El último deseo del recluso: un conmovedor reencuentro con su perro que acabó en un misterio sin resolver – 3 minutos de lectura

Life Lessons

**Diario de un último adiós**

Hoy, antes de que la sentencia sellara mi destino, solo pedí una cosa: ver a Luna, mi pastor alemán, por última vez. No quise una cena especial, ni cigarros, ni siquiera un cura. Solo a ella.

Llevo doce años en esta celda helada de la prisión de Alcalá. Me acusaron de quitarle la vida a un hombre, y aunque juré mi inocencia, nadie me creyó. Al principio, luché con papeles y abogados, pero el tiempo me dejó solo con mi resignación. Lo único que me atormentaba era pensar en ella. No tengo más familia. Luna no es solo un perro; es mi compañera, mi lealtad en cuatro patas. La encontré temblando en un callejón de Madrid cuando era solo un cachorro, y desde entonces, nunca nos separamos.

Cuando el director me entregó el formulario para mi último deseo, dudaron. ¿Sería un plan para escapar? Pero hoy, bajo la vigilancia de los guardias, me llevaron al patio. Y allí estaba ella.

En cuanto me vio, se soltó del arnés y corrió hacia mí con tal fuerza que parecía querer borrar todos estos años de distancia. Chocó contra mi pecho, derribándome, y por primera vez en una eternidad, no sentí el frío de las rejas ni el peso de las cadenas. Solo su calor.

La abracé con todas mis fuerzas, enterrando la cara en su pelaje. Las lágrimas, guardadas tanto tiempo, salieron sin control. Lloré como un niño, mientras ella gemía, como si supiera que nuestros minutos se agotaban.

Eres mi vida, mi fiel Luna murmuré, apretándola más. ¿Qué será de ti sin mí?

Mis manos temblaban al acariciarla, queriendo memorizar cada pelo. Ella me miró con esos ojos que solo saben de lealtad.

Perdóname por dejarte sola mi voz se quebró. No pude probar la verdad pero al menos, para ti, siempre fui bueno.

Hasta los guardias más duros apartaron la mirada. Algunos tragaron saliva. Por un instante, ya no era un reo, sino un hombre abrazando el último pedazo de su vida.

Miré al director y le rogué con la voz quebrada:

Por favor, cuiden de ella

Prometí no resistirme, aceptar mi fin, si solo garantizaban que Luna tendría un hogar.

Entonces, el silencio se volvió denso. Luna ladró, agudo y desgarrador, como rebelándose contra lo inevitable. Y yo, sin más, la abracé una última vez, apretándola contra el pecho como solo se hace al decir adiós para siempre.

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