El marido siempre eligió a su madre – pero luego me eligió a mí

Life Lessons

¡Dios mío, Aroa, ¿qué haces, hija mía?! exclamaba Nuria Fernández, plantándose en medio de nuestra cocina. ¡Estás destruyendo la familia! ¿Te das cuenta? A lo largo de mi vida, mi hijo Santiago siempre ha acudido a mí en busca de consejo. Ahora le vuelves la espalda y lo proteges de su propia madre, como si yo fuera la enemiga y no la mujer que lo crió, lo alimentó y le puso los pies en la tierra!

La suegra agitaba una hoja con los resultados de mis análisis, recién sacada de mi bolso, mientras yo picaba los tomates para la ensalada.

Me giré hacia ella. ¿Conocéis esa sensación en la que todo hierve por dentro y, sin embargo, os sentís extrañamente serenas? Así me sentía en ese momento.

Hasta ese almuerzo del domingo mi vida transcurría con relativa tranquilidad, aunque tranquilidad es relativo cuando tu suegra se cree con derecho a decidir la vida de su hijo de treinta y cinco años. Me despertaba a las siete, preparaba café y despertaba a Santiago con un beso en la mejilla. Él siempre sonreía sin abrir los ojos y me abrazaba.

Después desayunábamos, nos vestíamos y nos íbamos al despacho. Por la tarde, Santiago y yo cocinábamos la cena, charlábamos de cualquier tontería, veíamos series y planeábamos las próximas vacaciones. Una rutina de una joven pareja madrileña, pero éramos felices.

Si no contábamos la visita semanal a veces incluso más frecuente de Nuria Fernández.

Nuria, ¿podría avisarme con antelación cuando vaya a visitarnos? le dije hace medio año.

Ese día la suegra volvió a aparecer en la puerta con una cazuela de guiso y una lista de quejas contra mí como ama de casa.

¿Avisar? repuso Nuria, indignada. ¿Desde cuándo una madre tiene que avisar que quiere ver a su hijo? Aroa, querida, estás confundida. Este es mi hijo. Yo lo engendré y tengo derecho a aparecer cuando quiera.

Callé, pero la situación se repitió una y otra vez. Cada vez permanecía muda. Cuando descubrí que Nuria había tomado una copia de la llave y entraba a nuestro hogar sin que estuviésemos, para poner orden, mi paciencia estalló.

Hurgaba en mis armarios y reorganizaba las cosas a su modo.

Santiago, necesitamos hablar de tu madre dije una noche.

Él se tensó al instante; sabía que esa conversación era inevitable.

Tu madre sobrepasa todos los límites continué. Llega sin avisar, se mete en nuestras cosas y critica todo lo que hago. Además, siempre pide dinero.

¿Qué dinero pide? alzó una ceja Santiago, sorprendido.

En ese instante comprendí que él no sabía nada. Nuria me insinuaba con frecuencia que la pensión no alcanzaba, que los medicamentos eran caros, que el frigorífico se iba a romper, pero siempre pedía dinero cuando él no estaba.

Tu madre se queja constantemente de falta de dinero le dije. Insinúa que debemos ayudarla, aunque sé perfectamente que le das dinero cada mes.

Santiago se sonrojó, creyendo que no me había dado cuenta.

Sí, le doy algo, tartamudeó. Es mi madre.

¿Algo? repregunté. Yo manejo el presupuesto familiar y veo todos los gastos. Mil quinientos euros al mes no son algo. ¡Eso es una cuarta parte de tu sueldo!

Tras esa conversación, todo cambió. Acordamos que la ayuda económica a la madre sería fija y pactada con antelación, que avisaría sus visitas al menos con un día de antelación y que nuestras pertenencias eran cosas nuestras, sin derecho a revolotear en ellas.

Nuria tomó esas nuevas normas como una ofensa.

¡Todo esto es obra de tu esposa! gritó al teléfono a Santiago. ¡Te está poniendo en contra de su propia madre! ¡Veo cómo te manipula!

Santiago se mantuvo firme. Por primera vez dijo no a su madre, y ella no lo perdonó, a él ni a mí.

Los meses siguientes fueron una batalla constante. Nuria asistía a los almuerzos dominicales obligatorios; Santiago no podía rechazar la tradición. Durante todo el almuerzo, ella mantenía una cara pétrea, soltando comentarios mordaces sobre mi comida, mi aspecto y mi trabajo. Yo permanecía en silencio, sonriendo. Hay un placer especial en no responder a las provocaciones; eso irrita al provocador más que cualquier réplica.

Hoy, Nuria volvió al umbral con los resultados de mis análisis en la mano. Los análisis que había realizado antes de planear un embarazo. Santiago y yo habíamos decidido que estábamos listos para tener un hijo y yo me había examinado.

¿Vais a tener hijos? frunció la ceja la suegra. ¡Hace apenas un año os casasteis! ¿Cómo vais a criar niños sin ni una vivienda propia, apenas un piso de alquiler? ¿Por qué me entero yo de esto al último momento? ¿Por qué no me habéis consultado?

Tomé el papel con los análisis, lo doblé despacio y lo guardé de nuevo en mi bolso.

Nuria, le respondí con la misma calma. En primer lugar, esos son documentos médicos nuestros, y usted no tiene derecho a revisarlos. En segundo lugar, la decisión de tener un hijo corresponde a nuestra familia, a la nuestra, no a la suya. En tercer lugar, no estamos obligados a pedir su consejo en asuntos tan íntimos. No es asunto suyo.

Su rostro se tornó rojo como el vino.

¿No es asunto mío? exclamó. ¡Yo soy su madre! Tengo derecho a saber, a participar en la vida de mi hijo.

Saber asentí, sí. Participar no, en este caso, no.

¡Santiago! giró la mirada a su hijo, que había permanecido en silencio. ¿Escuchas lo que dice? ¡Me está apartando de ti! ¡Elige, o me quedas tú o ella!

Era un ultimátum.

Ya sabía que llegaría a su punto. Nuria estaba acostumbrada a que ese juego funcionara; siempre había elegido a su madre. Sabía que él había abandonado a su primera novia y cancelado una boda porque a ella no le gustaba la chica. Pero ahora era otro escenario.

Santiago se levantó, se acercó a mí y me abrazó.

Mamá, te quiero dijo con serenidad. Siempre serás mi madre. Pero Aroa es mi esposa, mi familia. Por favor, acepta eso. Y si me obligas a elegir, elijo a ella.

Se apoderó un silencio. Nuria miró a su hijo como si lo hubiese traicionado. Luego dirigió la mirada a mí; en sus ojos había tanto odio que me dio un escalofrío.

Pues bien dijo al fin. Ahora sé quién eres realmente, hijo, y quién es tu esposa. Vivid como queráis. Pero cuando ella te abandone, no vengas a reclamarme.

Cogió su bolso y salió, cerrando la puerta con fuerza.

Santiago y yo nos quedamos abrazados en medio de la cocina. El almuerzo del domingo quedó sin preparar, pero a mí ya no me importaba. Por primera vez en nuestro matrimonio sentí que éramos una verdadera familia: no Santiago y su madre más yo, sino Santiago y yo.

¿Te arrepientes? le pregunté, mirando a mi marido.

Para nada respondió, besándome la frente. Ya era hora. Perdona por haber tardado tanto.

Han pasado tres meses desde entonces. Nuria ya no llama ni aparece. Santiago, al principio, intentó contactar con ella, pero no respondió. Finalmente aceptó la situación y siguió adelante.

Esta experiencia me enseñó que el amor propio y el respeto mutuo son los cimientos de un hogar; sin ellos, cualquier autoridad externa se desvanece. Sólo cuando una pareja se une y defiende sus límites, la familia auténtica puede prosperar.

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