**Un día para mí**
**Parte 1: El regreso**
La tarde se desvanecía sobre el barrio, tiñendo las nubes de un rosa suave que anticipaba una noche serena. Para Adrián, sin embargo, la rutina era la misma de siempre. Tras una jornada agotadora en la oficina, donde los informes se acumulaban y las reuniones no daban tregua, solo ansiaba llegar a casa, cenar y quizá ver un programa antes de dormir. No era un hombre infeliz, pero sí uno acostumbrado a la monotonía, a los días que se sucedían como cuentas de un rosario interminable.
Aparcó su coche frente a la vivienda y, al salir, notó algo extraño al instante. La puerta del coche de su esposa, Marta, estaba abierta. Adrián frunció el ceño. Marta era meticulosa, casi obsesiva con su vehículo, al que trataba como un tesoro. Aún más sorprendente fue ver la puerta de casa entreabierta, dejando escapar risas infantiles y el eco de juegos desenfrenados.
Avanzó unos pasos y se detuvo en seco. El jardín, normalmente impecable gracias a Marta y los niños los sábados por la mañana, parecía ahora un campo de batalla. Sus tres hijos, Javier, de ocho años; Sofía, de seis; y el pequeño Pablo, de cuatro, correteaban entre charcos de lodo, embadurnados de tierra y aún en pijama. Envases vacíos de galletas y restos de comida se esparcían por el césped, como si una mini tormenta hubiera arrasado el lugar. Adrián sintió un nudo de preocupación en el estómago.
¡Papá! gritó Javier al verlo. ¡Mira nuestro castillo de barro!
Sofía levantó orgullosa una masa informe de lodo que, según ella, era un palacio. Pablo, en cambio, reía a carcajadas mientras saltaba en un charco.
Adrián buscó con la mirada al perro, Canelo, pero no había rastro de él. Ni un ladrido. La inquietud creció. ¿Dónde estaba Marta? ¿Por qué todo estaba patas arriba?
¿Dónde está vuestra madre? preguntó, intentando no alterarse.
Dentro respondió Sofía, sin apartar los ojos de su obra.
Adrián entró en casa, esquivando juguetes y envoltorios. El caos era mayor dentro: una lámpara yacía en el suelo, la alfombra del salón estaba arrugada como un acordeón, y la televisión retumbaba con dibujos animados a todo volumen. La cocina era un desastre: platos apilados en el fregadero, migas por toda la encimera y la puerta de la nevera abierta de par en par. En el suelo, la comida de Canelo estaba esparcida, y un vaso roto brillaba bajo la mesa.
El corazón de Adrián latía con fuerza. Algo no iba bien. Subió las escaleras de dos en dos, apartando montones de ropa y juguetes. En el pasillo, vio agua filtrándose bajo la puerta del baño. Al abrirla, encontró toallas empapadas, espuma de jabón flotando y rollos de papel higiénico desenrollados hasta formar un mar blanco.
Sin perder tiempo, se dirigió al dormitorio principal. Empujó la puerta y allí, envuelta en la penumbra, estaba Marta. Acostada en la cama, con el pelo recogido en un moño despeinado, leía un libro con una tranquilidad que contrastaba con el caos reinante.
Al notar su presencia, Marta alzó la vista y sonrió:
¿Qué tal tu día?
Adrián la miró, desconcertado.
¿Qué demonios ha pasado hoy aquí? preguntó, conteniendo la ira.
Marta volvió a sonreír, con una calma exasperante.
¿Recuerdas cuando llegas del trabajo y me preguntas: “¿En qué te has entretenido hoy?”?
Sí respondió Adrián, confundido.
Pues hoy no me entretuve dijo Marta, cerrando el libro. Hoy me tomé el día para mí.
**Parte 2: El silencio y la verdad**
Un silencio denso llenó la habitación. Adrián se quedó inmóvil, sin saber si reír o gritar. Miró a Marta, cuya serenidad parecía invencible, y repasó mentalmente el desastre que había visto al llegar. Por primera vez en años, las palabras le fallaron.
¿Te tomaste el día para ti? repitió, como si la frase no tuviera sentido.
Marta asintió, dejando el libro a un lado. Su pijama, de algodón azul, tenía manchas de café, y sus pies descalzos asomaban bajo la manta.
Exacto. Hoy decidí no hacer nada de lo que hago siempre. No limpié, no cociné, no organicé, no peleé con los niños para que se vistieran, no recogí los platos, no perseguí a Canelo, no contesté mensajes del grupo del cole, ni siquiera me miré al espejo. Hoy solo fui Marta. No madre, no esposa, no ama de casa. Solo yo.
Adrián sintió un mareo de incredulidad. Se sentó al borde de la cama, tratando de asimilarlo.
Pero balbuceó.
Marta lo miró con ternura.
¿Alguna vez te has preguntado cómo sería la casa si yo no hiciera nada durante un día?
Adrián bajó la mirada. Recordó todas las veces que había llegado y, sin pensar, había preguntado: “¿Qué has hecho hoy?”, como si el orden y la comida surgieran por arte de magia.
No admitió en voz baja.
Marta sonrió, con un dejo de melancolía.
No te culpo. A veces ni yo misma me doy cuenta de todo lo que hago hasta que dejo de hacerlo.
En ese momento, un grito interrumpió la conversación. Era Pablo, que reclamaba a su madre desde el jardín. Marta suspiró, pero no se movió.
¿No vas a bajar? preguntó Adrián.
No. Hoy no respondió Marta, cerrando los ojos.
Adrián se quedó mirándola. Por primera vez, vio el cansancio en su rostro, las ojeras, las arrugas que antes no había notado. Vio, también, la paz de quien ha soltado un peso enorme.
Se levantó y salió de la habitación. Al bajar, el caos lo recibió como una bofetada. Los niños seguían jugando, la televisión seguía atronando, y el desorden era absoluto. Adrián pensó en Canelo, en los platos sucios, en el lodo del jardín. Por primera vez, entendió lo que significaba un día en la vida de Marta.
Se arremangó y, sin decir nada, empezó a recoger.
**Parte 3: El peso invisible**
Adrián comenzó por la cocina. Restos de cereales pegados a la encimera, leche derramada, yogur secándose en la nevera. Mientras fregaba los platos, recordó cómo Marta se levantaba antes que él cada mañana. El café recién hecho, los niños vestidos, el murmullo de la rutina que él apenas notaba. Ahora, frente al fregadero rebosante, sintió el peso de esos gestos invisibles.
Javier entró corriendo, con las manos llenas de tierra.
¡Papá! ¡Sofía me ha tirado agua!
Adrián miró a su hijo, despeinado y feliz. Por primera vez, no lo regañó.
Lávate las manos dijo, secando un plato.
Siguió limpiando, recogiendo juguetes, doblando ropa. Cada tarea le revelaba el esfuerzo callado de Marta. Al subir al baño, las toallas empapadas le recordaron las mañanas de prisas, los gritos, el estrés que él nunca veía.
Cuando terminó, se sentó en las escaleras, exhausto. Escuchó







