipulación. Pero a nosotras nos encanta, ¿no? Nos hace sentir seguras, femeninas. Ellos también «derriten» cuando les hacemos sentir importantes. Es el lenguaje del amor. Inténtalo. ¿Por qué asumes sola la educación de Pablo? Alejandro es su padre.

En el papel, sí. Pero tiene sentido. Buscaré el momento.

***

La oportunidad llegó cuando, antes de primaria, Pablo tuvo problemas de habla. Necesitaba un logopeda. Lucía escribió a Alejandro. Sin reproches, solo hechos:

«Hola. En el colegio detectaron que Pablo no pronuncia bien ciertos sonidos. Sin ayuda, tendrá dificultades en lectura y escritura. ¿Qué hacemos?».

Alejandro se puso nervioso: «No sé ¿seg

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