El último deseo del recluso: un emotivo reencuentro con su perro que acabó en misterio – 3 minutos de lectura

Life Lessons

El último deseo del prisionero: un conmovedor reencuentro con su perro que terminó en misterio

Antes de que la sentencia definitiva, aquella que pondría fin a sus días, fuera pronunciada, solo pidió una cosa: ver a su pastor alemán por última vez. El reo aceptaba su destino con una calma resignada.

Doce largos años, amaneciendo cada día en la gélida celda B-17. Lo acusaban de haber arrebatado la vida a un hombre, y aunque jurado su inocencia, nadie le dio crédito. Al principio, luchó con denuedo, presentó recursos, buscó letrados, pero con el tiempo, dejó de batallar y solo aguardó el fallo.

Lo único que le atormentaba en todos esos años era su perra. No tenía más familia. Aquella pastor alemán no era un simple animal: era su compañera, su amiga, la única alma en quien confiaba. La encontró siendo un cachorro, temblando en un callejón de Madrid, y desde entonces, fueron inseparables.

Cuando el director de la prisión le entregó el formulario para solicitar su último deseo, el hombre no pidió un manjar, cigarros o un sacerdote, como solían hacer otros. Solo murmuró:

Quiero ver a mi perra. Una última vez.

Al principio, los carceleros sospecharon. ¿Sería alguna estratagema para fugarse? Pero el día señalado, antes de la sentencia, lo llevaron al patio. Bajo la vigilancia de los guardias, se reencontró con su fiel compañera.

Al verlo, la perra se zafó del arnés y corrió hacia él. En ese instante, el tiempo pareció detenerse.

Lo que ocurrió después dejó a todos estupefactos. Los guardianes no sabían cómo reaccionar.

La perra, liberándose del agente que la sujetaba, se abalanzó sobre su dueño con tal ímpetu que parecía querer borrar doce años de separación en un abrazo.

Chocó contra su pecho, derribándolo, y por primera vez en años, el preso no sintió el frío de los barrotes ni el peso de las cadenas. Solo el calor de aquel amor incondicional.

La estrechó con fuerza, hundiendo el rostro en su pelaje. Las lágrimas, contenidas durante tanto tiempo, brotaron sin remedio.

Lloró sin pudor, como un niño, mientras la perra gemía suavemente, como si supiera que el tiempo se les escapaba entre los dedos.

Eres mi niña mi leal susurró, apretándola más. ¿Qué será de ti sin mí?

Sus manos temblaban al acariciarla, una y otra vez, como queriendo grabar cada detalle en su memoria. Ella lo miró con ojos llenos de devoción.

Perdóname por dejarte sola su voz se quebró. No pude probar la verdad pero al menos, para ti, siempre fui importante.

Los guardias permanecieron inmóviles; algunos desviaron la mirada. Hasta los más severos se conmovieron: ante ellos no había un criminal, sino un hombre aferrado al último vestigio de su mundo.

Alzó la vista hacia el director y, con voz entrecortada, le suplicó:

Cuiden de ella

Le rogó que la llevaran a su hogar, prometiendo no oponer resistencia y aceptar su suerte.

En ese momento, el silencio se hizo insoportable. La perra ladró de nuevo, aguda y desgarradora, como rebelándose contra lo inevitable.

Y el preso, simplemente, la abrazó una vez más, apretándola contra su pecho como solo se hace al decir adiós para siempre.

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