En el día de nuestras bodas de oro, mi marido confesó que toda su vida había amado a otra mujer.
¡No esa, Antonio, no esa! ¡Te lo he dicho mil veces!
Isabel García agitó la mano con fastidio hacia el viejo tocadiscos. Antonio, su marido, se encogió de hombros con culpa y volvió a hurgar en la pila de discos apilados con esmero sobre la cómoda tallada.
¿Cuál entonces? ¿Esta? ¿«Esperanza»? preguntó, mirando a su esposa con duda.
¿Qué «Esperanza»? ¡Te pedí «Lavanda»! Los niños llegarán pronto, los invitados se reunirán, y aquí estamos, en silencio, como en un funeral. ¡Son nuestras bodas de oro! ¡Cincuenta años! ¿Acaso entiendes lo que significa?
Antonio suspiró, sus hombros encorvados se hundieron aún más. Siempre había sido un hombre de pocas palabras, pero con los años se había encerrado en sí mismo. Isabel estaba acostumbrada a su silencio, a esa mirada ausente que parecía atravesarla, perderse más allá de las paredes de su acogedor piso de dos habitaciones. Lo atribuía al cansancio, a la edad, al carácter. Cincuenta años no eran poca cosa. Uno se acostumbra a todo.
Por fin sonó la melodía conocida. Isabel se suavizó al instante, alisó los pliegues de su vestido nuevo, color champán, un regalo de su hija Marta. El aroma a pasteles y vainilla flotaba en el aire. Sobre la mesa redonda, cubierta con un mantel blanco inmaculado, ya estaban dispuestos los platos de ensalada, las copas de cristal brillaban bajo los últimos rayos del sol. Todo estaba listo para la celebración. Su celebración.
Eso está mejor murmuró, más por costumbre que por enfado. Ve a ponerte la camisa buena, no des pena delante de los nietos.
Él asintió en silencio y salió de la habitación. Isabel se quedó sola. Observó los frutos de su esfuerzo: el parqué reluciente, las cortinas almidonadas, las fotografías enmarcadas en las paredes. Allí estaban ellos, jóvenes, en una foto en blanco y negro de su boda. Ella, delgada, sonriente, con una corona de margaritas en el pelo. Él, serio, con un traje impecable, mirando fijamente a la cámara. Más allá, una foto con su hijo, el pequeño Pablo, en brazos. Y luego, los cuatro, con Pablo y Marta ya crecidos, durante unas vacaciones en la costa. Toda una vida. Cincuenta años.
Le parecía que había sido ayer. Ella, una chica de ciudad, llegando a un pequeño pueblo por trabajo, donde conoció a Antonio, un ingeniero local, callado y algo torpe. No decía palabras bonitas, no regalaba rosas. Simplemente estaba ahí. Arreglaba el grifo que goteaba, la esperaba después del trabajo en las noches de tormenta, traía tarros de setas en vinagre que preparaba su madre. Su firmeza y su lealtad la conquistaron más que cualquier gesto romántico. Y cuando él le pidió matrimonio, ella aceptó sin dudar.
El timbre de la puerta interrumpió sus recuerdos. Sus hijos llegaron con ramos de flores y nietos bulliciosos. La casa se llenó de risas, conversaciones y movimiento. Pablo, su hijo serio, ahora médico, les entregó con timidez un paquete de viaje a un balneario. Marta, su hija parlanchina, leyó entre lágrimas un poema que había escrito para ellos. Los nietos les regalaron dibujos hechos con torpeza infantil.
Isabel brillaba. Sentada a la cabecera de la mesa, junto a Antonio, se sentía como una reina. Su vida había sido un éxito. Tenía un marido maravilloso, hijos increíbles, un hogar lleno de amor. ¿Qué más podía desear? Miró a Antonio con ternura. Él se mantenía erguido, con su mejor camisa, sonriendo. Pero su sonrisa era forzada, y sus ojos, una vez más, miraban hacia la nada.
La velada pasó volando. Los invitados se fueron, los hijos regresaron a sus casas con los nietos ya dormidos. La casa volvió a sumirse en silencio, solo roto por la música suave del tocadiscos.
Ha estado bien, ¿verdad? dijo Isabel, recogiendo los platos. Los niños son un encanto. Y los nietos
Antonio no respondió. Estaba junto a la ventana, contemplando la ciudad nocturna. Isabel se acercó y le rodeó los hombros con un brazo.
¿Qué te pasa, Antonio? ¿Estás cansado?
Se estremeció al contacto, girándose lentamente. Bajo la tenue luz de la lámpara, su rostro le pareció extraño, consumido.
Isabel comenzó, con voz temblorosa, tengo que decirte algo.
¿Qué ocurre? preguntó, alarmada. ¿Te encuentras mal? ¿La tensión?
No negó con la cabeza. Es que no puedo seguir cargando con esto. Cincuenta años es demasiado tiempo.
Isabel se quedó quieta, las manos cayéndole a los lados. Un frío punzante le recorrió el pecho.
¿Decirme qué, Antonio? No me asustes.
Respiró hondo, evitando su mirada. Sus manos jugueteaban nerviosas con el borde del mantel.
En el día de nuestras bodas de oro quizá sea lo correcto. Para que todo sea honesto. Por primera vez.
Calló, reuniendo valor. La habitación se sumió en un silencio agudo, solo roto por el tictac del reloj de pared.
Toda mi vida he amado a otra mujer, Isabel.
Las palabras cayeron como piedras en un pozo profundo. Isabel lo miró sin entender. Le pareció que había oído mal. No podía ser. Era una broma cruel, absurda.
¿Qué? susurró. ¿A quién?
A Lidia exhaló, y ese nombre, pronunciado con una ternura oculta, le quemó más que una bofetada. Lidia Mendoza. ¿La recuerdas? Fuimos compañeros de clase.
Lidia Mendoza. Claro que la recordaba. Una chica vibrante, de risa contagiosa, con una gruesa trenza castaña y hoyuelos en las mejillas. La más guapa del instituto. Todos los chicos suspiraban por ella. Pero se casó con un militar y se fue del pueblo poco después de graduarse. Isabel apenas la había vuelto a ver.
Pero eso fue en el instituto balbuceó, aferrándose a esa idea como un náufrago a un salvavidas. Un enamoramiento de juventud
No, Isabel respondió con una sonrisa amarga. No fue solo eso. Iba a pedirle que se casara conmigo después de la mili. Le escribí cartas. Y cuando volví ya estaba casada. Un mes después se marchó con su marido a las Islas Canarias.
Mientras hablaba, el mundo de Isabel se desmoronaba. Esos cincuenta años de matrimonio feliz se encogían, convirtiéndose en una gran mentira.
¿Entonces por qué te casaste conmigo? su voz se quebró. Lágrimas que no había sentido brotaron por sus mejillas.
Estaba destrozado murmuró, como hablando consigo mismo. Mi madre me decía: «Deja de lamentarte, la vida sigue. Mira a Isabel, es una buena chica. Inteligente, responsable». Y pensé ¿por qué no? Tú eras buena. Correcta. Creí que el cariño llegaría. Que la olvidaría.
¿Y lo hiciste? gritó, con voz cargada de dolor, rabia y traición.
Antonio calló. Y ese silencio fue más terrible que cualquier
                                    






