¿Sabes lo que estás haciendo? resonó la voz de la madre, convertida en un siseo. Le has traído dulces. Cada seis meses. ¡Qué padre tan atento! ¿Eso es todo lo que sabes hacer? Llegas, sueltas los caramelos y sigues tu camino, evadiendo tus obligaciones paternas. ¿Alguna vez te has preguntado cómo vivimos? ¿Has traído dinero? ¡Ni una sola vez! Solo apareces de vez en cuando, como una sombra, para que no se le olvide al niño papá. Un buen papá que entrega caramelos a una niña que pasa los días sola porque yo no puedo dejar el trabajo.
Nunca antes la madre había discutido con él frente a Almudena. Ahora Carmen hacía todo lo posible por que su hija no escuchara, pero las paredes
Doce metros cuadrados. En una esquina, un escritorio abarrotado de lápices, una figura de papel recortada torpemente y una pila de libros de texto abiertos al azar.
Era allí, en la habitación que Almudena compartía con sus juguetes, donde pasaba la mayor parte de sus noches en solitario. Tenía siete años, pero ya estaba habituada a la soledad, sobre todo al anochecer. En la escuela tenía compañeros, un colega de asiento, pero en casa la casa era ella.
Almudena se afanaba con la hoja de matemáticas. Los números le giraban ante los ojos, ya estaba cansada y no comprendía cómo resolverlos, pero debía terminar; entregar un cuaderno vacío no servía de nada y nadie podía ayudarla. No sabía a qué hora volvería Carmen ni si tendría tiempo.
Todo lo hacía ella misma: los deberes, la vuelta a casa atravesando dos patios donde el viento mecían los columpios de madera. El almuerzo consistía en recalentar la sopa de ayer en la cocina. Y entonces, la matemática.
Vale, cinco más tres ocho. Escribimos ocho murmuraba en voz alta, esforzándose.
Como si su madre estuviera a su lado, escuchó:
Eres grande, Almudeni. Aguanta.
Y Almudena aguantó, porque Carmen trabajaba de sol a sol. Siempre. Una madre que se esforzaba, que amaba, y que tan rara vez podía simplemente ser madre.
De pronto, a través de las delgadas paredes, se percibieron voces en el vestíbulo. Una disputa, al parecer Almudena se quedó inmóvil, el lápiz suspendido sobre el papel. Alguien se acercó a la puerta. La madre y alguien más.
Con la cautela que le caracterizaba, Almudena se deslizó hacia la puerta de su cuarto, la abrió ligeramente y asomó la cabeza hacia la penumbra del pasillo.
Entraron en el piso.
La escena que se desplegó ante sus ojos era familiar y extraña a la vez. Carmen, con el flequillo que siempre se peinaba por la mañana, estaba en la entrada. A su lado estaba el padre, Víctor.
Víctor, que hacía ya dos años no vivía con ellos, aquel hombre cuya brillante coche a veces aparecía en el patio, provocando en Carmen una mezcla de nerviosismo y una extraña esperanza. En los últimos seis meses Almudena había dejado de sentir que tenía papá.
En su mano, sobre el gris del hormigón de la escalera, lucía un paquete rojo.
Carmen colgó su chaqueta en el perchero. Víctor cerró la puerta de golpe.
¡Almudena! la llamó la madre con dulzura, aunque luego, sin rodeos, añadió, mirando al exmarido Tenemos visita.
Almudena salió vacilante, sin apartar la vista del paquete rojo. Víctor, al verla, sonrió de forma exagerada y empezó a susurrar:
¡Hola, princesa! dijo, tendiendo el paquete Toma, dulces. Los he buscado, seleccionado, ahorrado
Almudena tomó el paquete con cautela. Era bastante pesado. Bajo una fina lámina transparente se asomaban envoltorios brillantes. ¡Dulces! En casa, los dulces eran un regalo raro, casi una fiesta que ocurría cuando la abuela venía de visita o en un evento infantil.
Pero aquí había un paquete entero. Sin pensarlo, empezó a desenvolver un caramelo. Era su Osito favorito.
¡Gracias, papá! exclamó con la boca llena, mientras metía la mano de nuevo en el paquete.
Carmen observaba con una expresión que Almudena ya había aprendido a leer. No era aprobación, ni alegría, ni el deseo de volver a ver al exmarido. Era algo más complejo.
Víctor, vamos a la sala dijo Carmen.
Lo tomó del brazo y, sin prestar atención a Almudena, que seguía devorando caramelos sin masticar, lo condujo hacia el interior del piso.
Almudena, al sentir que su presencia ya no importaba, regresó a su habitación. Pero escuchó todo.
¿Sabes lo que haces? volvió a oír la voz de la madre, convertida en siseo Trajiste dulces. Cada seis meses. ¡Qué padre tan atento! ¿Eso es todo? ¿Llegas, sueltas los caramelos y te vuelves a tu vida sin responsabilidades? ¿Alguna vez te has puesto en nuestro sitio? ¿Has traído dinero? ¡Ni una! Solo apareces de vez en cuando para que no se le olvide al niño papá. Un buen papá que entrega caramelos a una niña que pasa los días sola porque yo no puedo dejar el trabajo.
Jamás antes la madre había puesto a prueba al padre delante de Almudena. Carmen intentaba todo para que la niña no oyera, pero las paredes
Carmen, bueno empezó Víctor, pero sus palabras se perdían en un murmullo que Almudena, con el oído pegado a la pared, no logró captar.
¡No, Carmen! interrumpió ella ¡Yo sigo pagando tu crédito! ¡Tu negocio ruinoso! ¿Recuerdas a quién estaba a nombre? ¡A mí! Y tú, por ahí, libre como el viento. ¿No quieres pagar tus deudas?
Un crujido inesperado resonó.
Pago lo que puedo susurró la voz del padre, apenas audible El dinero no brota de la nada. Ayudo con lo que tengo. Podría darles oro, si pudiera.
¿Ayudar? gritó Carmen ¿Traes dulces y eso es ayuda? Bien, supongamos que no tienes dinero. Vende el coche. Cancela el crédito.
¿Cómo vendo el coche si sin él no sobrevivo? Es mi único sustento. Sin él, ¿a dónde voy?
Si no puedes ayudar con dinero, al menos quédate a jugar con el niño.
Iría si tuviera tiempo, pero no lo tengo. Así es la vida.
Almudena, aferrada a la pared, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Tenía sólo siete años, pero ya comprendía. Comprendía que el padre se había ido. Que las deudas eran una sombra aterradora. Que el negocio del que tanto se jactaba ahora era una carga. Todo por culpa de su papá.
Los dulces en su mano ya no le sabían tan dulces. ¡Qué injusticia! Pero, ¿dónde se ve un mundo justo?
***
Años más tarde.
El paquete rojo y su amargo sabor.
La escena se repitió.
Solo que Almudena ya no era una niña de siete años. Tenía casi treinta, era una mujer adulta con una hija de tres años, Marta, que probablemente corría por el piso jugando a lo que ellas sólo ellas entendían.
Otra vez sonó el familiar golpe en la puerta. Y otra vez, el padre.
Esta vez, sin escándalo en la escalera. Carmen ya hacía tiempo que había saldado los créditos de Víctor. Carmen había criado a Almudena sola toda su vida. Víctor, al recibir una buena parte de la venta del viejo piso (cuando Carmen decidió, finalmente, vender la vivienda para mudarse a un piso más modesto, y él se quedó con una compensación de su parte), seguía apareciendo cada seis meses, lo cual ya no la emocionaba.
¡Hola, princesa! la sonrisa de Víctor era la misma de antes. En su mano llevaba ya no un paquete rojo, sino uno rosa brillante Traigo regalos a la nieta.
Almudena forzó una sonrisa.
Hola, papá. Pasa.
Quería decir otra cosa, pero mantenía una relación neutral con él.
Marta, al oír la voz desconocida, salió del cuarto de juegos. Al ver al abuelo que apenas recordaba, se mostró recelosa, pero su mirada quedó atrapada por el paquete rosa.
¿Qué es eso? preguntó a Almudena.
Es el abuelo, Marta. ¿No lo recuerdas? El año pasado te trajo una Barbie respondió Almudena El abuelo Víctor.
Víctor tendió el paquete a Marta.
¡Mira, chiquita! exclamó ¡Mira lo que tiene el abuelo!
Marta tomó el paquete. Dentro no había caramelos, sino juguetes de colores, figuras de colección que se regalaban en promociones. Un poco de chatarra, en realidad.
Papá, nunca cambias comentó Almudena Ni un ápice.
¿Por qué debería cambiar? Yo ya estoy bien sonrió, creyendo que le halagaba.
Almudena sabía que él nunca le había ayudado de verdad. No había dinero cuando necesitó pagar clases particulares para la universidad. No había apoyo cuando, de estudiante, trabajaba de noche para comprarse una chaqueta nueva. Su ayuda siempre se limitaba a regalos simbólicos.
Mira, estoy aquí Víctor se sentó en una silla que hacía tiempo necesitaba ser reemplazada Soy el padre de mi hijo.
Almudena se estremeció. Un hijo. Gabo. Hijo de su segunda esposa, nacido en 2002. Nunca lo había visto, solo en fotos, y no deseaba conocerlo.
Enhorabuena respondió brevemente ¿Quieres que solicite un préstamo para su boda?
Víctor se quedó sin palabras.
Quiero invitarte
No iré.
Vamos, Almudeni insistió Es familia. Gabo te llama. Sabe que existes. Ven al menos una hora. Te distraerás.
Quería gritarle, lanzarle una tabla de cortar, pero Almudena se contuvo ¿Por qué? ¿Por qué nunca le había dicho al padre quién era? Gabo, su supuesto hermano, tenía todo y siempre: el hijo consentido. ¿Y ella?
Vale dijo Iré.
***
La boda. Lujosa, algo que Almudena nunca pudo permitirse, porque con su marido apenas alcanzaban para pagar la hipoteca del modesto piso que habían adquirido. Se sentó en la mesa más alejada, destinada a colegas y a los primos lejanos. Vio a Gabo, a su esposa Marina, una joven delicada con un vestido blanco caro. Vio a Víctor, que toda la velada se empeñaba en agradar a los jóvenes.
Cuando llegó el momento de los brindis, Víctor se levantó. En vez de un paquete, llevaba un documento.
Queridos Gabo y Marina proclamó Hoy quiero desearos una feliz vida. Que el amor os proteja, que nunca olvidéis a vuestros padres. Y para que vuestra felicidad sea sin tormentas, os he preparado algo
Entregó a Gabo las llaves. Las llaves del apartamento.
La oscuridad cayó sobre los ojos de Almudena. Nunca había sentido una rabia tan profunda, como si todo el resentimiento acumulado se desbordara de una sola vez.
Un apartamento para su hermano, mientras ella tenía que trabajar sin cesar para pagar la hipoteca de su propio hogar, una vivienda a la que su madre había echado años de pagos por culpa del padre. Gabo, que siempre había tenido todo, criado en resorts y con regalos al por mayor.
Ahí tienes tu justicia murmuró.
Al salir, lanzó a su padre y a su nueva familia una mirada cargada de odio. En su cabeza resonó la frase venenosa: «¡Que sea su último día feliz!»
***
Un mes después.
Los rumores corrían entre los parientes, esos que siempre lo saben de todo. Gabo había sido asaltado en un callejón. Lo golpearon, lo dejaron inconsciente, sin poder caminar ni hablar. Sobrevivió, pero quedó postrado.
Víctor tuvo que contratar a una cuidadora. Marina estaba embarazada y no podía cargar peso, pero la gestación fue difícil y perdió al bebé al quinto mes. Víctor, desgarrado entre el hijo postrado y la nuera llorando, encontró consuelo solo en un vaso de vino.
Una tarde llegó a la puerta de Almudena, tambaleándose.
Venía a desahogar su alma.
Almudena escuchó, asintió, pero dentro solo sentía una morbosa satisfacción. «Disfruta, papá, de tu vida feliz».
No se adentró en los detalles de la vida posterior de Víctor. No le importó. Devolvió la deuda si es que se podía llamar deuda.
Pasó un tiempo.
Almudena decidió visitar la tumba de la abuela paterna, esa que siempre la había tratado mejor que su padre. Junto a la lápida vio una fosa fresca. Al lado, la tumba de Gabo.
Qué desgracia constató, sin emoción alguna. Ni tristeza, ni ira, ni compasión. Un vacío absoluto.
Ahora sabía que aquel hermano desconocido ya no existía.
Una vez más, el padre volvió, esta vez con una petición.
Almudeni la mirada del hombre, antes de cincuenta años, ahora parecía la de un abuelo ¿Me puedes prestar mil euros? Te los devolveré pronto.
¿Cuándo?
Cuando pueda
No tienes que devolverlos.
Almudena aceptó sin protestar. Le resultó incluso agradable ver su caída.
No volvió a verle. Los familiares le contaron que Víctor había vendido sus dos pisos, había invertido en una secta, había encontrado allí una especie de refugio. Su esposa, madre de Gabo, había regresado a su tierra natal. Almudena, por su parte, había conseguido una segunda vivienda para alquilar después de haber pagado la hipoteca con su marido. Vivía tranquilo. Y, de vez en cuando, cuando su mente volvía al pasado, al padre, a su familia, surgía la duda: ¿habría sido su propio deseo el que provocó todas esas desgracias?.







