Después de veintiún años de matrimonio, una noche mi esposa me dijo:

Life Lessons

Querido diario,

Una noche, tras veintidós años de matrimonio, Isabel me soltó una frase que jamás imaginé oír: «Tienes que invitar a otra mujer a cenar y al cine». Me quedé helado. Ella me miró, sonrió y añadió en voz baja: «Te quiero, pero sé que hay una mujer que también te quiere y lleva tiempo esperando un ratito de tu atención». Esa mujer era mi madre, María González.

María lleva ya diecinueve años sola desde que mi padre falleció. El trabajo, la escuela de los tres hijos y las mil y una tareas del día a día me han dejado casi sin tiempo para verla. Esa misma tarde cogí el móvil y le dije: «Mamá, ¿te apetece que mañana salgamos a cenar y al cine, solo tú y yo?». Ella, con una voz temblorosa, preguntó: «¿Qué ocurre, hijo? ¿Todo bien?». En nuestra familia, una llamada inesperada siempre presagia malas noticias, así que le tranquilicé: «Todo está bien, mamá. Solo quiero pasar una tarde contigo». Tras un breve silencio, respondió con dulzura: «Con mucho gusto».

El viernes, después del trabajo, la recogí en la puerta de su apartamento en el barrio de Salamanca. Ya estaba allí, arreglada, con una sonrisa que iluminaba la habitación, vistiendo el mismo vestido que una vez lució para nuestro aniversario de boda. «Les dije a mis amigas que tenía una cita con mi hijo», soltó entre risas. «Todas esperan saber cómo ha ido», añadió.

Nos dirigimos a un pequeño y acogedor restaurante en la Plaza Mayor, de esos que huelen a historia y a café recién hecho. María me tomó del brazo con la ternura de siempre, como cuando era un niño. Cuando el camarero puso el menú sobre la mesa, lo leí en voz alta porque a mi madre le costaba ver la letra diminuta. «Antes yo le leía el menú a tu padre», dijo sonriendo. «Ahora es mi turno, mamá», respondí.

Charlaron larga hora sobre la vida, los recuerdos y todo lo que se va acumulando con los años. El film lo dejamos pasar, pero no nos arrepentimos; la conversación fue suficiente para llenar el corazón. Al llevarla a casa, me confesó: «Me gustaría repetir esta velada, pero la próxima la invito yo». Le devolví la sonrisa y acepté.

Pocos días después, María sufrió un infarto y falleció sin que yo pudiera despedirme. Unas semanas más tarde recibí un sobre sin remitente. Dentro encontré una copia de la cuenta del restaurante y una nota escrita con su caligrafía: «He pagado por adelantado. No sabía si podré estar allí, pero quería cubrir la cena para dos: tú y tu esposa. Nunca sabrás cuánto significó para mí esa noche. Te quiero, hijo».

Ese mensaje me dejó una lección clara: nunca pospongas las palabras «Te quiero». Regala tiempo a quienes amas, porque la familia no es algo que se haga después; la familia es ahora, en el presente, y cada momento cuenta.

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