Si no fuera por la curiosidad innata que heredé de mi padre, anticuario, habría dejado pasar el destello extraño entre los escombros de una obra en la calle de la Palma. Pero no: me agaché, recogí el objeto negro azabache.
Era una antigua placa de plata oscura con una gran piedra, deslucida por los años. A la luz de la farola, la gema titiló con un tenue azul aterciopelado.
Yo siempre me he sabido más de antigüedades que de gente. Mis dedos, casi por instinto, hallaron en el interior del anillo los surcos y la inscripción desvaída. El corazón dio un salto. Miré a mi alrededor; el callejón estaba desierto, y guardé el hallazgo en el bolsillo.
En casa, bajo la lupa, no quedó duda: era un zafiro auténtico. Mi padre me repetía que esa piedra era talismán de fe, esperanza y amor.
La placa era antigua, y tras limpiarla con un paño suave la piedra reveló su verdadero color: un profundo azul cobalto, aunque no perfectamente claro, con una ligera neblina. No era una fortuna, pero sí una suma considerable para mi estrecho presupuesto: lo suficiente para un par de años sin preocupaciones, una entrada para un piso o un viaje lujoso.
¿Qué hubierais hecho vosotros?
Yo empecé a buscar excusas para no contar a nadie de mi descubrimiento. La placa estaba tirada entre los desechos de una casa derribada; su dueño ya no existía, y de todas formas la hubieran llevado al vertedero. La encontré, así que también la poseía.
Recordé a Aitana. Hace un mes, entre lágrimas, me dijo: «Eres fiable como un reloj suizo. Pero ahora entiendo que la vida no es solo fiabilidad; necesita locuras, riesgos. Perdóname, me voy con Sergio».
«¿Una locura?», musité con una sonrisa sardónica mientras hacía rodar la pesada placa entre mis manos. «Te armaré una travesura que tus Sergios envidiarán. Me iré a Bali seis meses, subiré fotos y tú solo podrás observar y llorar».
Aún desconocía el valor exacto del anillo, pero la casa de antigüedades a la que llamé me dio una cifra aproximada y me quedé con la boca abierta ante tal regalo del destino. Sentí una punzada de dulzura bajo la lengua. Apreté la placa con fuerza y mis manos temblaron.
Realicé una auténtica investigación: busqué información sobre la inscripción, comparé la gema con fotos. Todo coincidía. Entonces me senté a trazar planes. El proceso me embriagó. Esa noche no cerré los ojos, imaginándome el océano y las palmeras.
¿Y vosotros habríais podido dormir? Lo mismo…
Yo estaba en el alféizar, pensando: «Venderla significa despedirme para siempre, pero es una historia» El pragmatismo ganó. «Necesito un comprador que reconozca su valor histórico, no que simplemente funde la piedra».
Al poseedor de tal tesoro se le abrirían muchas ideas. Su imaginación necesitaba más espacio.
Así que Bali quedó decidido.
¿Qué después?
«Podría reformar la casa», meditaba. «Podría comprar esa lente que he estado ahorrando tres años». Me puse de pie, me acerqué a la ventana y, mirando la ciudad dormida, seguí: «O simplemente depositar el dinero y no preocuparme del mañana».
A la mañana, un amigo que siempre me invitaba a excursiones, y a quien siempre rechazaba por el trabajo, me llamó. «Esta vez acepto», pensé, mirando la placa sobre la mesa, y me dormí de nuevo entre dulces ilusiones.
Al despertar, lo primero que hice fue localizar el anillo no había sido un sueño. Decidido a marcar el inicio de una nueva vida, me dirigí al restaurante de lujo con grandes ventanales donde siempre temía entrar por los precios.
Allí, en la barra, la vi: Aitana, sola, tomando un café. Su rostro estaba triste y perdido.
Me acerqué al camarero.
¿Ve usted a esa chica? dije en voz baja. Quiero pagar su cuenta. Y entregue esto a ella.
Saqué la placa del bolsillo; reposaba en mi mano, pesada y misteriosa, como guardando los secretos de sus antiguos dueños.
¿Qué? Pero se quedó el camarero sin palabras
Simplemente entregue. Dígale que es de alguien capaz de un acto. Y que le desea toda la felicidad del mundo. Con cualquier circunstancia.
No esperé reacción, giré y salí sintiendo que el suelo se desvanecía bajo mis pies. No había entregado solo una joya, sino mi billete a la libertad. ¿Para qué? ¿Para demostrar que no era avaricioso? ¿Que no era calculador? ¿Que su reproche había sido injusto? O sólo para ver en sus ojos no envidia, sino asombro. Porque la verdadera locura no está en el egoísmo, sino en la capacidad de soltar.
***
Aitana se quedó en el restaurante vacío, sin poder moverse. En su mano reposaba la antigua placa, pesada, fría, auténtica. Junto a ella, una nota del camarero: «De una persona que es capaz de un acto».
Todo quedó claro.
Era la respuesta que no esperaba no una súplica de regreso, sino algo mayor. Un gesto de quien, arriesgando todo lo que tenía, demostraba que era capaz del más desinteresado de los actos. Luis no compró coche ni se fue de viaje. Le entregó la joya simplemente. ¿En señal de qué? ¿De perdón? ¿De amor? ¿De libertad?
Recordó a Sergio, que la había discutido ayer por la cuenta del café, y comprendió el poder silencioso de ese gesto. Entendió que el «acto» no era ostentación, sino la fuerza tranquila de esa entrega.
***
Yo estaba ebrio y, por eso, dormía vestido de ropa interior.
Soñé que caminaba por una playa, y bajo mis pies no había arena, sino zafiros esparcidos Me desperté con la cabeza pesada y los bolsillos vacíos. Recordé todo: el anillo, el restaurante, mi acto loco.
Me quedé tendido, sin abrir los ojos, percibiendo un perfume familiar, el que le había regalado a Aitana en su cumpleaños.
Abrí los ojos y, apoyado en el codo, vi que en el umbral de mi habitación estaba Aitana, con la placa en la mano.
¿Tú? ¿Por qué? comencé.
Le devolví a Sergio sus regalos dijo ella en voz baja. Y esto extendió la placa. Ahora es nuestro. Podemos venderlo y ir juntos a Bali. O podemos quedárnoslo. Si te parece bien.
Yo la miré en silencio.
Estaba completamente sobrio y, al mismo tiempo, inmensamente feliz. Había realizado un acto. Y ese acto, que me costó una fortuna, me devolvió algo mucho más valioso.







