El hijo de mi marido está poniendo en peligro a nuestra familia: ¿cómo puedo alejarlo?

Life Lessons

Estoy sentada en la cocina de nuestro pequeño piso en Madrid, agarrando una taza de té ya frío, con la rabia atascada en mi garganta. Con mi marido, Javier, hemos formado una familia, y en apariencia, todo marcha bien: un hogar acogedor, un coche, unos ingresos estables. Sin embargo, nuestra felicidad se resquebraja por culpa de su hijo de diecisiete años, fruto de un primer matrimonio, Adrián, que ahora vive con nosotros. Pasa parte de su tiempo en casa de su madre, pero se instala cada vez más aquí, convirtiendo mi vida en un infierno.

Adrián es como una espina clavada en el corazón. Me trata como a una sirvienta, deja sus cosas por medio, abandona los platos sucios y responde a mis peticiones de ayuda con un simple encogimiento de hombros. Lo peor es que se ensaña con mi hijo de cuatro años, Pablo. Lo he visto darle un golpe en la cabeza solo porque el niño rozó su móvil. Mi pequeña, Lucía, duerme en nuestro dormitorio, pues no hay espacio para otra cama en este piso tan estrecho. Si Adrián se marchara a casa de su madre, por fin podríamos preparar un cuarto para los niños.

Pero Adrián no se va. Su instituto está a dos pasos, y prefiere vivir con su padre. Pasa las horas pegando al ordenador, gritando con los cascos puestos mientras juega, impidiendo que Pablo duerma. Estoy agotada: cocinar, limpiar, cuidar a los niños… y él no mueve un dedo para ayudar. Su presencia es como una nube negra sobre nuestro hogar, envenenando cada instante.

He intentado hablar con Javier, suplicándole que convenza a su hijo de volver con su madre. Su exmujer, Marta, vive sola en un amplio piso de tres habitaciones. Nosotros nos apretamos los cuatro en un espacio diminuto, donde cada rincón clama por más sitio. ¿Es justo? Si al menos Adrián se llevara bien con mis hijos, pero los maltrata. Pablo empieza a imitarlo, volviéndose insolente y caprichoso. Temo que crezca con la misma indiferencia, la misma arrogancia.

Javier se niega a actuar. «Es mi hijo, no puedo echarlo a la calle», repite, ciego a mi sufrimiento. Discutimos por Adrián casi cada noche. Me siento como un caballo exhausto, tirando sola del peso de la casa, mientras mi marido cierra los ojos ante los actos de su hijo. Estoy harta de sus excusas, de ese amor ciego por un adolescente que destroza nuestra familia.

Un día no pude contenerme. Adrián volvió a gritarle a Pablo por derramar un poco de zumo, y estallé:
¡Basta ya! ¡No estás en un hotel! Si no estás a gusto, ¡vuelve con tu madre!

Él solo se rio:
Aquí es mi casa, no me voy.

Temblaba de rabia impotente. Javier, al oír la discusión, tomó partido por su hijo, acusándome de «no poner de mi parte». Me refugié en la habitación, abrazando a Lucía, que lloraba, mientras mis lágrimas caían. ¿Por qué debo aguantar a este adolescente insolente, mientras su madre vive cómoda sin pensar en él?

Busco una solución. ¿Hablar directamente con Adrián? Explicarle que estaría mejor con su madre, que puede coger el autobús al instituto… Pero temo que se burle de mí, que Javier me acuse otra vez de ser dura. Sueño con que Adrián desaparezca de nuestras vidas, que mis hijos crezcan en paz. Pero cada mirada despectiva, cada gesto brusco me recuerdan que sigue aquí, como un intruso del que no puedo deshacerme.

A veces imagino hacer las maletas e irme con los niños a casa de mi madre, dejando que Javier se ocupe solo de su hijo. Pero lo quiero, y no quiero romper nuestra familia. Solo deseo un hogar tranquilo. ¿Por qué debo sufrir, ver cómo Adrián maltrata a mis pequeños mientras su madre disfruta de su libertad? Estoy cansada de esta rabia, cansada de temer por mis hijos. Necesito una salida, pero no sé dónde encontrarla.

La vida nos enseña que, a veces, el amor más difícil no es el que damos, sino el que exigimos. Aprender a poner límites, incluso a quienes amamos, es la única manera de proteger lo que realmente importa.

Rate article
Add a comment

15 − 11 =