El esposo se marchó con una maleta hacia casa de su madre

Life Lessons

Yo recuerdo, como si fuera ayer, la época en que mi esposo se marchó con una maleta hacia la casa de su madre.
¿A qué cazo te refieres? exclamó, sorprendido, mi vecino de treinta años, Miguel.
Pues ya sabes, la luz, el agua, la comida, la ropa, la limpieza ¿Cuánto piensas aportar cada mes al gasto del hogar? le preguntó Asunción, con la serenidad que solo la vida de barrio puede dar.
Y al mirar el desconcierto de Miguel comprendí que no aportaría nada.

Todo lo malo que rodeaba a Asunción en otras historias nacía fuera de su entorno: maridos infieles que traicionaban, esposas que también engañaban; niños revoltosos y suegras que asediaban con críticas. En su pequeño y acogedor mundo, esas desgracias nunca tocaron su puerta; incluso su suegra se llevaba bien con ella.

Los demás, según ella, tenían la culpa de sí mismos. El marido debía estar bajo control, los hijos educados con mano firme y la suegra a distancia respetuosa.

Todo transcurría con calma hasta que la sorprendió a su esposo con una amiga en el momento y lugar equivocados. Resulta que una casa también puede ser lugar prohibido si se llega en el instante inoportuno

Fue una escena repugnante, vil y bajo. El famoso efecto sorpresa actuó sin que Asunción lo esperara. En un abrir y cerrar de ojos perdió todo: la familia, el marido y la mejor amiga.

La noche anterior había preparado una merluza al horno, con una crujiente capa dorada sobre una cama de zanahorias y cebollas fritas. Esa cena había sido un triunfo; parte del plato quedó para su hermano José, arquitecto que trabajaba desde casa.

La receta de Asunción era una auténtica obra maestra: primero se marinaba el pescado durante media hora en una mezcla de mostaza, mayonesa, miel y especias, luego se cocinaba envuelto en papel de aluminio y, al final, se doraba en la bandeja. A José le encantaba.

En la cocina la amiga y el novio de ella se zambullían en la merluza mientras reían. Él solo llevaba calzoncillos, ella una camisa de lino sin saber qué llevaba debajo. En el dormitorio la cama estaba desarmada, como escena sacada de una mala película.

La amiga se sonrojó, y el hombre empezó a balbucear algo incoherente: Mira, Asunción ha venido pero no está. Ella aceptó esperar, y Asunción, harta, le gritó con la típica frase que escuchábamos en los bares de Madrid: ¡Vete al carajo!.

¿Sin ropa interior? le preguntó con sarcasmo.
Pero son ¡pantimedias! replicó José, descubriendo que su amante ya conocía los secretos más íntimos.

Asunción se lanzó al dormitorio, agarró la ropa y la arrojó al rostro de la pareja, justo sobre la mesa donde reposaba el pescado aún tibio. Luego, con una voz que recordaba a los cómics soviéticos que leía de niña, soltó: ¡Y ahora fuera!. Salió al salón, mientras el ruido de una pelea se desvanecía tras la puerta y, unos minutos después, el marido regresó, intentando reanimar la situación.

¿Qué haces? le preguntó Asunción, cansada. Yo aún no había limpiado la cama, estaba en medio de un proyecto.

Él, sudoroso, respondió que hacía calor y que ella también había llegado tarde. Asunción observó cómo su esposo, como tren que se desvía, se alejaba sin mirar atrás. No hubo reconciliación; su orgullo no le permitió ceder.

Recordó cómo, una mañana, había cerrado la almohada con una manta mientras él dormía. Cuando volvió al dormitorio, la manta yacía en el suelo. Fue entonces cuando Miguel, con su maleta, se mudó a casa de su madre en Valencia; el piso había sido de Asunción.

La madre, una mujer de buen corazón, había mantenido una relación cordial con la suegra, pero la distancia había dejado su propia marca. En ese mismo instante, el pajarito de veinte años, sobrino de la madre, apareció con una maleta en la puerta del pequeño apartamento. Todo ello no ayudó a la nueva célula social que se formaba.

Al final, Asunción, cansada de los hombres, no volvió a ver a ninguno durante casi un año. No había tenido hijos, pues solo vivió dos años con su exmarido, y a los veinticuatro años el divorcio quedó sellado.

Con el tiempo, el frío se fue disipando y un nuevo pretendiente apareció: el apuesto Damián, un año menor que ella. Se habían conocido en el mismo piso y él, a veces, se quedaba a pasar la noche.

Damián quiso mudarse con ella para siempre. Nos queremos, y quiero estar a tu lado, despertar y dormir contigo, ¿vale? le dijo, como quien canta una canción de amor.

Asunción, sin embargo, no estaba preparada. Los matrimonios felices, según la gente, son los que tienen un durmiente que ronca sin que el otro lo escuche. Pero ella escuchaba todo: el ronquido de Damián era como el de un leñador, y, encima, le lanzaba piernas como quien hace una pirueta de bailarina.

Durante dos noches de felicidad casi no durmió. Le propusieron quedarse para siempre, pero el fastidio la dominó. El joven fue rechazado, expulsado del hogar y, humillado, desapareció con su mochila.

Luego surgió Miquel, un hombre de treinta años que sabía cómo usar la cama, pero no sabía cómo llevar la casa. No lavaba los platos y, cuando le pedía que colgara la ropa, no sabía encender la lavadora. Vivía de los ingresos de una habitación alquilada en el piso de sus padres, con una pensión de cuarenta euros al mes, y gastaba en sus caprichos, dejando que la pensión de sus progenitores cubriera el resto. Tenía una hija y, aunque quería mudarse al piso de Asunción, le preguntó:

¿Cuánto piensas aportar al cazo del hogar?

¿A qué cazo? exclamó Asunción, atónita.

A la luz, el agua, la comida, la limpieza insistió él.

Y, como siempre, la respuesta fue nula. Asunción, dueña del piso, decidió que él también tendría que contribuir, aunque fuera con la poca cantidad de detergente que quedaba.

¿No quieres casarte? le preguntó Miquel.

¿Y tú me propones matrimonio? replicó ella.

Sí, si nos apretamos el uno al otro dijo, usando la palabra apretar como excusa.

El si nunca llegó, y Miquel se marchó, llamándola ¡bruja!.

Después apareció Salvador, un hombre encantador y sorprendentemente alcohólico. Vivían juntos; él limpiaba ventanas, barría suelos, aspiraba y colgaba la ropa con gracia. Asunción pensó que había encontrado la suerte. Pero él desapareció antes de que pudieran formalizarse, y la futura suegra, llorando, le suplicó que lo aceptara de nuevo. Asunción, harta, no quiso perder más tiempo.

Al cumplir treinta, la bella y simpática Lucía se encontraba sola. Su madre llamaba cada día preguntando por los nietos, y sus amigas se preguntaban por qué una mujer tan guapa y lista seguía soltera. Lucía bromeó diciendo que no había pretendientes dignos. Adoptó un gato callejero, al que llamó Misu. El felino se convirtió en su confidente, sin dar opiniones, solo maullidos de apoyo.

Entonces Asunción se enamoró perdidamente de Valentín Ibarra, propietario de varias farmacias, rico, independiente y sin hijos. Con él parecía que la vida le sonreía de nuevo. Se convirtió en una mujer irresistible; su relación estaba en su punto más dulce.

Su madre, al oír la noticia, exclamó que los nietos estaban a la vuelta de la esquina. Las amigas recibieron la invitación a la boda. Los novios vivían en un amplio apartamento de dos habitaciones cerca del centro de Madrid. Asunción invitó a Valentín a cenar; él prometió mudarse pronto con todas sus cosas.

La cena empezó con risas, miradas cómplices y promesas de futuro. Pero, al salir al baño, Valentín dio una patada al gato Misu, que simplemente caminaba de un punto a otro. No le hizo daño, pero el gesto fue una bofetada al corazón de Asunción. El hombre, con una sonrisa sarcástica, comentó: ¿Todo por una gatita?.

Asunción se quedó petrificada. El insulto fue sutil, pero suficiente para romper la velada. Valentín, al ver su reacción, se rió y dijo: Así que todo esto se reduce a una patita de gato. Se marchó sin volver la vista atrás, lanzando al final un insulto que resonó en el salón: ¡No pensé que acabarías siendo una!

La abuela de Asunción, al escuchar la historia, le reprochó: ¡Mujer, deberías haber tenido hijos, no un gato! Pero Asunción, a sus cuarenta años, ya no tenía prisa por ser madre; los niños podían llegar hasta la jubilación. La abuela, citando un dicho castellano, añadió: Si te gustan las cerezas, aprende a escupir el carozo.

Así, Asunción siguió buscando al hombre que fuera padre y cónyuge ideal. Algunos decían que no era una búsqueda, sino un desvío del destino, pero ella, como una actriz famosa, creía en el amor a primera vista.

Al final, se decidió por Nicolás, un hombre de cuarenta años, divorciado, atractivo y con recursos. No tenía vicios, ayudaba en la casa, sacaba la basura sin que le recordaran y hacía la compra. No era un tarro de miel, pero tampoco era una pizca de brea. Su mayor defecto era una pequeña mancha de hollín en la bañera, lo cual la hacía reír.

Nicolás se llevó bien con el gato; Misu lo aceptó de inmediato, lo que fue un punto a favor. La madre de Asunción pronto haría realidad su sueño de ser abuela; la prueba de embarazo mostraba dos líneas.

Una mañana, Asunción entró al baño, encontró a Nicolás con una charca de agua en el suelo y, sin perder tiempo, la secó, cruzó la mancha y, escupiendo el carozo de una cereza, gritó a la puerta entreabierta: ¡Ya vengo! No me dejéis solos a Misu.

Así recordamos aquellos tiempos, con sus risas, sus lágrimas y, sobre todo, con la certeza de que, a veces, la vida nos enseña que el amor verdadero no siempre llega con perfume de rosas, sino a veces con el maullido inesperado de un gato callejero.

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