José, ¿te escuchas? ¿Tengo que esperar a los cuarenta para corregir los errores de tu juventud? ¿Y por qué ahora tengo que pagar por el hecho de que en tu garaje te divertías más que con nuestro propio hijo? preguntó Inés, con una mezcla de desconcierto y sinceridad en la voz.
¡Anda, Inés, deja de dramatizar! se defendía José. Sí, fui tonto. No lo valoré. No comprendí lo que estaba perdiendo. Y ahora todo está perdido; Santiago ya ni siquiera me reconoce como su padre.
¿Y en qué se equivoca él? esbozó Inés una sonrisa amarga. Durante diecisiete años vivió con el vecino del piso, no contigo. ¿Pensabas que podías apagar y encender a un hijo como la tele cuando te apetecía jugar a papá?
José se oscureció, frunció el ceño y una chispa de irritación conocida por Inés volvió a encenderse. Era esa misma que aparecía siempre que se hablaba de sus deberes paternos.
¡Basta, Inés! Son cosas del pasado. Dame una segunda oportunidad insistió, terco como una mula.
¿Para que te hagas el gamberro y dejes todo en mis manos mientras otro crío crece sin padre? cruzó los brazos Inés. Gracias, pero ya tuve suficiente. No, José, esto ni se discute.
El rostro de José se torció en una mueca de ofensa y cólera. Sin saber qué contestar, sólo bufó enfadado y se aferró al móvil.
El conflicto quedó en pausa, pero el problema siguió latente. La charla dejó en Inés una pesada sensación. No era sólo la absurda exigencia de su marido; lo que la dolía era su hijo, Santiago.
Inés tenía veintitrés cuando nació Santiago. Aún recordaba la noche en que salió del hospital, cansada pero feliz, con el pequeño envuelto en una manta blanca. José se cernía sobre ellos como un buitre, sin dar un paso atrás. Sonreía, acomodaba la manta, besaba a Inés la frente y, a veces, con reverencia, tomaba al niño en brazos.
¡Mira qué monigote! Con la misma barbilla de la mía exclamó, los ojos brillando. Ahora soy papá, Inés. Sólo empiezo a entenderlo. Lo haré todo con él: pasear, cambiar pañales, enseñarle a jugar al fútbol ¡Seré el mejor padre del mundo, ya verás!
Inés lo miraba con la misma ilusión, creyendo cada palabra. Pensaba que tendrían una familia perfecta, repleta de amor, cuidados y alegrías compartidas.
Pero la realidad, como suele ocurrir, resultó más prosaica y dura.
Era una noche profunda. Inés, con ojeras bajo los ojos, caminaba de un lado a otro de la habitación, meciéndose con el bebé que lloraba por los cólicos. Era la tercera vez esa noche. José se revolvía en la cama, con la manta sobre la cabeza.
¡Déjalo ya, por favor! siseó. Mañana tengo que ir al curro, hay que levantarse temprano.
En esos momentos Inés se escapaba a otra habitación, con lágrimas de impotencia. El pequeño gritaba más fuerte porque quería seguir en la cama, pero ella no tenía alternativa. Cerraba la puerta y, durante horas, mecía a Santiago solo para que José pudiera dormir.
Llegó el fin de semana. Exhausta tras una semana sin sueño, Inés se atrevió a preguntar:
José, ¿podrías pasear con él dos horitas? Estoy hecha polvo, quiero dormir
Después, Inés. Ahora no puedo, tengo planes. Un colega me prometió una moto, vamos a arreglarla.
Pero ya no puedo
Vamos, Inés, eres fuerte. Lo superarás. Yo volveré y te ayudaré.
La puerta se cerró, dejando a Inés sola con su fuerza y el agotador deber materno. El después nunca llegó.
El tiempo pasó. Santiago crecía. Inés intentaba establecer algún vínculo entre padre e hijo. Se acercó a José, que estaba tirado en el sillón viendo el partido, y le tendió al pequeño que agarraba los brazos.
Tómalo, pasa un rato con él le suplicó, ya no por descanso, sino para estrechar la familia.
José tomó al hijo a regañadientes, como si le hubieran dado un paquete sospechoso. Lo sostuvo con los brazos extendidos, sin acercarlo a su pecho, mirando a través de él hacia la tele. Un minuto, un minuto y medio después, volvió a dejar al niño en el suelo y volvió al partido.
Santiago ya tenía cinco años. Sentado en la alfombra, construía una fortaleza de bloques. José pasó junto al sofá, sin mirarlo. Santiago tampoco le devolvía la mirada; ya estaba acostumbrado a la ausencia del padre.
No se podía decir que José fuera un marido totalmente inútil. Traía dinero a casa, ayudaba a Inés en la cocina y la limpieza. Pero la infancia de su hijo la había dejado de lado. ¿Era razonable que ahora, ya adulto, Santiago no lo viera como su padre?
Santi, ¿qué tal va la escuela? preguntó José en un momento.
Eh bien, nada especial respondió el chico, algo incómodo.
¿Y las notas? ¿Todo bien? insistió José. Dime si necesitas algo. No quiero que termines como portero.
No, papá, gracias. Todo bien dijo Santiago, intentando escapar a su habitación.
Mira, podemos ir de pesca el fin de semana, si te apetece gritó José tras él.
Santiago ya no respondía. Inés sabía que ese día tenía una discoteca en el instituto, que había invitado a una chica que le gustaba y que ella le había dicho que no. Además, la pesca no le interesaba en absoluto.
El tren ya había partido. Santiago ya no era el niño que anhelaba la atención de su padre. La infancia que José quería recuperar había desaparecido para siempre. Cuando lo comprendió, quiso resetear la vida: otro hijo. Inés, tras noches sin dormir, se oponía rotundamente.
Los familiares se enteraron del conflicto.
Hijita, lo sé todo, José me ha contado. Escucha a tu madre, ten otro hijo. José ha cambiado, ha madurado. No le niegues una segunda oportunidad. ¡Qué felicidad volver a criar a un bebé!
La suegra también quiso interferir.
Inés, si no lo haces, lo perderás. El hombre sueña con ser padre. Si tú no lo haces, lo hará otra. Piensa en el futuro. El primer hijo pronto volará del nido. El segundo afianzará vuestro matrimonio y os servirá de apoyo en la vejez.
Inés sintió doblemente la ofensa al oír esas palabras de otras mujeres. Como si su cuerpo y su vida fueran objetos en una subasta de locos. La veían solo como madre y esposa, no como una mujer cansada que ya había recorrido ese camino y recordaba perfectamente su final.
En su desesperación nació un plan, algo absurdo pero evidente. En el trastero encontró una caja con ropa de Santiago y, entre polvo, un tamagotchi todavía funcional. Ese pequeño animalito electrónico necesitaba alimentarse, entretenerse, curarse y limpiarse.
Cuando José volvió del trabajo, Inés le entregó el huevo de plástico con una pantalla gris.
¿Qué es esto? preguntó, mirando el regalo.
Tu periodo de prueba. Prueba al menos una décima parte de lo que te espera como padre. Hay que alimentar al tamagotchi cada hora y cuidarlo. Como con un bebé, pero sólo pulsando botones. Si haces algo mal, emitirá un pitido insistente. Si al año sigue vivo, creeré que estás listo para un hijo real.
José, tras mirarla, soltó una carcajada, pensando que era un chiste. Pero al ver su rostro impasible, la risa se tornó en irritación.
¿En serio? ¿Comparas a un niño vivo con este cacharro?
Entonces empieza por eso. Si no puedes con el tamagotchi, ¿cómo esperas con un niño?
José, con sorna, guardó el juguete en el bolsillo. Durante los primeros tres días se despertó para alimentar al virtual. En el quinto empezó a enfadarse, pero no abandonó la misión. Una semana después se quejó de que el trabajo le quedaba imposible por la falta de sueño.
Al octavo día, al llegar a casa, arrojó el tamagotchi a la mesa; en la pantalla apareció una cruz roja, señal de que había fallado.
Se me olvidó alimentarlo. Hoy hubo un caos en la oficina murmuró José, evitando la mirada de Inés.
Los pleitos continuaron, aunque se fueron apagando. La sensación de incomprensión quedó, pero José ya no insistía con tanta vehemencia.
Tres años después la vida ordenó todo. Santiago, ya universitario, llevó a su novia a casa y anunciaron que esperaban un bebé.
José revivió como niño con juguete nuevo. Habló de su segunda oportunidad, ahora como abuelo. Compró cochecitos con el dinero ahorrado, sacó un montón de pijamas demasiado grandes y bloques de construcción diminutos. Juró ser el mejor abuelo del mundo, siempre presente, siempre dispuesto a pasear y a jugar.
Inés observaba todo con sano escepticismo.
Cuando nació el nieto, la historia se repitió como era de esperar. Las primeras semanas José se volcó, balanceaba al bebé, sacaba fotos. Pero pronto, tras la euforia inicial, su entusiasmo se apagó. Insistió en que la pareja se mudara a un piso alquilado y su ayuda se redujo a visitas programadas los fines de semana, cuando el niño estaba alimentado, vestido y de buen humor. Cada vez que el pequeño lloraba, José encontraba una excusa: una llamada del trabajo, una reunión urgente, la madre y su finca.
Inés se hacía cargo, observaba la escena, miraba a su hijo y a su cansada pareja, y comprendía que había tomado la decisión correcta. Santiago había crecido como un hombre sensible y responsable, que no dejaba a su mujer sola. José siguió siendo el mismo: amaba la idea de la paternidad, pero nunca la esencia.







