¡Boris, ya basta, haz algo! le dio un empujón la mujer, Laura, al marido dormido. ¡Esto es insoportable!
¿Eh? ¿Qué pasa? murmuró él entre sueños.
A Borja no le molestaban los gritos del vecino del piso de arriba. Pero Laura no lograba conciliar el sueño:
¡Nerea vuelve a gritar! ¿No lo oyes?
Borja no respondió, volvió a hundirse en el sueño
¡Pues a dormir! exclamó Laura, enfadada, ¡tendré que ir yo sola a calmar a ese monstruo, que ya nadie más lo aguanta en el bloque!
Se lanzó al abrigo y salió de golpe, cerrando la puerta con fuerza.
Borja se incorporó con dificultad, maldiciendo en silencio, y se encaminó tras ella.
***
Laura ya estaba frente a la puerta del alborotador del barrio, golpeándola con todas sus fuerzas.
Borja llegó justo a tiempo: Pablo abrió la puerta de par en par.
En el interior se escuchaban el llanto del niño de seis años, Diego, y los sollozos de Nerea.
¿Y ahora qué quieres? gruñó el dueño, que estaba medio borracho y al borde de caerse.
¿Has mirado la hora? chilló Laura. ¡Ya es de noche!
¿Y qué? Pablo se acercó, apretando los puños.
¡Nada! rugió Borja y, con un golpe, derribó al vecino que había caído en el umbral. El silencio volvió.
Al cabo de unos minutos, Nerea asomó con el rostro lleno de marcas de llanto. Miró a su marido temblorosa, sin atreverse a acercarse.
Llama a la policía dijo Borja con compasión, mirando a la mujer desamparada. Se calmará y volverá a empezar.
No empezará sollozó Nerea. Él volverá a dormir.
¿Estás segura? preguntó Laura.
Nerea se encogió de hombros:
Eso espero
Yo no lo creo replicó Laura, sin dar paso a réplica. No aguanto más este ballet de desastres; tengo que ir al trabajo mañana. Así que, toma al niño, pasa la noche con nosotros. Y mañana tú tendrás que arreglar lo tuyo con él.
***
Los enfrentamientos nocturnos en ese edificio llevaban años como una costumbre para los vecinos. Normalmente, nadie se metía en el asunto.
Solo Borja, obedeciendo a su esposa, suspiraba con pesadez, se vestía y subía.
Con el tiempo, a Laura también le cansó. Además, se dio cuenta de que, cuanto más subía, más rápido corría su marido a salvar a la vecina.
¿Otra vez, benefactor? le espetó, pero Borja no la oía. Sólo veía los ojos asustados de Diego, aferrado a las rodillas de su madre, y el rostro pálido y tembloroso de Nerea.
Después de haber echado a Pablo, Borja siempre llevaba a la mujer y al niño a su casa, lejos del pecado. Laura les tendía una colcha en el salón.
Al día siguiente, al caer la tarde, Nerea agradecía a sus salvadores con empanadillas y otras cosas caseras.
Así se fueron haciendo amigos los vecinos.
Con el tiempo, Nerea y Diego se convirtieron en habituales en la casa de Laura y Borja. Nerea ofrecía ayuda con la casa, y Diego
se aferraba a Borja como si fuera su héroe, admirándolo por su silencio, su porte firme y el olor a tabaco que siempre llevaba. Borja, calentado por aquella mirada, empezó a comprarle juguetes, a reparar sus coches de juguete, y un día le llevó un juego de piezas metálicas y, más tarde, una pelota de fútbol.
***
Laura y Borja no tenían hijos. Al principio querían disfrutar de la vida en pareja; después, simplemente no pudieron.
Ese vacío silencioso era como un tercer inquilino en el piso
Y entonces, un día, el niño apareció con los ojos bien abiertos, como descubriendo un mundo nuevo
Laura siempre se contenía, no mostraba su descontento. En el trabajo, sin embargo, dejaba salir sus sentimientos. Las charlas en la sala de fumadores se convirtieron en su válvula de escape.
Imagínate, anoche la vecina volvió llorando a raudales contaba entre bocanadas de cigarrillo a sus compañeras. ¡Su marido se ha vuelto a descontrolar! No entiendo a esas mujeres, ¡no se respetan! Yo no lo toleraría ni un día.
Debe ser que lo ama intervino con cautela la mayor del equipo, Valentina. Tú decías que cuando está sobrio es un marido de oro.
¡De oro nada! bufó Laura. Es un inútil, ni pescado ni carne. Si estuviera en mi lugar ya lo habría dejado.
Tal vez no tenga a dónde ir añadió la joven Irasema. Con un niño solo es difícil.
¡Nada de eso! replicó Laura, exhalando una bocanada de humo. Ni siquiera están casados con ese Pacho, y él vive bajo su techo. Hace años que debería echarlo con la escoba, pero ella lo aguanta. ¡No tiene ni un ápice de orgullo! ¡Es una simple sumisa!
Hablaba con voz alta, como intentando convencerse a sí misma de que era fuerte, inteligente y mucho mejor que Nerea.
Sin embargo, al volver a casa, casi todos los días se topaba con la misma escena: Borja y Diego, arrodillados sobre el mismo juego de piezas, y escuchaba el sonido que tanto anhelaba y que le resultaba ajeno: la risa feliz de su marido.
Una tarde de sábado, Laura regresaba del mercado con bolsas pesadas. La puerta del piso de Nerea estaba entreabierta. Entró sin pensar y se quedó paralizada en el umbral.
No se besaban, no se abrazaban, nada escandaloso.
Simplemente estaban
Borja, sentado en una taburete, aferraba un martillo, y Diego, con aire serio, le pasaba los clavos. Nerea, recostada contra el marco, los miraba con una felicidad tan profunda que a Laura se le heló la sangre: eran una sola unidad, la imagen de una familia perfecta que ella nunca pudo construir.
«Qué idea tan monstruosa», se dijo, y salió de allí. «¡Tonterías! Borja no es capaz. Yo lo soy todo para él. Y esa Nerea ¡tonta de capirote!»
***
La siguiente vez que Nerea pidió ayuda, Laura la detuvo en la puerta y le habló a voz en cuello, para que Borja escuchara también:
¡Basta, Nerea! ¿Cuándo vas a abrir los ojos? ¡Él ni siquiera es tu marido! ¿Por qué sigues soportando a ese monstruo borracho en tu casa? ¡Échalo! ¿O te gusta hacerte la víctima? ¡Mira al niño, que te está observando!
Sus palabras cayeron como semilla venenosa en tierra preparada.
Una semana después, Pablo, encorvado y miserable, salió del edificio con una maleta.
Laura celebró. ¡Al fin!
Pensó que Nerea y su hijo desaparecerían para siempre, que ya no necesitarían protección alguna.
***
Y así, el silencio se instaló. Los sábados ya no llegaban empanadillas, y el corredor quedó sin el eco de la risa infantil.
Al principio, Laura se alegró de la calma, del orden. Pero pronto el silencio se volvió denso, opresivo, dentro del propio piso.
Borja llegaba del trabajo, cenaba en silencio y se refugiaba en el salón, conversando con la tele. Cada día parecía más sombrío y callado.
«Simplemente está cansado», se repetía Laura, convencida de que no le miraba a la mesa, que no reía a sus bromas; que se dormía dándole la espalda, como si ella no existiera.
Luego, un día, todo cambió.
Laura volvió del trabajo mucho antes de lo normal; una fuerte migraña le obligó a usar el ascensor. En su despiste, pulsó el botón equivocado y salió al piso inferior. La puerta del apartamento de Nerea estaba entreabierta
El déjà vu la atrapó.
Entró
Se preguntó una y otra vez: ¿por qué? ¿Para qué había entrado?
Al ver a Borja y a Nerea inmersos el uno en el otro, sin percatarse de nada a su alrededor, quedó paralizada, sin decir palabra, sin revelar su presencia. Salió de puntillas y cerró la puerta con delicadeza
Una hora más tarde, Borja regresó como si nada hubiera pasado, cenó en silencio frente al televisor
Laura guardó silencio.
No volvió a decir nada a su marido. No pudo. Decidió que, al saber su secreto, bastaba para intentar arreglarlo todo.
¡Qué odio sentía por Nerea en aquel instante! ¡Y por ella misma! Por haber expulsado a Pablo y haber liberado espacio para su propio marido. ¿Marido? Borja no era su marido; la había invitado al registro civil mil veces, y ella siempre se negaba, diciendo que el sello no era lo esencial Y ahora él podría irse con ella
No iba a confesarle a Borja que conocía su infidelidad.
¿Y si con esa gallina nada salía? ¿Y ella, Laura, esperaría?
Sufriría
***
Y esperó.
Y aguantó.
Borja y Nerea seguían su romance a escondidas. Laura lo sabía, pero hacía como que nada veía, nada entendía.
A veces Nerea aparecía de visita, con su hijo y con pasteles
Laura sonreía, aceptando el dulce y callaba.
Aguantaba
Ya pasaban años.
***
Así es la vida. Una tarde, llamando a Nerea «la sumisa», Laura jamás imaginó que, en ese mismo instante, estaba programando su propio destino.
Hoy se encuentra en una posición lamentable. Su silencio es la confesión más sonora de su propia derrota.
Laura teme soltar una palabra más, por miedo a destruir la «feliz» familia donde ella tiene el papel principal: el de la víctima, la que siempre sufre.







