Entendí entonces que la suegra estaba enferma, ocultaba el diagnóstico a todos y, al mismo tiempo, seguía preocupándose por su nuera. Incluso en ese momento pensaba en cómo garantizar a Cayetana estabilidad, futuro y protección. ¿Para qué vender la casa y los joyones si basta con pedir ayuda?
Pérez, necesito que al cliente vaya alguien en quien confíe plenamente. ¿A quién, sino a ti, le puedo encomendar esta misión? preguntó el director, mirando fijamente a la joven empleada.
Como digas, señor Sergio. No me opongo sonrió Cayetana y asintió.
La mayoría de los compañeros preferían quedarse en la oficina y evitaban los desplazamientos, pero Cayetana era distinta. Siempre miraba todo con optimismo, aceptaba cualquier tarea sin rechistar y nunca se quejaba. «Moverse es vivir», repetía cada vez que la enviaban a un cliente. No era mensajera, pero la petición del director no le parecía nada complicada. Además, los viajes tenían una bonificación: ¿por qué rechazarlos?
Ese día no fue la excepción. Aunque el encargo llegó casi al final de la jornada, Cayetana no perdió el ánimo. Pensó que podía pasar por la casa de su suegra, que estaba justo al lado de la dirección a la que la habían enviado. Podría ofrecerle dulces, servirle un té y contarle las novedades. Y la novedad era que, junto a su esposo Óliver, habían terminado la reforma del patio, preparándose para la llegada del primer hijo. Mientras el bebé no había nacido, Cayetana aguardaba con ilusión esas dos codiciadas pruebas en el test. Sonriendo para sí misma y tarareando, se dirigió al ascensor con bajo el brazo una carpeta de documentos para firmar.
Qué ingenua, ¿no? ¿Cree que así escalará? murmuraron los colegas, lanzándole miradas cargadas de significado.
No ocultaban sus comentarios, incluso alzaban la voz a propósito. Pero Cayetana no escuchaba. Las habladurías no le afectaban. No soñaba con ascender por los encargos; si había promoción, sólo la conseguiría por mérito y competencia demostrada.
Le va a costar la vida, tan confiada, como una diente de león bajo el sol.
Cayetana se quedó inmóvil un instante, quiso responder y cambió de opinión. ¿Para qué montar escándalos por nimiedades? Que piensen lo que quieran. Si su carácter no les agrada, esa es su problema. Estaba satisfecha consigo misma y con su vida. Su suavidad y su carácter afable le facilitaban la relación con los demás, evitando conflictos. Pero eso no la hacía débil; cuando hacía falta, sabía defenderse. En los chismes, en cambio, no se molestaba en responder.
Al terminar los trámites en la empresa del cliente, Cayetana entró a la pastelería, compró los típicos bizcochos de crema de su suegra y se encaminó al barrio residencial. No avisó de su visita; quería sorprenderla. Doña Carmen estaba siempre en casa a esa hora, y Cayetana tenía la certeza de que la mujer se alegraría. Su relación era cálida y de confianza. Cuando Óliver presentó a Cayetana a su madre, ésta la aceptó como una hija más. Regalos, cuidados y apoyo en los achaques familiares siempre estuvieron del lado de la suegra, que incluso se había hecho amiga de los padres de Cayetana. Una suegra así solo se puede envidiar. Cayetana sentía que podía hablar de cualquier cosa con ella, incluso de los secretos más íntimos. Claro, la madre no sustituyó a su propia madre, pero Doña Carmen se había convertido en alguien muy cercano.
Con los dulces en mano, Cayetana escribió a Óliver que se retrasaría y tomó la calle conocida. La casa de la suegra, antigua y robusta, construida por sus padres, se alzaba en una calle tranquila. La mujer había invitado a los jóvenes a mudarse allí en varias ocasiones, pero Cayetana dudaba: vivir en las afueras le resultaba incómodo para ir al trabajo. Soñaban con una vivienda más cercana al centro o en los suburbios, donde el aire fuera más puro. Eso quedaría para el futuro. Por ahora, lo importante era valorar lo que tenían. Una buena casa cuesta una fortuna, y el dinero todavía no habían juntado.
La puerta estaba abierta, al igual que la entrada. Desde la cocina se percibía el aroma apetitoso de la repostería recién horneada. Quizá la suegra estaba ventilando la casa o tenía visitas. Cayetana entró en silencio y escuchó voces apagadas.
No voy a reunir el dinero para la operación pronto. No quiero que los jóvenes se endeuden. Que vivan su vida, y yo me las ingeniaré. Me apuntaré a la lista de operaciones privadas y veremos qué pasa.
¡Anda, no puede ser! ¿Vamos a intentar recaudar fondos? ¿De verdad te vas a rendir? ¡Eres todavía joven! ¿Vas a quedarte de brazos cruzados mientras todo se empeora?
¿Qué se puede hacer? Lo que el destino decida, será. Lo único que quiero es arreglar el asunto de la herencia. He pensado en donar la casa a Cayetana. Con Óliver todo va bien, pero los hombres son inestables. Yo también creí que viviría con mi marido toda la vida y él me dejó con el niño en la calle. ¿Recuerdas cómo sobreviví entonces? No quiero que Cayetana pase lo mismo. Sus padres la ayudarán, pero yo también quiero dejarle un apoyo. Daré la casa y les pasaré los adornos familiares. Cuando el bebé nazca, que sepa que tiene su propio rincón. Por mi hijo estoy tranquila, él se las arreglará. Pero ofender a una mujer es fácil. No quiero pensar en lo malo, prefiero prevenir. Quiero que ella esté protegida.
Las lágrimas le asaltaron los ojos. El corazón se le encogió. Cayetana comprendió que la suegra estaba enferma, ocultaba el diagnóstico y, sin embargo, seguía velando por su nuera. Pensó en cómo asegurarle estabilidad, futuro y defensa, y se preguntó por qué vender la casa y los joyones cuando bastaba con pedir ayuda. ¿Por qué no mudarse con ellos? ¡Podrían haberlo pensado y haberlo superado juntos! La mente bullía, los pensamientos se enredaban. No recordaba cómo salió de la casa ni cómo llegó al cruce; la confusión la embotaba. Cada respiración era dura, como si un anillo pesado oprimiera su pecho. No quería asustar a Óliver sin saber la gravedad de la enfermedad, pero permanecer en la ignorancia también era insoportable.
Al caminar por la estrecha calle, se topó con Elena Borja, la amiga de Doña Carmen con la que había hablado en la casa. La mujer iba hacia la parada, cabizbaja, cargando en sus hombros el peso del mundo. Cayetana se acercó, sin disimular la inquietud, y le pidió que le contara la verdad. Elena vaciló al principio, pero al ver la sincera preocupación en los ojos de la joven, se abrió. Prometió no contar a nadie, sobre todo a su amiga. Cayetana supo todo: diagnóstico, plazos, coste de la operación y la larga lista de espera. Todo dependía de la rapidez; cuanto antes iniciara el tratamiento, mayores serían las posibilidades de curación.
En casa Cayetana informó a Óliver. Él se quedó pálido, inmóvil, y luego se levantó de un salto. Esa misma noche llamó a los amigos, pidió préstamos y buscó soluciones. Al día siguiente fueron juntos al banco, solicitando créditos. Cayetana habló con sus padres, que sin dudarlo ofrecieron ayuda. Elena Borja también se puso en marcha: recorrió a sus conocidos, explicó la situación y recaudó lo que pudo. En una semana un plazo increíblemente corto lograron reunir la suma necesaria. Algunos dieron el dinero sin esperar devolución, otros dijeron: «No lo devuelvas, lo importante es que viva». Doña Carmen llamó a Cayetana para organizar la donación de la casa. No sospechaba que la conversación acabaría por otro lado.
Cayetana llegó acompañada de Óliver y Elena Borja. Entregaron a la suegra un sobre con el dinero completo para la operación. La mujer, entre la amiga y los billetes, estalló en llanto.
Te había pedido que no lo dijeras a nadie
¿Y yo qué, he difundido la noticia por todo el barrio? replicó Elena, enfadada. ¡Esta nuera me pilló en la parada! ¡Lo escuchó todo y no se rinde! ¡Somos amigas de toda la vida! ¿Cómo pude quedarme callada y dejar que te marcharas? El destino nos juntó a ti y a Cayetana ese día. Hemos reunido el dinero no estás sola, te queremos! No te castigues, ve al hospital y hazte la operación. No queremos perderte.
Doña Carmen sollozó como una niña. Óliver abrazó a su madre y le pidió que nunca más guardara secretos. «No sólo te afecta a ti», le dijo, «sino a toda la familia». Cayetana le reprochó suavemente: «¿Actuarías igual si Óliver y yo ocultáramos nuestra enfermedad?»
Somos una sola familia añadió ella. Lo más valioso es la vida, la salud, poder respirar, reír, vivir. Lo demás vendrá. No se preocupe. La operación será a tiempo y todo saldrá bien.
La operación fue un éxito. Los médicos dieron buen pronóstico; el riesgo pasó de largo. Cayetana acudía al hospital cada día: a veces con Óliver, a veces con su madre, a veces con Elena Borja. Días antes del alta, compartió la feliz noticia: estaba embarazada.
Recupérense pronto sonrió. Un nieto o una nieta está en camino. Nos toca ayudar a criar al pequeñito.
Doña Carmen quedó sorprendida. Comprendió cuán afortunado era su hijo con su esposa. Otras mujeres podrían haber permanecido indiferentes, pero Cayetana había luchado por su vida. Supo que los padres de Cayetana vendieron su garaje para aportar su parte y les estaba eternamente agradecida. La mujer soñaba con devolver ese favor con bondad. Cayetana ya no era solo una nuera; era como una hija.
Me siento muy afortunada de que Óliver haya elegido a alguien como tú le dijo, tomando su mano. Tu corazón es el más cálido que he conocido.
Cayetana reflexionaba sobre otro aspecto: las relaciones se sustentan en la reciprocidad. Si alguien se acerca con buen corazón, la relación florece. Pero si la suegra fuera fría, envidiosa y buscara humillar, ¿cómo podría ella responder? Ningún buen corazón soporta la negatividad constante.
Elena Borja insistió en formalizar la donación de la casa a Cayetana, «por si acaso». No dudaba de que Cayetana nunca la echaría de su casa mientras viviera. Ahora lo importante era recuperarse, ganar fuerza. Les esperaba una nueva etapa: la llegada del bebé y el futuro que estaban construyendo juntos.
Cayetana recordaba aquel día. Si no hubiera aceptado el desplazamiento, si no hubiera entrado en la casa de su suegra, ¿qué habría pasado? Tal vez el azar no exista; quizás cada paso nos lleva al destino al que debemos llegar.







