El marido le confesó a su esposa que se había cansado de ella, y ella cambió tanto que ahora es él quien se aburre de su matrimonio.

Life Lessons

15 de marzo
Hoy recuerdo con claridad la frase que mi marido, Juan, me escupió hace casi dos años y que, desde entonces, no ha dejado de resonar en mi cabeza: Vives de forma tan predecible que me aburro de ti. En aquel momento yo creía que la rutina era nuestro refugio. Me levantaba temprano, desayunaba café con leche y tostada, hacía mis ejercicios y me vestía para ir al instituto donde trabajaba como profesora de primaria. La primera tarea del día era preparar a Juan para su jornada en la oficina; él salía antes que yo y, después, me tocaba a mí alistarme.

Todas las comidas las elaborábamos en casa; empaquetaba el almuerzo para ambos en recipientes de plástico y, al volver del trabajo, pasaba por el supermercado de la zona para comprar lo necesario. Luego cocinaba, limpiaba y hacía la colada. Antes de dormir, nos poníamos una película y nos quedábamos dormidos en el sofá.

Estaba convencida de que todo estaba bien. Tenía a un marido aseado y bien alimentado, la casa estaba ordenada y cómoda. Cada sábado hacía una limpieza profunda, horneaba algún pastel y preparaba la comida del fin de semana. Por la noche invitábamos a los amigos al piso o salíamos a la Gran Vía. Los domingos visitábamos a nuestros padres, a la madre en el barrio de Salamanca y al padre en el centro de la ciudad, les ayudábamos con los quehaceres y disfrutábamos de la sobremesa.

La armonía reinaba; nunca discutíamos, nunca gritábamos. Pero un día Juan volvió a decirme que estaba cansado de mí. Pasó varias horas lamentándose, comparándose con sus colegas que, según él, se divertían sin medida y llevaban una vida plena. Yo, que nunca había cuestionado nuestra calma, simplemente le dije que salía.

Acepté la idea de que nuestro modo de vida era perfecto y no quería cambiar nada. Sin embargo, por el bien de Juan, me dispuse a reinventarme. Empecé por vaciar mi armario, gasté los pocos euros que teníamos ahorrados para la compra de un coche nuevo en ropa distinta, me corté el pelo a la bob y lo tiñé de rubio. Decidí no parecer una mujer aburrida. Después conseguí un puesto como organizadora de eventos en una empresa de celebraciones; allí descubrí un mundo de actividades originales.

Una semana después Juan regresó a casa y se quedó boquiabierto con mi nuevo aspecto. Le prometí que cambiaríamos nuestra forma de vivir y, efectivamente, empezó nuestra fase de constante movimiento. Ya no pasábamos tanto tiempo en el piso; recorríamos la sierra de Guadarrama, íbamos a discotecas, bares de tapas, restaurantes de moda, casas de amigos o lo que surgiera. Nos apuntábamos a campamentos, salíamos en bicicleta, remábamos en kayak y escapábamos los fines de semana a ciudades como Toledo o Segovia.

Pasaron varios meses y, de pronto, Juan empezó a anhelar la tranquilidad del hogar. Decía que extrañaba las comidas caseras y mis pasteles. Yo ya no tenía tiempo para estar frente a la cocina; mi vida había girado tanto que él dejó de extrañar mi compañía.

Una semana más tarde me informó que no podía seguir con ese ritmo. Quería volver a los buenos viejos tiempos, a la calma, a las cenas en familia y a los platos frescos de la abuela en lugar de la comida para llevar. Yo, sin embargo, había disfrutado tanto de mi nueva independencia que ya no me interesaba volver atrás. Me había acostumbrado a la vida de adulta activa y no quería renunciar a ella.

Cuando Juan insistió en restaurar todo como antes, estalló una verdadera discusión. Rompimos platos, llegaron los vecinos y, al final, llamaron a la policía. Juan se quedó con sus pertenencias en casa de su madre, creyendo que volvería a encontrarme como la de antes. Pero eso era imposible. No somos personajes de una película que pueden transformarse a capricho. Cuando Juan regresó, encontró sobre la mesa los papeles de divorcio y una nota que decía que ya no podía seguir viviendo con él porque me aburría.

Ahora, mientras escribo estas líneas, siento una extraña mezcla de alivio y melancolía. He aprendido que la rutina también puede ser una prisión, pero que el cambio constante no garantiza la felicidad. Quizá el equilibrio sea la clave que aún no he descubierto.

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