El Rico Hijo Empujó a Su Madre Paralítica por un Acantilado, Pero Se Olvidó de Su Fiel Perro y el Final Fue
Antonio Delgado siempre había sido el niño de oro de la familia Delgado. Desde pequeño, era el orgullo de sus adinerados padres, pilares de la alta sociedad de Madrid. Estudió en los mejores colegios, destacó en el deporte y, al final, heredó el próspero imperio inmobiliario de su padre. Su vida parecía perfecta: dinero, influencia y la admiración de todos. Pero había un obstáculo que no lograba superar: su madre, Isabel Delgado.
Isabel, antes una mujer vital y cariñosa, quedó paralítica tras un accidente de coche cinco años atrás. Su vida dio un vuelco. Pasó de ser una matriarca fuerte e independiente a necesitar cuidados constantes. Antonio, siempre movido por la ambición, no tenía paciencia para eso. Se vio obligado a reorganizar su vida para atenderla, y con los años, el resentimiento creció. Estaba harto de los recordatorios de su fragilidad y, sobre todo, de cómo ella lo frenaba. Su padre había muerto un año antes, dejándole la fortuna familiar, pero la condición de Isabel era un lastre.
Una tarde, mientras Antonio y su madre estaban en el balcón de su lujosa finca con vistas a los acantilados de la Costa Brava, un plan empezó a formarse en su mente. Escuchaba el sonido de las olas rompiendo abajo y, por primera vez en años, sintió una ráfaga de libertad. Si su madre no estuviera ahí, podría vivir como quisiera: sin hospitales, sin culpa, sin obligaciones.
Sus pensamientos se tornaron oscuros. Podría hacer que pareciera un accidente. Conocía bien aquellos acantilados muchos habían caído allí a lo largo de los años, sus cuerpos perdidos en el mar. Si la empujaba levemente, todo habría terminado.
Su leal perro, Canelo, un viejo Golden Retriever, dormía plácidamente a sus pies, ajeno al plan que germinaba en la mente de Antonio. Él miró a su madre, que contemplaba el océano sin sospechar el peligro. No imaginaba que quien más confiaba en el mundo estaba a punto de traicionarla.
Con un movimiento rápido, Antonio se situó detrás de ella y, agarrándola por los hombros, murmuró: “Madre, ya estás muy mayor para esto”. En un gesto calculado, la empujó al vacío.
Su grito duró poco antes de desaparecer entre las rocas afiladas abajo. Antonio se quedó inmóvil, el corazón acelerado. Lo había logrado. Se había liberado de la carga de su madre.
Pero al girarse para irse, algo le remordió. Era Canelo, que ahora caminaba inquieto al borde del acantilado. El perro miraba con ojos desconcertados y empezó a ladrar frenéticamente, como si supiera que algo andaba mal.
A Antonio se le encogió el corazón por un instante, pero se sacudió la culpa. “Está hecho”, se dijo, ignorando los ladridos.
La vida de Antonio no cambió de inmediato. La policía llegó horas después, pero dictaminó el suceso como un trágico accidente. Isabel llevaba años con problemas de movilidad, y no les costó creer que había perdido el equilibrio.
Pero Antonio sabía la verdad. Había salido impune. La finca y el negocio familiar eran suyos, sin el lastre de cuidar a su madre. Pero la paz duró poco.
Canelo, compañero fiel de Isabel durante años, se negó a alejarse del acantilado. Pasaba horas ahí, mirando las rocas. Antonio intentó ignorarlo, pero el perro no cedía. Cada día volvía, ladrando y gimiendo, como si llamara a su dueña.
Antonio, irritado, se volvió agresivo con Canelo. Lo encerró fuera de la casa, pero el perro persistía. Una noche, mientras Antonio estaba en su estudio, una inquietud lo invadió. El silencio era opresivo. Miró una foto familiar donde aparecían su madre y Canelo, y por un segundo, sintió un pinchazo de culpa. Lo apartó de inmediato.
Pero el remordimiento no desapareció. Los lamentos del perro lo atormentaban cada noche. El sueño de Antonio se volvió agitado, sus nervios destrozados. No podía escapar de la culpa.
Días después, algo extraño ocurrió: Canelo desapareció. Al principio, Antonio pensó que había huido, pero al revisar, vio señales de que el perro había intentado escarbar bajo la verja. ¿Habría entendido todo? ¿Sabría Canelo lo que él había hecho?
Las semanas pasaron, y la vida de Antonio pareció normalizarse. Logró silenciar la culpa, rehizo relaciones con amigos y colegas. Creía haber dejado el pasado atrás.
Hasta que una tarde, paseando por la playa cerca del acantilado, escuchó un ladrido familiar. Era Canelo. Antonio se paralizó al ver al perro en el mismo lugar donde su madre había caído. Los ojos de Canelo lo atravesaron, llenos de traición y acusación. Era como si supiera la verdad.
Las piernas de Antonio pesaban como plomo al acercarse. “¿Qué quieres?”, susurró, aunque ya lo sabía. Canelo era el último vínculo con su madre, y el perro no olvidaba. La lealtad que antes era inquebrantable ahora era un recordatorio de su crimen.
Canelo gruñó, avanzando como en un desafío. En ese momento, Antonio entendió que sus acciones nunca habían estado ocultas. Ni siquiera para el animal que siempre estuvo ahí. Intentó tocarlo, pero el perro retrocedió.
De repente, Antonio perdió el equilibrio. Cayó hacia atrás y, antes de reaccionar, sintió el vacío bajo sus pies. Su grito se lo llevó el viento mientras caía hacia las mismas rocas que habían matado a su madre. Su último pensamiento fue para Canelo, observándolo desde arriba: su compañero leal, ahora su juez implacable.
Mientras las olas rugían abajo, el legado de Antonio Delgado quedó sellado, no por su riqueza o poder, sino por su traición y el perro que nunca olvidó.