El regreso del esposo con el bebé en brazos

Life Lessons

Querido diario,

¡Me voy! soltó Eduardo con voz firme.

¿A dónde? repetí, con la lista de la compra todavía en la mano, intentando seguir pensando en los turrones y la cava que necesitaba para la Nochevieja.

¡A todas partes!

¿A todas partes? le pregunté, sin comprender del todo. ¿Y la Nochevieja?

El humor de los chistes sobre infidelidades se queda corto cuando la realidad golpea: todo se vuelve gris y nada suena a celebración.

Era la víspera de Año Nuevo y había quedado el árbol ya adornado en el salón de nuestro piso de la calle Gran Vía. Yo, sentada en el sofá, repasaba mentalmente el menú, anotaba los platos y los ingredientes que necesitaba para la cena con los amigos de siempre. El ambiente estaba “por las nubes”, como dicen los jóvenes cuando el año se vuelve a abrir con una copa de cava y doce uvas al compás de las campanadas.

A mis cincuenta años, la Navidad y el Año Nuevo siempre han sido mi refugio, como a muchos españoles. Pero la escasez de nieve en la calle, que cada año nos recuerda los villancicos de los niños, estaba haciendo que la atmósfera festiva perdiera algo de su brillo. Por suerte, las rebajas de enero ya se anunciaban en las vitrinas, y yo, como buena ama de casa, había anticipado los regalos para toda la familia: pendientes para mis hermanas, un detalle para los nietos y, por supuesto, algo especial para mi marido.

Había comprado ya aquel suéter de lana con renos que Eduardo había estado pidiendo desde hacía meses. La había conseguido “por un euro”, pero el precio nunca importó cuando se trata de quien amas. Todo estaba envuelto, escondido bajo el árbol, esperando el momento exacto. Me preguntaba qué le iba a dar, quizás un anillo, aunque al fin y al cabo mi marido siempre ha sido más práctico que romántico.

De pronto, la casa se llenó de la frase que jamás pensé oír:

¡Me voy!

Yo, sin despegar la vista de la lista, le respondí sin saber si mi voz temblaba:

¿A dónde?

¡A todas partes!

¿De verdad? pregunté, intentando aferrarme a la cordura del momento. ¿Y la Nochevieja?

¿Qué Nochevieja, Irene? gruñó, como si quisiera que yo aprendiera a ser más sensata.

Y entonces, como si cada sílaba fuera una bofetada, soltó:

Me voy de ti. ¡Totalmente! He encontrado a otra y vamos a tener un bebé. ¿Lo ves ahora?

Me quedé sin palabras. Sentí que el suelo se desmoronaba bajo mis pies, como si todo lo que había construido se desvaneciera.

La rival, más joven que yo, había llegado a nuestra vida como un sueño inesperado y, según él, más prometedor. Lo contó con una sonrisa que me heló la sangre.

Yo, que siempre había pensado que nuestro matrimonio, con sus veintiocho años, era la base firme para los hijos, los nietos y la casa, ahora me sentía como una estatua en la Isla de Pascua: inmóvil, sin lágrimas, sin gritos.

Seguía allí, con la lista a medio escribir, tachando el “cava” que a Eduardo le gustaba tanto, y me dejé caer en el sofá, sumida en una nada absoluta. El tiempo pasó como un suspiro; las luces de la calle se apagaron y el teléfono volvió a sonar.

¿Qué llevamos a casa, Irene? preguntó mi amiga Tania, que siempre estaba al tanto de mis problemas.

Eduardo se ha ido respondí, sin poder creer lo que dije.

¿Te vas a quedar? replicó, sorprendida.

¿Cómo lo sabías? me pregunté a mí misma, como si la respuesta estuviera escrita en alguna parte.

Todo el mundo lo sabía confesó Tania después de un silencio. Su compañero de trabajo, Iñigo, lo ha visto.

El chisme se propagó como fuego en seco. Me sentí como si hubieran descubierto una herida abierta y la hubieran alzado a la vista de todos.

Al día siguiente, el 31 de diciembre, el árbol volvió a estar adornado y yo, con la lista en mano, acordé con Tania celebrar la Nochevieja como siempre. Pensaba incluso en presentar a mi amiga a Valentín, un chico guapo que me había propuesto matrimonio.

Cuando el timbre sonó, mi corazón dio un salto. En la puerta estaba Eduardo, con una mochila a cuestas y un paquete bajo el brazo.

¡Maldición! pensé. ¿Habrá traído al bebé?

¿Y si no estuviera en casa? me preguntó con una sonrisa sardónica.

¿Y si cambiara las cerraduras?

No lo harías, pues eres buena gente replicó, y me preguntó si lo dejaría entrar.

Me alejé un momento, como quien no quiere echar al recién nacido a la calle, y él se coló por la puerta entreabierta. Subió al dormitorio y dejó al bebé sobre la cama.

¿Cuántos meses tiene? pregunté sin emoción.

Cinco contestó.

¿Y dónde está la joven? inquirí, sin esperarlo.

Ya no me quiere, tiene a otro murmuró.

Yo, sin saber si debía reír o llorar, le respondí:

Pues bien, ¿para qué vienes?

No lo desvestiré contestó, mientras intentaba quitarle la ropa al pequeño.

Yo, cansada de sobrevalorar su inteligencia, pensé que había sido una tonta al creerle.

¿Con el niño? repetí, incrédula. No te dejo pasar ni a ti solo, mucho menos con su hijo.

Me sentí como si tuviera que girar el volante de regreso, pero al fin, por compasión, lo dejé entrar.

No podré hacerlo sola admitió, casi pidiendo una excusa. El demonio me engañó, pero no es culpa suya.

Yo, cansada de culpar a fuerzas invisibles, le dije que se marchara con su hijo.

¿Y si no me voy? preguntó de repente.

Quédate, y entonces yo me iré contesté, sin mayor convicción.

Después de los festejos con Tania y la promesa de Valentín de mudarse conmigo, le dije que no quería vender la vivienda ni repartir nada: no tenía derecho a decidir.

Al final, Eduardo tomó la decisión de llevar al bebé a casa de su madre, una anciana de setenta y cinco años, que a pesar de su edad sigue siendo ágil y capaz de cuidar al pequeño.

Yo, mientras me duchaba, escuché el sonido de la puerta cerrarse: Eduardo se había ido. Sobre la cama quedó un pañuelo arrugado, como símbolo de su partida. Me pregunté si siquiera había llorado.

Pensé en la diferencia entre Brasil y España, en cuántos bebés nacen cada año, y me di cuenta de que hace un año no sentía lástima por él.

Al final, me puse a hornear una lasaña para la cena, porque a Valentín le encantaba, mientras Eduardo siempre prefería el cava.

Ahora solo me queda esperar que el año nuevo traiga algo mejor, y que la vida siga su curso, aunque haya perdido a quien una vez pensé que sería mi compañero para siempre.

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