Encontré el diario de mi madre. Al leerlo, por fin entendí por qué siempre me trató de forma distinta a mis hermanos.
Siempre sentí que algo no encajaba. Era como una pieza que no cuadra en el rompecabezas familiar. Mi hermano mayor, Manuel, y mi hermana menor, Celia, parecían encajar a la perfección en el corazón de mamá. Con ellos siempre tenía palabras dulces, paciencia y cuidados.
Yo, en cambio, recibía una distancia fría que me dolía desde que era niña. Nunca supe por qué, así que me fui inventando excusas año tras año.
¿No cumplí sus expectativas? ¿Hice algo mal? Esa interrogante me acompañó toda la vida, hasta que descubrí algo que cambió mi visión de la familia para siempre.
Mamá falleció hace unos meses. Sólo ahora encontré la fuerza para ordenar sus cosas. Manuel y Celia se encargaron de los papeles y los trámites; yo me tomé la parte más dura: revisar los objetos personales que nadie quería tocar.
El armario, lleno de vestidos viejos, aún olía a los perfume que mamá solía usar. Tocaba las telas con el corazón apretado, recordando aquellas noches frías de infancia en que anhelaba su cercanía y sólo obtenía una mirada distante y un silencio: Ahora no tengo tiempo.
En el fondo del cajón encontré lo que menos esperaba: un cuaderno viejo, cubierto de polvo y atado con una cinta. Lo abrí con cuidado, sintiendo el latido de mi corazón acelerarse. En la primera página solo estaba escrito el nombre de mi madre, Cristina, y el año1978, el año de mi nacimiento.
Las primeras páginas estaban llenas de sueños juveniles y anotaciones triviales del día a día. Las leía con una mezcla de tristeza y curiosidad. Pero cuando llegué al otoño, sentí que el suelo se me escapaba bajo los pies.
Hoy le dije a Juan que estoy embarazada. Guardó silencio largo, y al final soltó solo: No puedo, Cristina. Sabes que tengo familia. Nunca te prometí nada más. Se marchó dejándome sola en el banco del parque. Creí que me moría de la desesperación. ¿Cómo le contaré esto a mi marido? ¿Cómo lo diré a mis hijos?
Seguí leyendo, cada vez más desconcertada. Cada entrada revelaba una verdad que, sin darme cuenta, había temido toda mi vida. El hombre que pensé era mi padre no era mi padre biológico. El hombre al que mi madre amaba sin ser correspondida la abandonó, dejándola sola. Su matrimonio, aunque siguió, ya estaba marcado por mi llegada al mundo.
Di una niña al mundo. Cuando la miro veo su rostro. No sé si podré amarla como a los demás niños. Es la prueba viva de mi debilidad, de mi vergüenza. Cada mirada a ella duele.
Leí esa frase una y otra vez, sin poder contener las lágrimas. Por fin comprendí por qué mamá siempre había sido distinta conmigo. Yo era el recordatorio inconsciente de su mayor error, de un amor que nunca se realizó. No pudo separar el dolor del niño que había traído.
Pasé mucho tiempo en su cuarto, con el cuaderno entre mis piernas, llorando por nuestro destino. Sentía rabia, resentimiento, tristeza y, sobre todo, una enorme pérdida por esos años en los que, en vez de cariño, recibí indiferencia. Pero, al mismo tiempo, por primera vez sentí compasión por ella. Cuánto debió sufrir guardando ese secreto tantos años.
En los días siguientes empecé a ver mi vida con otros ojos. Siempre temí al rechazo, creía que no merecía amor ahora entendía el porqué. Mi propia madre llevaba dentro un rencor que, sin querer, me había trasladado. Ese descubrimiento me obligó a replantearme quién era realmente: ¿una hija no deseada o una mujer que, pese a todo, sabe amar?
Hablé con Manuel y Celia. Les conté lo del diario. Se quedaron helados. Manuel me abrazó, Celia no pudo contener el llanto. Admitieron que siempre sintieron que me trataban diferente, aunque no sabían cómo describirlo. Su amor por mí no cambió, quizá incluso se hizo más fuerte.
Hoy, aunque las heridas siguen frescas, ya no me atormenta la pregunta ¿por qué?. Sé que mamá nunca pudo superar su propia trauma. La perdoné, porque entiendo lo difícil que es cargar un secreto que sangra siempre. Yo he decidido no dejar que el pasado defina el resto de mi vida. Empecé terapia, intento reconstruir mi autoestima. Aprendo a quererme, algo que nunca había sentido.
Al fin y al cabo, aunque haya nacido de un error ajeno, mi vida tiene el mismo valor que la de cualquier otro ser. Tengo derecho a ser feliz, a aceptarme y a amar, aunque mi madre nunca supo hacerlo conmigo.
Quizá ahora, con la verdad en la mano, pueda vivir realmente, sin miedo ni vergüenza, en armonía conmigo misma.







