¡Ese niño no es mío! dijo frío el millonario, su voz resonando en el vestíbulo de mármol. Coge tus cosas y lárgate. Los dos. Señaló la puerta con un gesto despectivo. Su esposa apretó al bebé contra su pecho, los ojos anegados en lágrimas. Si al menos él supiera
La tormenta fuera rivalizaba con la que rugía dentro del palacete. Leonor permaneció inmóvil, los dedos blancos de tanto apretar al pequeño Luis contra su pecho. Su marido, Gregorio Valderas, magnate multimillonario y cabeza de la familia Valderas, la miraba con una furia que no había visto en diez años de matrimonio.
Gregorio, por favor susurró Leonor, la voz temblorosa. No sabes lo que dices.
Lo sé perfectamente espetó él. Este niño no es mío. Hice la prueba de ADN la semana pasada. Los resultados son claros.
La acusación le dolió más que una bofetada. Las rodillas de Leonor casi cedieron bajo su peso.
¿Hiciste la prueba sin decírmelo?
Era necesario. No se parece a mí. No actúa como yo. Y ya no podía ignorar los rumores.
¡¿Rumores?! ¡Gregorio, es un bebé! ¡Y es tuyo! ¡Lo juro por todo lo que tengo!
Pero Gregorio ya había tomado su decisión.
Tus cosas serán enviadas a la casa de tu padre. No vuelvas aquí. Jamás.
Leonor se quedó un instante más, esperando que quizá fuese uno de sus arrebatos impulsivos, los que solían pasar en un día. Pero el hielo en su voz no dejaba lugar a dudas. Dio media vuelta y salió, el taconeo de sus zapatos resonando en el mármol mientras los truenos retumbaban sobre la mansión.
Leonor había crecido en un hogar humilde, pero entró en el mundo de los privilegiados al casarse con Gregorio. Era elegante, serena e inteligentetodo lo que alababan las revistas y envidiaba la alta sociedad. Pero nada de eso importaba ahora.
Mientras su viejo SEAT llevaba a Leonor y a Luis de vuelta a la casita de su padre en Valdepeñas, su mente no dejaba de dar vueltas. Había sido fiel. Había amado a Gregorio, había estado a su lado cuando los mercados se desplomaron, cuando la prensa lo destrozó, incluso cuando su madre la rechazó. Y ahora la echaban como a una extraña.
Su padre, Mariano Cuesta, abrió la puerta, los ojos desorbitados.
¿Leonor? ¿Qué ha pasado?
Ella se derrumbó en sus brazos. Dice que Luis no es suyo Nos ha echado.
La mandíbula de Mariano se tensó. Pasa, hija.
En los días siguientes, Leonor se adaptó a su nueva realidad. La casa era pequeña, su antiguo dormitorio apenas había cambiado. Luis, ajeno al drama, balbuceaba y jugueteaba, dándole momentos de paz entre el dolor.
Pero algo la carcomía: la prueba de ADN. ¿Cómo podía estar equivocada?
Desesperada por respuestas, fue al laboratorio donde Gregorio había hecho el análisis. Ella también tenía contactosy favores que cobrar. Lo que descubrió la dejó helada: la prueba había sido falsificada.
Mientras tanto, Gregorio estaba solo en su palacete de Madrid, atormentado por el silencio. Se decía que había hecho lo correctoque no podía criar al hijo de otro. Pero la culpa lo corroía. Evitaba entrar en la habitación del pequeño Luis, hasta que un día, la curiosidad pudo más. Al ver la cuna vacía, la jirafa de peluche y los zapatitos diminutos en el estante, algo se quebró dentro de él.
Ni siquiera su madre, Doña Ágata, ayudaba.
Te lo dije, Gregorio dijo, tomando un sorbo de su caro té. Esa Cuesta nunca fue para ti.
Pero hasta ella se sorprendió cuando Gregorio no contestó.
Pasó un día. Luego una semana.
Y entonces llegó una carta.
Sin remitente. Solo un papel y una fotografía.
Las manos de Gregorio temblaban al leerla.
*Gregorio,
Te equivocaste. Gravemente.
Querías pruebasaquí las tienes. Encontré los resultados originales. La prueba fue manipulada. Y la foto que te acompaña la encontré en el despacho de tu madre. Ya sabes lo que significa.
Leonor.*
Gregorio se desplomó en la silla, el papel escapándosele de los dedos. La fotografía cayó boca arriba sobre el suelo pulido: Doña Ágata, robando descaradamente unos cabellos de la almohada del bebé, con su sonrisa fría y triunfante. Todo cobró sentido. Su madre había arruinado todo.
Se levantó de un salto, temblando de rabia. ¿Cómo se atrevió? ¿Qué clase de monstruo haría algo así?
De pronto, Gregorio comprendió la verdad: la foto mostraba a su propio padre con los mismos ojos azules que los de Luis, demostrando cómo su madre había falsificado el ADN en su locura por romper el matrimonio. El papel se arrugó entre sus dedos temblorosos. Y ahora, solo en aquel vestíbulo frío, no importaba cuántos millones tuviese en euros. Solo contaban las lágrimas pesadas cayendo sobre la carta y el deseo desesperado de correr de vuelta hacia Leonor y su hijo, del que había tenido tanto miedo.







