¿Sabes? Hoy me acordé de aquel día en que todo quedó en silencio, tan denso que al principio ni siquiera supe qué me había despertado. No sonó el despertador, ni la cafetera, ni el agua de la ducha. Sólo el zumbido constante del frigorífico y el lejano rugido de Madrid a través de la ventana.
Yo estaba tirado en la cama, escuchando ese vacío. Ayer la casa aún estaba llena de vida: el crujido de la madera bajo los pasos rápidos de María, el susurro de las páginas del libro que leía en su sillón, el molesto rasguño de las uñas de nuestra gata Mia contra el sofá. Ahora Mia se fue con ella, y el sofá está vacío, como si nunca hubiéramos vivido allí.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue coger el móvil y mandar a alguien: ¡Quedamos en el bar de la plaza, ya! para bajar todo el peso en unas copas de vino y desahogarme con los colegas. Contarles cómo es ella No, ni siquiera me dejé pensar en eso. Otro impulso, más bajo, era buscar a cualquiera, aunque fuera por una noche, para llenar ese hueco que ahora me aplasta. Un camino fácil, tentador, de autodestrucción.
En vez de eso, me levanté, fui a la cocina y puse a hervir la tetera. Mientras esperaba, mis ojos cayeron en la percha del pasillo, donde seguía colgando la bufanda de lana que María adoraba. «El hacha en la cabeza», recordé entonces un artículo que había leído justo cuando la desesperación me alcanzó.
«Vale, tío, es hora de sacar esa hacha», me dije en silencio.
Empecé con cosas pequeñas. Recogí todo lo que ella dejó: la bufanda, el libro que había olvidado, la tinta seca, la taza con gatitos. Lo puse todo en una caja de cartón y, sin tiritar ni romper nada como pedía el resentimiento, lo empaqué con cuidado y lo llevé al trastero. Después lo devolveré, sin escándalos ni reproches. Luego lavé la ropa de cama, dejando que el aroma de su perfume se evaporara. Borré las fotos que teníamos en el móvil y vacié la papelera. Cada gesto era como arrancar una venda sucia de una herida. Doloroso, pero necesario.
El tiempo siguiente se volvió un peso inmenso sobre mis hombros. El tiempo que antes gastábamos en cenas, en el cine, en esas conversaciones sin sentido pero tan dulces, ahora me golpeaba. Necesitaba llenarlo, no con alcohol ni con lástima, sino conmigo mismo.
Me apunté al gimnasio. Los primeros entrenamientos fueron un infierno; me lo pasaba hasta el vómito, descargando en las máquinas toda mi rabia, mi decepción y el dolor. Las gotas de sudor en el piso de goma parecían lágrimas. Pero semana a semana el cuerpo se hacía más fuerte y la mente más tranquila.
También me inscribí en clases de italiano, ese sueño que siempre dejábamos para después. Ahora iba solo. Las estructuras gramaticales complicadas empujaban fuera esos pensamientos obsesivos. Incluso hice un viaje a Valencia, a ese pueblito costero que María nunca quiso visitar. Sentado en el paseo al atardecer, sentí por primera vez en meses una melancolía ligera, casi una chispa de libertad.
Claro que hubo días duros. Por la noche me despertaban recuerdos: su risa, la forma en que inclinaba la cabeza, o esas discusiones tontas. No los empujaba lejos; los dejaba pasar, como decía el artículo, dejándolos fluir y disiparse como olas. Algunas veces subía al coche, me escapaba fuera de la ciudad, subía a una colina desierta y gritaba hasta quedarme sin voz, buscando esa calma deseada.
Una tarde, al hurgar entre papeles viejos, encontré nuestra foto de boda. Esperaba un ataque de ira o nostalgia, pero sólo vi a dos personas felices, sin saber nada, y pensé: «Sí, eso fue. Fue bonito. Y ya terminó».
No sentí rencor ni el deseo de volver atrás. Sólo una nostalgia ligera y la certeza de que ese capítulo ya estaba cerrado.
Esa noche salí con los amigos. Reímos, hablamos de noticias, planeamos cosas. Me di cuenta de que, por primera vez, no pensé en María durante toda la velada. Estaba aquí, ahora, completo, aunque con una cicatriz en el alma que ya empezaba a sanar.
Me miré en la ventana de una cafetería: más firme, sereno, con la mirada clara. Hace mucho que no me veía así. Tal vez nunca lo haré de nuevo.
El «hacha» salió, la herida cicatrizó. Y por fin estaba listo para seguir adelante, sin cargas del pasado, ligero. Mi vida, esa que siempre había soñado, empezaba de verdad.
De repente, un olor horrible me golpeó la nariz. No supe qué pasaba. La habitación se volvió turbia, como sacada de una niebla. Estaba tirado en el sofá, con manchas extrañas bajo la ropa.
Intenté levantarme y el mundo se inclinó. La cabeza me latía. Miré a mi alrededor y una ola helada de terror me recorrió el cuerpo.
No era el hogar luminoso y limpio del sueño; era un piso de alquiler en ruinas. Botellas vacías de cerveza y whisky, como soldados caídos, cubrían el suelo. En la mesa, un cenicero lleno de colillas. Ropa sucia amontonada, y la tele mostraba el título de algún programa nocturno.
Con mucho esfuerzo, me arrastré al baño, agarrándome a los azulejos. La luz del espejo me cegó y allí estaba: un hombre desaliñado, sin afeitar, con la cara hinchada y los ojos rojos, lleno de vergüenza. Era yo, Javier.
Esa claridad y fuerza que había sentido en el sueño se desvanecieron, dejándome con una resaca amarga y una resaca del alma aún peor.
Todo lo que había vivido: el guardado de cosas, el gimnasio, el italiano, el atardecer en el paseo fueron trucos de mi mente para huir de una realidad insoportable. Un escape que parecía durar una eternidad, pero que en realidad sólo duró una noche.
Me toqué la cara en el espejo. La piel era grasa, la barba rasposa. Ese era mi presente: un hombre caído que intentaba ahogar su dolor en alcohol barato y autoengaños.
El silencio en el piso volvió a ser ensordecedor, pero ahora era el silencio de un callejón sin salida, del tictac implacable del reloj que contaba cada minuto perdido.
Ese sueño no curó nada. Fue un espejo que me mostró mi verdadero rostro, tan repulsivo que me dio ganas de cerrar los ojos y huir. Pero ya no había a dónde huir.
Me quedé mirando a ese hombre en la camiseta sucia, al caos a mi alrededor. Un sabor desagradable en la boca, un vacío quemado en el pecho. El sueño era tan vívido, tan real y despertar fue brutal.
Agarré la primera botella vacía que encontré y la lancé con fuerza al cubo de basura. Se hizo añicos. Luego la segunda, la tercera. No grité, no lloré. Con rostro de piedra, comencé a limpiar el desorden que había convertido mi vida en un desastre.
Recogí todo el trasto, saqué bolsas de botellas y cristales rotos. Abrí la ventana de par en par, dejando que el aire frío y fresco entrara, arrancando el olor a alcohol y tristeza. Preparé un café negro fuerte, y mis manos temblaban.
Volví al espejo. La mirada seguía cansada, dolida, pero en lo profundo de esos ojos nublados, como un rayo de luz en un charco sucio, había una chispa. No de esperanza, sino de ira blanca, fría, contra mí mismo.
Cogí el móvil, busqué en los contactos y encontré el número de mi viejo compañero de clase, Alejandro, que hacía un mes me había ofrecido ayuda como psicólogo. Lo había guardado sin llamarle. Ahora marqué.
¿Alejandro? mi voz crujía como una puerta oxidada. Necesito tu ayuda.
Colgué y respiré hondo. El camino que me había aparecido en el sueño era un espejismo, pero mostraba la dirección. Entendí que para llegar a ese yo fuerte y limpio del sueño tendría que pasar por este infierno, pero en la vida real.
Y mi primer paso no fue al gimnasio ni a la escuela de italiano. Fue al duchazo. Lavarme el día de ayer. Despedirme de ese hombre sin afeitar, con la cara hinchada. Y empezar. Desde el principio. Mañana.







