¿Te duele mucho, mamá?
No, cariño, vete a la cama.
La miré sin poder creerlo. La sufría, y ese dolor se me transmitía. Con diecisiete años creía de verdad que entregaría mi vida si con ello ella siguiera viviendo.
¿Has tomado tus pastillas? ¿Quieres que te haga un té de menta o simplemente un vaso de agua? Veo claramente que no te sientes bien.
Estoy bien, mi pajarito, ya es hora de que duermas; mañana tienes dos exámenes. ¿Has repasado todo?
Deslicé una hebra de su pelo húmedo de la frente. Era una mentira nacida del puro amor y del deseo de proteger a quien se ama del sufrimiento. Yo ya conocía la verdad; no podías engañarme. Si tuviera cinco años tal vez lo habría creído y me habría tranquilizado, pero era insoportable ver aquella mirada apagada.
Claro murmuró mi voz, apretando los dientes contra el labio.
A la tenue luz del abatidor naranja de la lámpara de noche, su rostro parecía casi juvenil; el fino enrejado de arrugas alrededor de los ojos se desdibujaba y su piel adquiría un tono melocotón, como las hojas de otoño. El dolor se alojaba allí, a la izquierda del plexo solar, en la parte inferior del pulmón. Tratando de parecer natural, coloqué la mano sobre la manta justo en el punto donde dentro de ella se había formado un tumor que la consumía por dentro. Pensé que nuestros cuerpos son energía concentrada, que todos estamos hechos de la misma materia que teje el universo.
Imaginé, en mi mente, cómo la enfermedad de mi madre se transformaba en partículas luminosas que subían por mi brazo y se instalaban en mi pecho. ¡La tomaría para mí! La encerraría en una fortaleza y no la soltaría jamás. La vida de mi madre valía infinitamente más que la mía. No había en el mundo nadie más bondadoso, puro y luminoso que ella
Su sonrisa se hizo más clara por un instante. Lo atribuí a mi propio esfuerzo; quería creer que mi extraño y desesperado método empezaba a dar resultados.
¿Qué tal?
Bueno, ya me voy. Buenas noches, mamá.
Que descanses, mi pajarito.
Aun con el dolor insoportable, ella asistió a mi baile de graduación. Arreglando los pétalos de mi pulsera de flores, susurró:
No me mires con tanto pesar. Seguro que estaré en tu boda.
Un mes después, ya no estaba. El mundo se redujo a un punto del tamaño de una pelota de tenis y yo quedé allí, sola, absolutamente sola. Los vientos del cosmos me arrastraban por los rincones del universo. Mi casa, siempre refugio, se derrumbó; sus muros se convirtieron en polvo que se esparció por cada esquina y, sin defensa, sentí por primera vez el aliento helado de huracanes, tornados y desiertos que mi madre me había protegido siempre. Ese viento cruel de la madurez intentó hacerme caer en cada paso inseguro, obligándome a andar con más firmeza, a pensar con mayor claridad, a fijar metas precisas y a no mirar atrás.
Me matriculé en la universidad de Madrid y me mudé al centro provincial. Mi padre, José, me ayudaba económicamente y trataba de apoyarme moralmente, aunque ya tenía una nueva familia. Su esposa no estaba muy contenta de que, pese a los alimentos que había pagado por los años pasados, él siguiera destinando una considerable suma de euros a mis gastos. Aun así, aquel apoyo era vital y lo acepté. Pasé cinco años en la residencia estudiantil y solo volvía al piso que compartía con mi madre durante las vacaciones de invierno y brevemente en verano. En los meses cálidos alquilaba una habitación en la ciudad y buscaba trabajos esporádicos. Mis compañeros de clase regresaban a la casa de sus padres, y yo no tenía a dónde ir.
Todavía me cuesta estar en nuestra casa sin ella. He colocado sus fotos en todas las estanterías, las he colgado en el pasillo y en la cocina. Desde cualquier rincón la veo viva, alegre y llena de energía. Eso alivia un poco la pérdida; parece que nunca se ha ido, sino que vive en otra ciudad.
Los objetos que me regaló en distintas fiestas valen ahora cientos de euros. Me siento en el sofá, rodeado de los álbumes que compartimos, y sigo marcando su número. No suena. Una voz femenina de atención al cliente indica que el abonado no puede contestar y sugiere volver a intentar más tarde. Contemplo durante mucho tiempo la foto enmarcada sobre mi escritorio, donde aparecemos juntos. En los álbumes busco nuestras semblanzas y descubro rasgos que antes me eran desconocidos. Inserto en el reproductor una cinta donde mi madre habla, ríe, canta y baila totalmente viva. Es elegante, femenina y suave. Es preciosa. Mi madre siempre lo fue. Siempre ha estado y siempre estará conmigo.
¿Te acuerdas, mamá, de cuando, tras tu divorcio, compartíamos una pequeña habitación? Me regalaste dos ratas blancas que se reproducían tan rápido que tuvimos que rescatar a sus crías de cada grieta y entregarlas a la tienda de mascotas; las que no quisieron comprar, las repartimos entre los vecinos.
¿Y aquel cuervo que le arrebatamos al gato callejero rojizo que lo llevaba en las fauces? Lo dejamos vivir con nosotros; cuando creció y se echó a volar, a veces volvía, metía la cabeza por la ventana y graznaba: «¡Caw! ¡Aquí estoy!», y le ofrecíamos pan de la mano.
¿Recuerdas cuando, de niña, mordí una página de un libro ilustrado con dulces y se me antojó tanto que, sin dinero para comprar caramelos, esa noche nos compraste el pastel más delicioso del mundo?
¿Y la vez que desmantelamos el viejo armario de la abuela y hallamos una pequeña ícona bajo la cual guardábamos una foto nuestra? El abuelo decía que ella rezaba por nosotras cada noche.
Sabes, mamá, cuanto más adulta soy, más paso frente a escaparates y, al ver algo que te habría gustado, pienso en ti. Ayer vi en la vitrina un elegante abrigo rojo y me imaginé que te haría una fiesta. Siempre te encantó el rojo y la ropa que marcaba la cintura. Ahora compro esas cosas en mis sueños, te llevo de la mano por las tiendas y adquiero todo lo que te habría gustado, pero que no podías comprar mientras estabas viva.
El artista André Kón
Me diste tanto, con una entrega tan inmensa que todavía vibra dentro de mí. Tu cuerpo físico se desvaneció, pero tu alma sigue volando alto, mirándonos desde las nubes y susurrándonos respuestas. Así siento tu apoyo, y me da fuerzas para seguir viviendo y encontrar alegría en cada nuevo día. A veces me supera el deseo salvaje de abrazarte otra vez, sentir tu perfume, tu calor hasta el punto de querer gritar de nostalgia. En esos momentos, casi veo tu rostro, tu sonrisa, tu pelo y tus manos, la delicada pañuelo de seda que llevabas y oigo el leve rastro de tu perfume. De repente entiendo con claridad que aún estás aquí, que tu amor sigue protegiéndome y guiándome. Siempre estuviste orgullosa de mí, incluso cuando no había razón aparente para sentir orgullo; simplemente por ser tu hija.
Cada fin de semana le recuerdo a mi esposo:
Llama a tu madre, pregúntale cómo está, si se siente bien, si todo va bien.
Al principio le costó acostumbrarse; para él los padres son algo natural, siempre presentes y dispuestos a ayudar.
Cuando vamos a visitar a sus padres, siempre llevo regalos para su madre y le pido a mi marido que se los entregue de mi parte. Ella se sonroja con ternura al recibir esas atenciones, porque no está acostumbrada a que su hijo adulto se preocupe tanto. En esos momentos me llena una alegría inmensa; su madre, la suya, es tan indispensable como tú lo fuiste para mí. No intenté invadir su intimidad, pero un día le pedí consejo sobre un problema de salud que me angustiaba y ella se enfadó mucho:
¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué callaste tanto?
No quería preocuparte con mis dificultades.
¿De qué preocupación hablas? Ahora eres como una hija para mí, y yo para ti… ¡tu madre ya no está, pero aquí estoy yo!
Lloré al recordar sus palabras. Tras años de soledad profunda, volvió a aparecer alguien a quien podía llamar madre con el corazón limpio. Me convertí en su hija, aunque nadie volverá a llamarme mi pajarito. Y que así sea.
La palabra «mamá» es tan corta. Sólo lleva cuatro letras, dos de ellas se repiten, pero encierra el sentido más fundamental para cualquier ser humano.







