EL BANCO DEL HOMBRE QUE NADIE VEÍA
Cada mañana, cuando el sol empezaba a pintar de oro los tejados de Madrid, Tomás salía de su pequeño piso en un edificio con más arrugas que un abuelo después de una siesta. Su chaqueta, remendada en los codos, parecía competir con las sombras de los árboles por quién pasaba más desapercibido. Caminaba con calma, como si el tiempo fuera un vecino con el que no tenía prisa por cruzarse. Llevaba bajo el brazo un cuaderno ajado y una bolsa de tela donde guardaba lo imprescindible: un libro, un bolígrafo, pan con tomate y unas magdalenas que había hecho la noche anterior.
Su destino era siempre el mismo: un banco bajo un olivo centenario en el parque del Retiro, cuyas raíces levantaban el suelo como si quisieran escapar de tanta solemnidad. Allí se sentaba, observando el desfile de corredores, turistas despistados, abuelas con carritos de la compra y niños que gritaban como si les hubieran quitado el último chupachups. Nadie le prestaba atención.
Ese tipo siempre está ahí comentaban algunos. ¿Será un mendigo o un poeta sin inspiración?
Lo cierto es que Tomás no era ni lo uno ni lo otro. Había sido arquitecto, dueño de medio Madrid, viudo y, en otro tiempo, millonario. Pero un día, después de perder a su mujer en un accidente, se dio cuenta de que los rascacielos que diseñaba no le llenaban el hueco que le había dejado ella. Así que lo vendió todo, guardó cuatro recuerdos y se convirtió en el espectador más discreto del parque.
En su cuaderno anotaba las pequeñas tragedias y alegrías de la gente: la señora que leía el Hola como si fuera la Biblia, el hombre que alimentaba a los gorriones con migas de pan, los niños que jugaban al fútbol con una botella de agua como balón. Hasta que un día, Lucía apareció. Una niña de mochila roja y ojos como platos, que se plantó frente a él con una galleta María en la mano.
Mi madre dice que no hable con desconocidos dijo, mirándolo con la franqueza de quien aún cree en los Reyes Magos, pero usted tiene pinta de buena gente.
Tomás sonrió por primera vez en años.
Gracias, cariño. Me llamo Tomás.
A partir de entonces, Lucía lo visitaba cada tarde. A veces le traía un dibujo, otras una flor robada del jardín de su abuela, o simplemente le contaba cómo le había ido en el cole. Tomás empezó a esperar esas visitas como quien espera el churro con chocolate del domingo.
Hasta que un día, Lucía no apareció. Ni al siguiente. Ni al otro. Tomás, con un nudo en el estómago, preguntó en la panadería de la esquina.
Está en el hospital le dijo una vecina. Una gripe que se le ha complicado.
Sin pensarlo dos veces, Tomás fue al hospital. Al principio, una enfermera le puso la misma cara que ponen los guardias de tráfico cuando te saltas un semáforo. Pero entonces apareció la madre de Lucía.
¡Usted es el del banco! exclamó. Mi hija no para de hablar de usted. Pase, por favor.
Lucía estaba pálida, pero al verlo, sus ojos brillaron como farolillos en Navidad.
¡Tomás! ¡Sabía que vendrías!
Claro que sí respondió él, con la voz más tiesa que un churro recién hecho. ¿Quién iba a escuchar tus historias de dragones y princesas si no?
Durante días, Tomás le leyó cuentos, inventó aventuras sobre parques encantados y hasta le enseñó a hacer aviones de papel con las hojas de sus revistas. Lucía se recuperó, volvió al parque y, poco a poco, otros niños empezaron a acercarse al banco. Los padres le preguntaban su nombre, los abuelos le ofrecían café, y hasta el dueño del kiosko le regalaba tebeos viejos.
Tomás, que antes solo observaba, se convirtió en el alma del parque. Hasta empezó a colocar bancos por toda la ciudad, cada uno con una placa que decía: «Si alguien se sienta aquí solo, siéntate tú también».
Y así, el hombre que nadie veía se convirtió en el que todos recordaban. Porque al final, lo que todos necesitamos, más que un like o un comentario, es que alguien se siente a nuestro lado. Aunque sea en silencio. Aunque sea con una galleta María en la mano.