El marido le confesó a su esposa que estaba cansado de ella, y su transformación fue tal que ella terminó fastidiándose de él.

Life Lessons

Madrid, 12 de abril

Hace casi dos años escuché una frase de mi mujer que aún resuena en mi mente: «Vives con tanta rutina que me aburro de ti». Yo, Juan, siempre había pensado que nuestra vida era monótona, pero ella, Ángela, encontraba en eso un motivo de orgullo. Cada mañana me despertaba a las cinco, desayunaba café con tostada, hacía ejercicios en el salón y me vestía para ir a la oficina. La primera tarea que realizaba era preparar mi almuerzo, pues yo salía temprano; después ella se arreglaba y se dirigía al trabajo.

Todas las comidas las cocinábamos en casa; ella empaquetaba la segunda ración para ambos en envases reutilizables. Cada noche, al volver del trabajo, se detenía en el supermercado del barrio para comprar lo necesario. Luego cocinaba, limpiaba y lavaba la ropa. Antes de dormir, veíamos una película y nos acostábamos sin discusiones. Yo creía que todo estaba perfecto: yo estaba bien alimentado, el hogar era ordenado y cómodo. ¿Qué más podía desear?

Los sábados hacía una limpieza a fondo, horneaba alguna tarta y preparaba la comida del fin de semana. Por la noche invitábamos a los amigos a casa o salíamos por la Gran Vía. Los domingos visitábamos a los padres; la mitad del día estábamos con los de Ángela y la otra mitad con los míos, ayudando en los quehaceres, charlando y disfrutando del tiempo en familia. Por la noche descansábamos en casa, sin gritos ni discusiones; reinaba la armonía.

Sin embargo, un día me dije a mí mismo que ya estaba cansado de esa estabilidad. Durante varias horas reclamé que necesitaba más emoción, citando a amigos que se divertían sin límites, que vivían la vida a lo grande, mientras nosotros no teníamos ni una pelea. Así que, sin más, decidí marcharme de casa.

Yo estaba satisfecho con nuestra rutina y no quería cambiar nada, pero por ella accedí a intentar una transformación. Empecé por renovar mi imagen: tiré la ropa vieja del armario, gasté los euros que habíamos ahorrado para la entrada de una vivienda en nuevas prendas, me corté el pelo corto y lo teñí de negro. Decidí no parecer aburrido. Después conseguí un nuevo empleo, no en la oficina, sino como organizador de eventos. Gracias a ese trabajo descubrí una infinidad de actividades originales.

Una semana después regresé y Ángela se quedó boquiabierta con lo que vio. Desde entonces prometimos vivir de una manera distinta, y así lo hicimos. Ya no pasábamos tanto tiempo en casa; estábamos siempre en movimiento, conociendo gente interesante. Cada noche terminábamos en una tablao flamenco, en una terraza de tapas, en un bar de copas o en casa de algún amigo. Íbamos de camping en la Sierra de Guadarrama, pedalábamos en bicicleta por el Parque del Retiro, remábamos en kayak por el río Tajo o escapábamos un fin de semana a Sevilla.

Pasaron varios meses de esa vida llena de aventuras y, de repente, Juan (yo) empecé a desear la calma, el silencio y simplemente quedarme en casa. Me di cuenta de que extrañaba las comidas caseras y los pasteles de Ángela. Ya no tenía tiempo para estar siempre en la cocina. Cambié tanto que ella dejó de extrañar mi compañía.

Una semana después, mi mujer me dijo que no podía seguir con ese estilo tan activo. Quería volver a los viejos tiempos, a la tranquilidad, a las cenas en familia y a la comida fresca, no a los platos precocinados de los pedidos a domicilio. Yo, sin embargo, ya no sentía interés por esa vida. Me había acostumbrado a la independencia y no quería regresar a la rutina que había dejado atrás. Cuando Ángela insistió en volver a la normalidad, surgió una verdadera discusión.

Al final, ella rompió los platos, los vecinos llamaron a la policía y mi mujer se fue a casa de su madre con sus pertenencias. Creo que espera volver y encontrarme como antes, pero eso sería imposible. No somos personajes de una película que pueden transformarse a capricho. Cuando regrese, encontrará en la mesa unos papeles de divorcio y una nota que dice que me aburro y que no puedo seguir viviendo con ella.

Lección personal: la comodidad de la rutina puede ser un refugio, pero si no se cultiva la comunicación y el mutuo crecimiento, la monotonía se vuelve una cárcel que tanto uno como el otro pueden intentar romper, con consecuencias que a veces son irreparables.

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