Dos melodías de una sola amistad
Alba y Estela son amigas desde siempre. Vivían una al lado de la otra y asistían al mismo jardín de infancia, el Los Pinos. Su vínculo era tan inseparable como la banca del parque o el viejo peral del patio. Juntas se refugiaban bajo aquel árbol cuando llovía, compartían caramelos que Estela llevaba siempre en el bolsillo y, durante la hora de la siesta, se acomodaban en las cunas contiguas, enredando sus cabellos claros y oscuros en un desordenado nudo.
Sus familias eran tan diferentes como dos instrumentos musicales, pero en la orquesta de la infancia sus notas lograban una armonía inesperada.
La familia de Alba era tradicional. Su padre, José Antonio García, trabajaba como ingeniero en una fábrica, y su madre, María del Pilar Fernández, impartía clases de piano en el conservatorio. Su apartamento siempre olía a vainilla por la repostería recién hecha y a cera por el parquet recién encerado. Todo estaba ordenado: los libros alineados, la cena a la misma hora y los planes del fin de semana discutidos sobre la mesa con mantel de lino impecable.
María del Pilar soñaba con que Alba fuera pianista y, a los seis años, la sentó frente a un brillante piano negro. La niña ejecutaba escalas mientras miraba por la ventana, escuchando el bullicio despreocupado de los niños del patio.
La familia de Estela era caos creativo. Su madre, Isabel Ruiz, confeccionaba vestuarios para el teatro local, y su vivienda parecía un almacén de utilería. En una esquina reposaba un caballero de cartón con armadura, en la espalda de una silla colgaba un vestido de baile del siglo XIX y, sobre la mesa de la cocina, entre retazos y agujas, se percibía el aroma de patatas fritas junto a una cabeza de papel maché con cejas levantadas. El padre de Estela nunca estuvo, y esa ausencia la llenaba Isabel con amor, trabajo y una ligera desorganización artística. No había horarios rígidos, pero siempre había cosa que hacer.
Fue en el hogar de Estela donde Alba sintió por primera vez el sabor de una vida ligeramente alocada. La niña pulcra, con su vestido planchado, probó crinolinas y tocados, se manchó las manos con pegamento y pintura, y, tomando té con mermelada casera, escuchó las anécdotas de Isabel sobre intrigas tras bambalinas. Para Alba, la casa de Estela era la puerta a un mundo brillante y libre.
Para Estela, la casa de Alba era un remanso de estabilidad y calidez. Le encantaba visitar a los García cuando María del Pilar lo permitía, sentarse en aquella mesa perfecta, comer sus famosos quesitos y sentirse parte de ese universo predecible y seguro. José Antonio a veces le mostraba trucos con monedas, y su tranquila energía masculina le brindaba consuelo. Cuando Alba se sentaba al piano, Estela se quedaba hipnotizada en un rincón; la música de su amiga era, para ella, magia y no rutina.
Las madres se trataban con una cortés reserva. María del Pilar sacudía la cabeza ante el desorden permanente de Isabel cada vez que la visitaba por algún recado, agradecida de que Alba creciera en disciplina. Isabel, por su parte, encontraba la familia de Alba algo monótona, pero les estaba profundamente agradecida porque su Estela siempre estaba bien alimentada, cuidada y mimada en aquel entorno inmaculado.
Resultó sorprendente que esos dos mundos no chocaran, sino que se complementaran como yin y yang. Cuando Estela, en quinto de primaria, sufrió su primera desilusión amorosa, lloró no sobre el hombro de su madre, sino en la cama perfectamente tendida de Alba; y María del Pilar, rompiendo sus propias reglas, les llevó cacao con malvaviscos en una bandeja. Y cuando Alba recibió su primera cuatro en matemáticas y temía volver a casa, fue Isabel quien la encontró en el portal con un manojo de telas, la invitó a su casa, le ofreció tortillas y le aseguró que una nota no definía el futuro.
Su amistad, tejida entre cabellos claros y oscuros, resultó más fuerte de lo que parecía. No solo se sustentó en secretos y risas, sino también en el perfume a vainilla de una vivienda y el pegamento del taller del otro. De dos amores maternos, tan distintos pero igualmente intensos, surgieron puentes que cruzaron el abismo de sus diferencias, creando para ambas un mundo rico y multicolor.
Los años, como hojas de un calendario rasgado, fueron colocando todo en su sitio. Tras el colegio, sus caminos se separaron, pero no se rompieron; más bien se estiraron como una goma elástica, lista para volver a juntarlas en cualquier momento.
El verdadero punto de inflexión llegó en la secundaria. María del Pilar ya buscaba vestidos de noche para los conciertos del conservatorio, donde Alba debía presentarse. Pero Alba, siempre obediente, se atrevió a decir:
No quiero entrar al conservatorio declaraba una noche, mirando al piano.
El silencio se hizo denso.
¿Por qué? ¡Tienes talento! tembló la voz de María del Pilar.
Alba apretó los puños.
No quiero vivir solo de escalas y sonatas ajenas. Quiero entender cómo funciona el mundo real, cómo se mueven las finanzas, cómo operan las empresas. Eso también es música, madre, solo que diferente.
María del Pilar se quedó desolada; lo veía como una traición a sus sueños y al arte mismo.
Fue entonces cuando Estela, sentada aquella noche en la cocina con José Antonio, halló las palabras adecuadas:
Señora Fernández, su Alba no huye de la música. Busca su propio instrumento.
Alba ingresó a la Facultad de Economía en la capital, Madrid. Su mente numérica, cultivada años de estudio estructurado, se volcó a fórmulas complejas y modelos financieros. Se hundió en los estudios, luego en el trabajo; sus días se organizaban minuto a minuto: cursos, prácticas en una empresa multinacional, plazos. Aprendió a hablar el lenguaje de los gráficos y los KPIs, y su armario se llenó de trajes caros y perfectamente cortados. Alcanzó todo lo que había soñado: carrera, independencia económica, estatus.
Sin embargo, al volver a su elegante apartamentoestudio, sentía un vacío. Sí, esa era su vida, elegida por ella misma, le gustaba, veía sus logros, pero algo faltaba.
Estela se quedó en su ciudad natal, Córdoba, y se matriculó en la Escuela de Bellas Artes. Tras graduarse abrió un pequeño taller donde creaba prendas exclusivas, vibrantes y originales. Además, restauraba piezas antiguas. Isabel la acompañaba siempre, aportando su experiencia de vestuarista y su gusto impecable, convirtiendo cada proyecto en una pequeña obra de arte. En el taller se reunían estudiantes de arte, actores del teatro de su madre, músicos; todos encontraban su propio rincón. Cuando discutían hasta la madrugada el corte de un vestido de los años veinte o la encaje para una blusa vintage, Estela sentía lo afortunada que era por tener a una madre así.
El contacto entre ellas se redujo a mensajes esporádicos y me gusta a fotos. Alba veía imágenes de Estela: trabajando, un vestido vintage en un maniquí, su gata durmiendo entre retazos. En medio de sus viajes corporativos y teambuildings, esas pequeñas alegrías le parecían un paraíso perdido.
Estela, por su parte, seguía el ascenso vertiginoso de su amiga con orgullo y una ligera nostalgia. Mi Alba conquista el mundo, pensaba al ver una foto de ella frente a los rascacielos del distrito financiero. Y en su taller, perfumado a cuero y pintura, el aire se sentía un poco más tranquilo.
Sus vidas seguían su cauce, pero la amistad que parecía haber quedado atrás reapareció inesperadamente.
Un día, mientras desempacaba tras una mudanza, Alba encontró en el fondo de su maleta una foto antigua. Eran ella y Estela, con unos siete años, bajo aquel peral, abrazadas. Al mirar esos rostros felices, una oleada de pérdida la invadió, como si le faltara la amiga que sabía alegrarse sin razón.
Esa noche escribió a Estela un mensaje largo, no de logros, sino de cómo a veces se sentía sola en la bulliciosa ciudad, rodeada de millones. Le confesó que su alma se cansaba de cifras y gráficos y que envidiaba la sencillez que brillaba en cada foto del taller de Estela.
La respuesta llegó quince minutos después:
¡Alba, tontita! escribía Estela. Yo, que pensé que te habías convertido en una persona tan importante que ya no había cabida para nuestro caos creativo. Te he echado de menos cada día.
Así retomaron la comunicación. No se escribían a diario sus ritmos eran muy distintos pero las videollamadas se convirtieron en rituales de limpieza. Alba, tirada en su sofá de cuero italiano, escuchaba durante horas a Estela e Isabel discutiendo el tono de una perla para un tocado teatral. Y Estela, fascinada por los retos profesionales de Alba, le daba consejos de sentido común e intuición que resultaban, sorprendemente, geniales.
Sin embargo, un día Alba sintió que esas charlas ya no bastaban. Quería respirar el aire de su ciudad natal y abrazar a su amiga de verdad.
La decisión surgió como un chaparrón primaveral. Su empresa le concedió una semana de vacaciones la primera en tres años. «Te estás quemando», le dijo su jefe, y Alba no tuvo excusa para negarse. En lugar de volar a la costa, compró un billete de tren a Córdoba.
No avisó a sus padres ni a Estela. Algo cálido y apretado la impulsó a hacer la sorpresa.
El reencuentro con sus padres fue emotivo. María del Pilar, abandonando su severidad, lloró abrazando a su hija; José Antonio, en silencio, apretó su mano. En su acogedor apartamento volvía a oler a vainilla, como en la infancia, y Alba sintió cómo el peso en su pecho empezaba a disiparse.
Al anochecer, tomando el té, marcó a Estela:
Hola, soy Alba. Ya estoy en la ciudad.
Hubo un instante de silencio, luego un grito de alegría.
¿Dónde estás? ¡Quédate, no te vayas, voy para allá!
Veinte minutos después, Estela apareció jadeante en la puerta. Se miraron un segundo y se fundieron en un abrazo, como dos niñas de siete años, riendo y llorando a la vez.
¿Eres tú, Alba? exclamó Estela, secándose las lágrimas con la manga. Qué ave tan importante ha llegado.
Y tú sigues igual de maravillosa respondió Alba entre risas.
Se sentaron en la cocina de los García; el tiempo parecía retroceder. En vez de cacao con malvaviscos, ahora brindaban con vino espumoso; en vez de lecciones, hablaban de sus vidas adultas. Pero el sentido de completa comprensión y ligereza permanecía intacto.
Al día siguiente fueron a un café. La conversación fluyó sin que se dieran cuenta del paso del tiempo.
En la mesa contigua estaba un joven leyendo un libro; su mirada volvía al suyo cada vez que surgía una carcajada. Cuando Estela se fue al baño tras derramar vino, él se acercó a Alba.
Perdona la intromisión dijo, sonrojado , pero no pude evitar notar que brillan cuando hablan. Rara vez se ve una comunicación tan auténtica hoy.
Alba, que normalmente se mostraba reservada con desconocidos, respondió con una sonrisa:
Hace años que no nos vemos. Vamos a ponernos al día.
En ese momento regresó Estela, evaluó la situación y se sentó, interesada.
Él se llama Máximo presentó Alba. Está fascinado con nuestra amistad.
Y con razón afirmó Estela sin titubeos. Siéntanse libres; sólo advierto que nuestras charlas pueden resultar extrañas. Acabamos de pasar del corte vanguardista al derecho corporativo.
Máximo resultó ser un bloguero local que escribía crónicas sobre gente sencilla pero interesante. La historia de las dos amigas, cuyas rutas se habían separado y ahora volvían a encontrarse, le conmovió tanto que pidió permiso para escribir sobre ellas y anotó su número.
Sabéis dijo al despedirse , en un mundo donde todo se comunica a través de pantallas, vuestra historia es como un soplo de aire fresco. Eso es cada vez más raro.
Al despedirse, Estela alzó una ceja:
Entonces, Alba, ¿te ha gustado? Te vi mirando a Máximo.
No es eso desvió Alba, aunque una leve sonrisa delató su sentir. Simplemente la noche de hoy ha sido otra prueba de que, cuando das un paso hacia tu pasado, el futuro te envía sorpresas agradables.
Salieron del café. El aire estaba limpio, los faroles se reflejaban en los charcos. Caminaban bajo la lluvia, tomados de la mano, en silencio. No porque no hubiera nada que decir, sino porque lo esencial ya estaba dicho. En ese silencio se escuchaba la promesa de que sus caminos ya no se separarían.
A la mañana siguiente, Máximo llamó a Alba y le propuso encontrarse.
No es solo por el artículo explicó , ayer hablé con el dueño de una cadena de boutiques. Busca socios para colaboraciones: negocios modernos y manoobra artesanal con historia. Le mostré fotos de los trabajos de tu amiga quiere reunirnos contigo y con Estela.
Alba quedó pensativa, mirando por la ventana el patio que conocía. Hace tres días su mundo estaba confinado a las paredes de la oficina, y ahora el destino le ofrecía lo que temía soñar: no solo recuperar la amistad, sino entrelazar sus vidas de verdad. Crear algo nuevo. La parte de ella que ama la armonía y el cálculo podría fusionarse con lo que siempre valoró en Estela: la capacidad de dar vida a lo cotidiano.
De acuerdo dijo al fin. Pero que sea en el taller de Estela. Me parece el lugar adecuado.
Colgó el teléfono y comprendió que no era solo una oportunidad de negocio. Era la ocasión de reescribir su historia, y esta vez, una historia muy distinta.







