Cuando mi abuela, doñaCelia, supo que estaba enferma, la aceptó con una serenidad que pocos poseen. Se sentó en la cocina, se sirvió un té, miró por la ventana y dijo:
«No voy a quedarme en casa esperando a la muerte. Quiero vivir mientras pueda».
Tenía sesenta años, era bajita, siempre con una sonrisa, y llevaba dentro una chispa que los años, las preocupaciones, la rutina y hasta las pérdidas no lograron apagar. En ella habitaba una sed de vidasilenciosa pero obstinada, como un brote de primavera que se abre a través de la piedra.
Toda su vida vivió en la misma casauna vivienda antigua pero acogedora, perfumada con manzanas, menta y pan recién horneado. Allí crió a sus cinco hijos, ayudó a los nietos, recibió a los invitados y pasó los inviernos. Esa casa era su universo. Pero, como resultó, no quería que su historia terminara entre esas paredes.
Un mes después del diagnóstico vendió la casa. No le dijo a nadie, salvo a su hermana menor, Ana, que la acompañó al notario. Los demás se enteraron por casualidad.
Mi primo, Luis, entrando como de costumbre, encontró los salones vacíos: sin muebles, sin cortinas, sin el aroma de los bizcochos que antes recibían a quien cruzaba el umbral. En la puerta colgaba un cartel: «Propiedad privada».
Días después, todos recibieron un mensaje de voz. Su tono era firme, seguro y, a la vez, ligeramente sonriente:
«No voy a justificarme. Esta es mi decisión. He trabajado toda mi vida; ahora quiero vivir mientras pueda».
Con el dinero de la venta, doñaCelia se lanzó a viajar. No al extranjero, ni a hoteles lujosossimplemente por España, su propia tierra, que ella confesó conocer apenas. Recorró la Costa Brava, los Pirineos, antiguos monasterios y pequeños pueblos donde la gente aún se saluda en la calle.
Nos enviaba postales, breves notas, fotografíassiempre sonriente, bronceada, acompañada de nuevos amigos. A veces desaparecía durante semanas y luego reaparecía, serena e inspirada, como después de una larga conversación consigo misma.
Algunos de la familia no entendían su gesto. Decían: «¿Cómo pudo? ¡Era su hogar, sus recuerdos, sus hijos y nietos!». Otros, en cambio, admiraban su valentía. Ella respondía con sencillez:
«No quiero abandonar las paredes; quiero dejar el recuerdo de que viví».
Y realmente vivió. En el último año, quizá por primera vez de verdad, sus ojos volvieron a brillar con la luz que sólo se ve en viejas fotos familiares. Aprendió a alegrarse con cada amanecer, sin posponer la felicidad para «más tarde».
Cuando falleció, abrimos su pequeña maleta. Dentro había decenas de billetes de tren, mapas turísticos, postales antiguas, notas con los nombres de cafés que había visitado y más de ciento de fotografías: ella sonriente, con el mar, las montañas, casas de piedra y calles empedradas. Cada imagen irradiaba vida, movimiento y luz.
La casa ya no existía. El dinero también había desaparecido. Pero quedó la libertadel tesoro más preciado que poseía. Libertad de ser ella misma, de vivir a su modo, sin pedir permiso ni mirar atrás.
Y a menudo me pregunto: si supiéramos que el tiempo se nos escapa, ¿qué haríamos? ¿Nos quedaremos entre cuatro paredes, rodeados de lo conocido y del miedo? ¿O, al fin, nos atrevemos a vivirno «algún día», no «después», sino ahora?
Quizá allí radique la verdadera sabiduría: no aguardar a la muerte, sino recibir la vida con los ojos bien abiertos, tal como lo hizo ella.







