El silencio del piso se quebró con el chirrido molesto de una lata de conservas que mi hermano abrió por tercera vez en el día. Yo, Celia, apoyé la frente contra el cristal frío de la ventana y miraba cómo la nevada tormenta fuera borraba las luces de la ciudad, como si el cielo se hubiera vuelto una pared blanca e implacable. Tenía la sensación de que, si daba un paso dentro de ese manto, desaparecería para siempre, y quizá eso fuera lo mejor.
Mamá, ¿no puedes enviar a alguien más a casa de la tía Lidia? dije con la voz apagada, como si viniera de otro mundo.
Mi madre, que empacaba frenéticamente su maleta, exhaló irritada mientras sus dedos jugueteaban con correas y cierres.
¿Te das cuenta de lo que dices? Ella es como una segunda madre para mí. No puedo dejarla sola en una situación así. Y tú tampoco te quedas sola, que vas a estar con Álvaro.
Exacto. Con Álvaro respondí sin mirar a mi madre, para que no viera la traición brillando en mis ojos.
¿Así que me pasas las vacaciones encerrada con él? ¿Dos semanas enteras?
Por favor, ¿qué le ha hecho? Es mayor, así que supuestamente sabe más que tú. Tú ya no eres una niña, ¿no? ¡No te asustes como una niña pequeña!
Con un tirón, mi madre cerró la cremallera de la mochila. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Qué sentido tenía quedarme sola con mi hermano, que me odiaba, mientras mi madre hacía oídos sordos? Un vistazo furtivo a la estantería me mostró un grueso libro de tapas de cuero gastado. Entre sus páginas, entre relatos de viajes lejanos, estaba mi boleto a otra vida o al menos eso creía.
Mi madre se acercó a la ventana y me dio un puñado de billetes.
El dinero principal está en la caja de madera del armario. Álvaro está al tanto. Y esto es para emergencias. Confío en que sabrás usarlo con cabeza.
Yo asentí, sin apartar la mirada del libro, mientras apretaba el dinero en la mano. De pronto, mi madre se estiró hacia el libro. Quise decir algo, pero no alcancé a pronunciarlo. En un instante, ya tenía en sus manos un sobre escondido entre las páginas.
¿De dónde sacas eso? ¡Este carta tiene años! su voz tembló.
Me ruboricé.
Mamá, ¿podría ir a casa de papá mientras no estás? soplé, pero la expresión de mi madre hizo que mis ilusiones se desvanecieran.
¿A qué papá? ¿Crees que te esperará con los brazos abiertos? Quizá ya no exista nada de él en esa dirección. volvió a colgar su mochila y se dirigió al pasillo. Tengo prisa. Vuelvo luego y hablamos. El número de la tía Lidia está anotado en mi agenda, llámalo solo en caso de urgencia.
La puerta se cerró con un golpe que dejó la entrada vacía. Casi al mismo tiempo, Álvaro apareció en la habitación, oliendo a alcohol y a algo más agrio.
Pues nada, hermanita, mamá se ha largado. Ahora bajo mi protección bostezó, pero sus ojos destellaban una chispa cruel. Por cierto, ¿cuánto te ha metido de bolsillo?
El dinero está en la caja, gruñí, intentando escapar a mi cuarto. Pero él bloqueó el paso.
¿Y los de emergencia? ¿No los has visto? No intento engañarte.
¡No los vas a ver!
¡Anda ya!
Me escabullí bajo su brazo y cerré la puerta de mi habitación con fuerza.
Esa noche la música retumbaba en el piso, la risa de sus amigos era ensordecedora y el aire se volvió denso y pegajoso por el perfume y el alcohol ajenos. Desde mi cuarto, junté a tientas la mochila. El plan era una locura: al día siguiente, en cuanto amanezca, iría al sitio que aparecía en el sobre amarillento, fuera donde fuera, solo para alejarme de este caos.
Estaba casi a punto de quedarme dormida cuando la puerta se abrió de golpe. Álvaro entró con una chica a su lado.
Despeja el sitio, que tengo que hablar con Celia dijo, sin una pizca de calidez, solo una mirada de hielo.
Los segundos siguientes fueron como una pesadilla. Su agarre metálico, un empujón en la espalda, la puerta que se cerró de golpe. Me desperté en el frío del zócalo del edificio, con la mochila apretada contra el pecho. Desde la entrada, escuché su risa alcohólica: «¡Largo, ratoncito!»
Las lágrimas corrían solas por mi cara. Era de noche y yo estaba sentada en los escalones, con los pies desnudos y los botines de invierno apretados, cuando una voz masculina resonó:
¿Qué haces temblando en la calle?
Delante de mí estaba un hombre con un abrigo grueso. Su rostro me resultó familiar; era mi vecino de siempre, aunque había desaparecido varios años atrás.
Mi hermano dije sin aliento.
¿Y tu madre?
Se ha ido.
¿Por mucho tiempo?
Un par de semanas.
El hombre asintió.
Venga, entra, que hace mucho que no bebo una taza de té. Soy Ignacio, tu vecino. Te recuerdo desde que eras una niña.
Su piso olía a polvo y a la comida de ayer. Mientras calentaba macarrones con atún, le conté mi plan desesperado: encontrar a mi padre en la dirección del sobre.
Ignacio sonrió y me sirvió el plato.
No te pongas nerviosa. Pasará la noche y mañana veremos. Yo también tuve un hermano que era un huracán, no un hombre. Sé lo que es.
Me tendió el sofá viejo y, esa noche, cruzó una frontera entre dos vidas. Soñé con escapar de los ojos de vidrio de mi hermano y despertaba en el tranquilo pero seguro piso de enfrente.
Así empezó nuestra extraña amistad. Cada vez que la casa se llenaba de voces borrachas, Ignacio me escuchaba en silencio y a veces me contaba fragmentos de su propia historia: vagabundeos, pérdidas, una familia que se había ido como el humo. Se volvió mi refugio, mi ancla en medio del mar revuelto que era mi vida.
Pero llegó el momento crítico. Álvaro, sin encontrar la caja con el dinero, me hizo una interrogación brutal, gritos y amenazas. Su puño se levantó, pero yo, con el corazón a mil, me torcí, giré y corrí al portal.
¡Si te vas, no habrá vuelta atrás! rugió.
¡Mi madre volverá y tú no harás nada! grité, disparándome hacia la puerta familiar.
¡Que tu espíritu no vuelva a cruzar por aquí! fueron sus últimas palabras.
La puerta de Ignacio se abrió antes de que pudiera tocar. Me miró, vio mi rostro empapado de lágrimas y la mochila deshilachada, y sin decir nada me dejó entrar.
No puedo volver allí, exhalé, sintiendo cómo se aliviaba una carga enorme.
Él asintió, con la mirada seria y comprensiva.
Entonces quédate aquí hasta que tu madre regrese. Después, veremos.
Y cerró la puerta, dejando atrás al hermano ruidoso y a una época de miedo y soledad. Detrás de esa puerta empezaba algo nuevo, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que ese nuevo no era tan aterrador.
***
Ignacio despertó de un sollozo ajeno que se coló por la fina pared del sueño. Miraba al techo, sumido en la oscuridad que precede al amanecer. Ese llanto le resultaba familiar, amargo como el humo de una hoguera de otoño. «¿Será Celia de nuevo?»
Los últimos días había vivido con una especie de doblez interno. Esta ciudad, cargada de recuerdos de errores pasados, le pesaba en los hombros. Medio año libre después de su última “incursión” no bastaba para respirar. Su exesposa lo había borrado de su vida hace tiempo. Su plan era sencillo: irse a la casa de un viejo amigo, perderse en la inmensidad y empezar de cero. Pero entonces apareció la niña, como una criatura inesperada que le hizo dudar de su fuga. Le dolía verla, pero el miedo a atarse a otro ser lo atenazaba.
Al tocar a su puerta, una voz tímida preguntó:
Tío Ignacio, sé que te vas. He visto tu maleta. Llévame contigo. Yo también quiero a papá. Aquí está la dirección.
Le entregó una hoja arrugada y él silbó, sintiendo cómo sus planes perfectos se desmoronaban con la mirada de la niña.
No puedo quedarme aquí. Álvaro se ha vuelto un animal, y mi madre solo aparece para cocinar y limpiar. Llévame al tren y después… su voz temblaba de desesperación.
Celia, ¿estás en serio? ¿Y si me acusan de secuestrarte? protestó, pero ella, con esos ojos enormes y claros, lo convenció de rendirse. Vale, no te dejaré en la calle. ¿Tu padre sabe que vas?
La chica asintió rápido y se volvió hacia la ventana. La mentira flotaba entre ellos, densa y sin decirse.
¡Gracias, tío Ignacio! exclamó, y en su voz había una chispa de esperanza.
Llama a tu padre, al menos avísale murmuró, sabiendo que esa llamada nunca llegaría.
El tren olía a patata cocida, chorizo y polvo; fuera, la penumbra de los campos nevados se deslizaba bajo la luz del crepúsculo. Celia sentía su corazón latir con fuerza bajo la idea de reencontrarse con él. ¿Será amable? ¿Le alegrará?
Ignacio, sin poder dejarla sola, compró billetes hasta la ciudad donde vivía el padre de Celia. Decidió que, al llegar, iría directamente a su destino. Mientras ella dormía, un papel arrugado salió de la repisa y cayó sobre la mesa. Lo recogió y, sin querer, lo leyó:
«Querida Violeta, feliz cumpleaños. Lamento todo. Besos de tu hija.»
Lo dobló con cuidado y, cuando Celia despertó, se lo entregó.
Lo siento, no quería leerlo. ¿Es de él? preguntó.
Ella asintió en silencio.
Dime, ¿le has llamado? ¿Te espera?
Bajó la cabeza.
No. Solo sé la dirección y nunca lo he visto.
Ignacio suspiró.
Dios mío, ¡qué tonto soy! ¿Estás segura de que aún vive?
Mamá decía que pudo irse, pero siento que él me protegería. No me dejaría… su voz tembló de fe desesperada.
Él asintió, mirando cómo ella guardaba el trozo de papel. Entonces, una idea cruel le atravesó la mente: si no hubiera tomado otro camino, tal vez tendría familia. Una hija como ella.
Llegaron a la ciudad indicada y tardaron un día más buscando. El apartamento que aparecía en la dirección pertenecía a desconocidos. Un vecino, al escuchar su conversación, les dio una pista nueva: el pueblo donde Igor, según rumores, se había ido en busca de inspiración.
En un viejo autobús chapoteado, llegaron a una aldea donde una anciana, reseca como la paja seca, los recibió con sospecha.
No os daré dinero. ¡Ya está harto de eso!
No venimos por dinero murmuró Celia. Soy vuestra nieta.
La mujer, al ver su rostro, la dejó entrar y les sirvió un guiso. Durante la cena, la anciana contó la historia de su hijo: un artista talentoso pero perdido, un buscador perpetuo de la felicidad efímera.
¿Dónde está ahora? preguntó Celia, incapaz de aguantar la curiosidad.
Tenía la dirección, aunque no sé si sigue vigente
Ignacio, silencioso, se acercó y susurró:
¿Por qué buscas a un padre que nunca has visto?
Tío Ignacio, siento que todo saldrá bien respondió con una fe firme pero ingenua.
La pista los condujo a un bloque de ladrillo sin nombre en las afueras. Eran las seis y media de la tarde cuando llegaron al piso indicado. Tocaron la puerta hasta que se oyó una voz ronca y cansada:
¿Quiénes son?
En el umbral apareció un hombre demacrado, con el rostro marcado por la resaca y el polvo.
¿Ustedes son los de Igor? preguntó Celia.
No. ¿Qué quieren? respondió, frunciendo el ceño.
Venimos por asuntos personales. ¿Podemos entrar? insistió Ignacio.
El interior estaba a media luz y revuelto. Igor, tras mover unas latas, les indicó un sitio para sentarse.
¿Conocen a Violeta? preguntó Celia, con la voz temblorosa.
¿Violeta? él rascó la cabeza. Ah, la cocinera Hace años la conocí. Tenía un hijo y, al final, abortó el embarazo No sé…
De pronto, sus ojos se cruzaron con los de Celia.
¿Qué quieres?
Soy tu hija. Soy la hija de esa Violeta.
El hombre se quedó helado, una mezcla de asco y sorpresa cruzó su rostro.
¿Y qué esperas de mí?
Nada solo saber Celia intentó decir algo, pero la confusión la hizo correr. Salió disparada del apartamento, y Ignacio la alcanzó en la calle. Entre lágrimas, gritó:
¡No quiero morir, tío! ¿Por qué nadie me quiere? ¡Te he encontrado y lo he perdido!
Ignacio la sujetó, intentando calmarla.
Tranquila, Celia. La vida es como un péndulo: da una, da otra. Tú eres todavía niña, tienes todo por delante. El destino no castiga a los valientes y tenaces. Llegará la felicidad y el amor.
Llama a mamá, por favor sollozó, bajando la cabeza. Sabía que ella ya había vuelto a casa, quizá enloquecida.
Violeta llegó en el primer vuelo disponible. En el aeropuerto, sin mirar a nadie, tomó a su hija entre los brazos y la aferró con fuerza, sin soltarla durante minutos eternos. Su rostro estaba pálido, cansado por noches sin sueño, pero en sus abrazos había todo el universo.
Hija ¿por qué no me llamaste? ¡Me vuelvo loca! La policía ya estaba en camino le dijo, mientras su mirada se posaba en Ignacio, que estaba a un lado.
¿Él te ha acosado? preguntó.
No, mamá. Él es un buen hombre, mucho mejor que mi padre. Por eso debía casarme con él.
Oh, hija exhaló Violeta.
El avión ascendía, el sol del atardecer inundaba la cabina de un rojo intenso. En la tierra, Ignacio se quedaba con su propia ruta, hacia un nuevo trabajo, una vida honesta. Prometió seguir escribiendo.
Vamos a volar, entregaré a Álvaro a esa clínica de la que hablaste. Ahora está con la tía. Ya no te volverá a tocar. Perdona que no te vi
No importa, mamá. Lo superaremos. Lo importante es que estamos juntas respondió Celia, mirando por la ventanilla las nubes que se alejaban.
Meses después llegó una carta. El sobre era áspero al tacto y la escritura temblorosa pero firme. Celia imaginó el rostro del remitente: arrugado, con ojos tristes pero comprensivos. Decía que había encontrado trabajo, techo bajo el cual vivir, y que la felicidad no necesitaba tanto. La volvió a leer, la apretó contra el pecho y se acercó a la ventana. Afuera giraban las primeras hojas de otoño, pero su corazón estaba tranquilo. El camino a casa resultó más largo de lo que imaginaba, pero al fin había encontrado a quien buscaba. No al padre fantasma de su infancia, sino a ese puerto seguro que siempre le había esperado. Y se sentó a escribirle una respuesta.







