Había una vez, en un pequeño pueblo de Andalucía, donde las familias vivían del duro trabajo en el campo, un viudo llamado Don Antonio. Este hombre, con el corazón lleno de sueños para sus hijas, solo había aprendido a leer gracias a unos cursillos de adulto en su juventud. Pero tenía una esperanza clara: que sus gemelas, Lola y Carmen, tuvieran una vida mejor gracias a la educación.
Cuando las niñas cumplieron diez años, Antonio tomó una decisión que lo cambiaría todo. Vendió lo poco que tenía: su casa con techo de teja, el pequeño huerto que les daba de comer e incluso su vieja bicicleta, con la que repartía mercancías para ganar algún euro extra. Con esos ahorros, se mudó con Lola y Carmen a Madrid, decidido a darles oportunidades que él nunca tuvo.
Allí, Antonio trabajó como una mula: cargó ladrillos en obras, descargó cajas en el mercado mayorista, recogió cartones por las calles… Lo que fuera con tal de pagar los libros y el comedor del colegio. Dormía bajo puentes, envuelto en una manta raída, y muchas noches se saltaba la cena para que ellas tuvieran al menos un plato de lentejas. Cosía sus uniformes a mano y los lavaba en agua helada, aunque sus manos se agrietaran.
Cuando las niñas lloraban por su madre, Antonio las abrazaba fuerte y les decía con voz queda: “No puedo ser vuestra madre, pero os daré todo lo demás”.
Los años pasaron, dejándole el cuerpo cansado. Una vez se desmayó en la obra, pero al recordar la mirada de sus hijas, se levantó como pudo. Nunca les mostró el agotamiento; siempre les regalaba una sonrisa. Por las noches, bajo la luz de una vela, intentaba leer sus libros, aprendiendo poco a poco para ayudarles con los deberes. Si enfermaban, corría a buscar médicos baratos, gastándose hasta el último céntimo en medicinas.
Lola y Carmen eran las mejores de su clase. Aunque no tenían casi nada, Antonio les repetía: “Estudiad, hijas. Vuestro futuro es mi única ilusión”.
Veinticinco años después, Antonio, ya mayor, con el pelo blanco y las manos temblorosas, seguía creyendo en ellas. Hasta que un día, mientras descansaba en su humilde piso alquilado, Lola y Carmen aparecieron… convertidas en mujeres fuertes, vestidas con impecables uniformes de piloto de Iberia.
“Papá”, le dijeron tomándole las manos, “queremos llevarte a un sitio”.
Confundido, Antonio las siguió hasta un coche… y luego al aeropuerto, el mismo lugar que les señalaba de pequeñas, detrás de una valla oxidada, diciéndoles: “Si algún día lleváis este uniforme, será mi mayor alegría”.
Y allí estaba ahora, frente a un enorme avión, abrazado por sus hijas, piloto y copiloto. Las lágrimas le rodaban por las arrugas mientras susurraban: “Gracias, papá. Por tus sacrificios… hoy volamos”.
Los viajeros se emocionaron al ver a aquel hombre humilde, con sus sandalias gastadas, caminando orgulloso del brazo de sus hijas hacia el avión. Más tarde, Lola y Carmen le regalaron una casa nueva en el pueblo y crearon una beca con su nombre para ayudar a otras chicas con sueños grandes.
Aunque la vista ya no le acompañaba, Antonio nunca había sonreído tanto. De aquel obrero que remendaba uniformes a la luz de una vela, había criado a dos mujeres que ahora surcaban el cielo. Y al final, el amor lo había llevado… más alto de lo que jamás se atrevió a soñar.