La llamó sierva lamentable y se marchó con otra. Pero al regresar, se llevó una sorpresa inesperada.
Catarina siempre escuchó la misma frase de su abuela y su madre: “En esta familia, las mujeres nunca tenemos suerte en el amor.” La bisabuela enviudó a los veintidós, la abuela perdió a su marido en la fábrica, y su madre se quedó sola con un bebé cuando Catarina ni siquiera tenía tres años. Ella no creía en maldiciones, pero en el fondo, temía que su amor también terminara en dolor. Aunque no quería admitirlo, soñaba con un hogar, un esposo, hijos calor de familia.
Su futuro marido, Roberto, lo conoció en la fábrica donde trabajaba como empaquetadora. Él estaba en otro departamento, pero almorzaban en la misma cantina. Así se enamoraron. Todo fue rápido: unos cuantos encuentros, una propuesta, boda. Roberto se mudó a su piso de dos habitaciones, heredado de la abuela. Su madre ya había fallecido. Al principio, fue tranquilo: nació el primer hijo, luego el segundo. Catarina hacía lo posible: cocinaba, limpiaba, cuidaba de los niños. Roberto trabajaba, traía el dinero, pero cada vez volvía más tarde, y las conversas eran escasas.
Cuando empezó a llegar de noche, agotado, con olor a perfume ajeno en la camisa, ella lo supo. No preguntaba, por miedo a quedarse sola con dos niños. Pero un día, estalló:
“Piensa en los niños, por favor. Te lo pido.”
Él guardó silencio. Solo una mirada fría. Sin explicaciones. Sin gritos. Al día siguiente, le sirvió el desayuno, y él ni lo probó.
“Solo sirves para ser criada”, dijo con desprecio.
Una semana después, se marchó. Hizo las maletas y cerró la puerta.
“¡No nos abandones, por favor!”, gritó ella en el pasillo. “¡Los niños necesitan a su padre!”
“Eres una criada miserable”, repitió él al salir. Los niños lo oyeron. Los dos pequeños, sentados en el sofá de la mano, sin entender: ¿qué hicieron mal? ¿Por qué su padre los dejaba?
Catarina no se dejó hundir. Vivió por ellos. Trabajó como limpiadora, fregó escaleras, cargó cubos, enseñó a sus hijos a leer y lavó la ropa a mano cuando la máquina se estropeó. Los niños crecieron rápido, ayudando. Ella se olvidó de sí misma, de sus sueños. Pero el destino sabe sorprender.
Un día, en el supermercado, se le cayó una caja de té. Un hombre la recogió y sonrió:
“¿Necesita ayuda con las bolsas?”
“No es necesario”, respondió distraída.
“Aún así, le ayudo”, dijo él, cogiendo las compras.
Se llamaba Javier. Empezó a aparecer en la tienda cada día, luego a acompañarla, hasta que un día llegó a su edificio para ayudarla a limpiar. Los niños desconfiaron, pero él era amable, paciente. En la primera cena, trajo un pastel y rosas blancas. Cuando el hijo mayor bromeó:
“¿Jugabas al baloncesto?”
Él rio:
“En el colegio, sí. Hace mucho.”
Más tarde, confesó:
“Tuve un accidente. Hablo despacio, me muevo con dificultad. Mi esposa me dejó. Si no te gusta, lo entiendo.”
“Si a los niños les caes bien, quédate”, respondió Catarina.
Él le pidió matrimonio. Y pidió hablar con los niños.
“Quiero ser un padre de verdad.”
Esa noche, ella se lo explicó a sus hijos. Ellos la abrazaron.
“Nuestro padre se fue y nos olvidó”, dijo el pequeño. “Sería bueno tener un padre que se quedara.”
Y así, Javier se convirtió en familia. Enseñó a los niños a jugar al fútbol, ayudó con los deberes, arregló estanterías, se reía con ellos. La casa se llenó de vida. Pasaron los años. Los niños se hicieron hombres. Tomás se enamoró y fue a pedir consejo a Javier. Entonces sonó el timbre.
En la puerta estaba Roberto.
“Fui un idiota. Acéptame de vuelta. Empecemos de nuevo”
“Vete”, cortó Tomás.
“¿Así le hablas a tu padre?”, gritó Roberto.
“No le hables así a mi hijo”, dijo Javier con firmeza.
“No te necesitamos”, añadió el pequeño. “Ya tenemos un padre.”
Cerraron la puerta. Para siempre.
Catarina se quedó allí, mirando a los tres hombres sus protectores, su familia, que había construido con sangre, sudor y lágrimas. Y al fin era feliz.
La vida no siempre nos da lo que merecemos, pero a veces nos regala lo que necesitamos.