15 de octubre de 2025
Hoy me he sentado en la vieja silla de roble frente al fuego y he dejado que la memoria me arrastre a los viejos tiempos de la familia Delgado, una saga que se repite cada generación como el eco de una campana en la iglesia de Toledo.
¡Qué nieta tan singular tienes, Don Vicente! me preguntó mi sobrino, siempre curioso. De ojos negros como la noche y sonrisa tan blanca como las perlas del mar. ¿De dónde vino esa niña? ¿Es de nuestra sangre?
Por supuesto que es mía, sobrino respondí, cruzando los dedos en señal de recuerdo. Cada cien años nace una niña como ella, y tras tantos años, la hija de mi hijo Arcadio, ahora mi bisnieta, ha llegado.
Pero, Don Vicente, todos los Delgado somos de cabellos claros Yo conozco a los Evsáez, los de mi abuelo, sirvientes del señor feudal, y su honor era legendario
Lo sé, señor dije. Los sirvientes, los administradores de la hacienda, los capataces Todos formamos parte de la cadena que sostiene la tierra. Mi bisabuelo fue recaudador, mi padre lo fue, y yo también lo soy.
Los hijos se fueron a la ciudad; Vladimiro, el cochero, sirvió a una dama adinerada que había casado a sus hijos y nietos. Simón, el encargado de la tienda, vivía cómodo y pronto abriría su propio negocio. Arcadio, veterano de la guarnición, subió de rango, recibió medallas y fue alabado por el gran duque de la región, quien lo tomó bajo su protección.
Arcadio se casó con Antonia, una joven de buen corazón, y tuvieron a Marisol, una niña de belleza extraordinaria, casi etérea, cuya presencia iluminaba el patio de la finca. En nuestra familia los niños son escasos; la mayoría son varones, y cuando nace una niña, suele ser tan especial como Marisol.
Yo, ya anciano, reparaba las redes mientras Marisol jugaba a su alrededor, con manos delicadas y dedos finos, una criatura prodigiosa. A mi lado estaba el joven Don Sergio Fernández, quien no podía apartar la mirada de la niña.
Marisol, ¿te casarías conmigo? preguntó Sergio, con la voz temblorosa.
Aún soy muy pequeña, señor respondió ella, mirando al suelo.
Lo serás, pero cuando crezcas, ¿aceptarás mi mano? insistió él.
Cuando yo crezca, usted será viejo. Yo buscaré al joven que me haga feliz replicó ella, con una madurez que sorprendió a todos.
¿Quién es esa Don Cándida de la que hablas? interrumpí, curioso . ¿Una tía?
No le prestes oído, Don Vicente me aconsejó un primo. Está inventando cuentos de niña.
Enseguida, la pequeña corrió al río, persiguiendo a nuestro perro Rufián, un spaniel de orejas puntiagudas, mientras Sergio la observaba, fascinado. Esa escena quedó grabada en mi mente; Sergio siempre estuvo atraído por el misterio y la poesía, como los jóvenes de su edad que se sumergen en el esoterismo y los versos.
Al otoño siguiente, me encontré nuevamente con Marisol, que había ido a recoger setas con su abuelo, y Sergio paseó con Rufián. Mientras caminaban, el perro se lanzó alegremente, y Sergio, recitando un verso, llamó al animal:
Rufián, Rufián escuchó la niña, y el perro se arrojó sobre su espalda, moviendo los pies como quien baila.
Buenas, Marisol dijo Sergio, con una sonrisa.
Hola, don Sergio respondió ella, un tanto tímida.
¿Estás sola?
No, mi abuelo está recolectando setas.
Se acercaron al abuelo, y Sergio, con la galantería que lo caracteriza, intentó convencer a la niña de casarse con él.
¿No cambiarías de opinión y aceptarías mi mano?
No, señor, mi destino está en otra parte. Viviré lejos, lejos del país, y allí encontraré mi propio camino contestó ella.
¿Y tú, Marisol? preguntó Sergio, frustrado.
No sé mi abuela Cándida siempre dice que el amor está en el aire, pero yo escucho el canto del viento y no sé a dónde me llevará respondió la niña, mientras corría a jugar con Rufián.
Yo, como buen anciano, escuché con atención la historia que mi bisabuelo nunca me contó: la leyenda de la Doncella de los gitanos. Me contó que, hace siglos, una caravana gitana se instaló en los llanos cercanos a nuestra finca. El patrón de la hacienda, aficionado a los gitanos, los acogió y les llevó vino y comida. Allí conoció a una gitana de mirada pícara y cabellos negros como el azabache, llamada Candelaria. Era una belleza sobrenatural: ojos chispeantes, labios carmesí, dientes tan blancos como perlas y una melena que se balanceaba bajo un pañuelo de colores.
Candelaria bailaba con tal pasión que el viento giraba a su alrededor, y su canto hacía llorar a la gente. La llamaban hechicera, pero su encanto era tan fuerte que el patrón quiso poseerla, exigiéndole que la entregara o la comprara. Candelaria se negó, y el hombre, enloquecido, la persiguió lanzándole monedas de oro y promesas de riquezas, incluso de presentarle ante la emperatriz y vivir en palacios, con carruajes dorados y vestidos de seda.
¿Por qué me lo pides? replicó Candelaria. Yo soy libre, corro descalza sobre el rocío y no quiero jaulas doradas que me aten.
El patrón, cegado por la pasión, no escuchó. Los gitanos, viendo su furia, escaparon una noche, y él, furioso, los persiguió con la guardia, acusándolos de robar sus caballos. La disputa se tornó sangrienta, y Candelaria, con la dignidad de una diosa, se volvió contra él, diciéndole que perdería lo que más amaba.
No lo escuches, Don Vicente me advirtió mi sobrino en aquel momento. Esa historia no es más que un cuento para niños.
Sin embargo, el eco de esa leyenda quedó impregnado en la sangre de la familia. Cada generación parecía repetir el mismo patrón: un joven enamorado, una mujer de espíritu indómito y un destino trágico que termina en desgracia o en exilio.
Pasaron los años y la familia Delgado fue arrastrada por los torbellinos de la historia. Tras la Guerra Civil y la posterior represión, el señor Sergio, ahora adulto, fue detenido junto a sus compañeros en la antigua finca de mi padre. Los guardias los encerraron en una celda, sin saber que una figura se acercaba sigilosa a la ventana: era Marisol, ahora convertida en una mujer de mirada profunda y cabellos canosos, que había escapado del yugo del gran jefe del partido, y estaba dispuesta a ayudarles a huir.
Sergio, ven conmigo; el camino está libre susurró ella, mientras la luz de la luna iluminaba su rostro.
No puedo, mi destino está atado a esta tierra respondió él, pero ella, con determinación, lo condujo a una cueva secreta donde los prisioneros pudieron pasar al puerto y tomar un barco rumbo al extranjero.
Años después, en el exilio, Sergio dibujó con lápiz la imagen de Marisol y la entregó a un pintor madrileño, quien plasmó su rostro en un retrato que se convirtió en leyenda entre los refugiados. Sergio se casó, amó a su esposa, pero nunca dejó de llevar en el corazón la pureza de aquel amor imposible.
Marisol, por su parte, volvió a su tierra, se casó con el mismo alto funcionario que había ayudado a Sergio a escapar y, tras la muerte de él durante los horrores de la posguerra, crió a sus tres hijos y una hija, a quienes enseñó a nunca olvidar sus raíces. Cuando la nieta de Marisol nació con los mismos ojos oscuros y la sonrisa blanca que la habían caracterizado, los vecinos del pueblo la llamaban María del Carmen, pero ella siempre respondía orgullosa:
Me llamo Candelaria, como mi bisabuela, y llevo en la sangre la llama de la libertad.
Hoy, mientras escribo estas líneas, entiendo que la vida es una rueda que gira sin detenerse. Cada generación lleva la carga de sus antepasados, pero también la posibilidad de romper con los destinos escritos. He aprendido que el amor y la libertad son tesoros que no se compran con monedas de oro, sino que se cultivan con la valentía de seguir el propio camino, aunque el mundo intente atarnos con cadenas invisibles.
**Lección personal:** no dejéis que los fantasmas del pasado dicten vuestro futuro; la verdadera fortuna está en la libertad del corazón.







