Cuando el rugido del motor del Mercedes desapareció entre los árboles, el silencio cayó sobre mí como una manta pesada. Me quedé allí de pie, con el bolso en la mano, las rodillas temblorosas y cada respiro dolía. El aire olía a tierra mojada, musgo y hojas podridas. Hasta los pájaros enmudecieron. Como si el bosque entero supiera que algo andaba muy mal.
No grité más. Las lágrimas, que ni siquiera habían brotado en el funeral, salieron solas. No era por el duelo. Era por la humillación. Por darme cuenta de que mi propia sangre mi hijo me había tirado como un mueble viejo.
Me senté en un tronco caído, intentando ordenar mis ideas. El sol ya bajaba, la luz se tornaba dorada, las sombras se alargaban. En el silencio, solo escuchaba el latido de mi corazón. Sabía que, si me quedaba ahí, moriría. Pero no estaba dispuesta a darle ese gusto.
Saqué del bolso la foto de mi marido. Su rostro, con aquella sonrisa de siempre, me miró fijamente.
¿Lo ves, Antonio? susurré. A esto lo criaste. A este «buen chico» del que estabas tan orgulloso.
Una lágrima cayó sobre la foto. Y en ese momento, algo dentro de mí hizo *clic*. No fue el miedo lo que me dominó, sino la terquedad. Esa terquedad de mujer de pueblo que me mantuvo en pie toda la vida.
Me levanté. Si él creía que me iba a dejar morir en silencio, no me conocía bien. Yo había sobrevivido a la posguerra, al estraperlo, a la inflación, a los hospitales. Esto también lo superaría.
Caminé. No sé cuánto tiempo. El bosque era espeso, las ramas crujían bajo mis pies. Los zapatos llenos de barro, el corazón en la garganta. Hasta que, a lo lejos, un ruido y luego los contornos de una cabaña. Una caseta de cazadores abandonada. El tejado medio hundido, las ventanas tapiadas, pero dentro estaba seca. Encontré una manta vieja. Me acosté en un banco y, en mitad de la noche, con el ulular de un búho de fondo, me dormí.
Amanecí con cada hueso dolorido, pero la mente clara. Sabía lo que debía hacer: volver a la ciudad. No por venganza. Por justicia. Porque ese chico, capaz de dejar a su madre en el bosque, ya no era un ser humano. Y gente así debe aprender que la vida siempre cobra sus deudas.
Anduve horas hasta que, al fin, escuché el sonido de coches a lo lejos. Salí tambaleándome a la carretera. Un camión frenó. El conductor, un hombre bigotudo de unos sesenta, me miró con los ojos como platos:
¡Dios mío, señora! ¿Qué hace usted aquí?
Voy de vuelta a casa dije en voz baja. Es que mi hijo se olvidó de traerme de vuelta.
No hizo más preguntas. Me subió a la cabina y me llevó a la ciudad. Fui a la comisaría. El sargento, un chico joven, me miró incrédulo.
Señora, ¿esto es en serio? ¿Asegura que su hijo la abandonó en el bosque? ¿Seguro que no es un malentendido?
Saqué mi teléfono ese viejo móvil de botones y le enseñé la única foto que había tomado desde el coche: el Mercedes negro alejándose entre los árboles.
No creo que sea un malentendido, muchacho dije.
La historia se corrió como la pólvora. Mi foto salió en los periódicos: «El hijo del empresario abandona a su madre anciana en el bosque». Los vecinos, los conocidos, las señoras de la iglesia… todos hablaban de ello. La foto de Andrés, de negro en el funeral, ahora significaba otra cosa: frialdad, vergüenza.
Cuando lo citaron a comisaría, estaba pálido, nervioso. Nos cruzamos en el pasillo.
Mamá… ¿por qué me has hecho esto? Ahora se acabó todo. Mi empresa, mi reputación… ¡todo!
Lo miré. En sus ojos no había remordimiento, solo miedo.
A mí también se me acabó todo, hijo dije suavemente. Solo que yo decidí seguir viva.
La investigación duró semanas. Él contrató abogados, intentó explicar que fue un «malentendido», que «se asustó». Hasta pidió perdón, pero yo sabía que no era por mí, sino para limpiar su propia vergüenza.
El juez lo declaró culpable: poner en peligro la vida de una persona, abandono de mayor. Un año y medio de libertad condicional, multa, trabajos comunitarios. Según la ley, una sentencia leve. Pero el verdadero castigo vino después.
Al salir del juicio, se detuvo en lo alto de las escaleras. Me miró con ojos vacíos.
Tú has arruinado mi vida murmuró apenas audible.
No, hijo respondí. Tú la arruinaste. Yo solo salí de ese bosque.
No lo volví a ver. Vendió el piso y se fue al extranjero. Dicen que sigue allí, en Alemania o quién sabe dónde.
Yo me quedé. En el mismo piso que él quiso quitarme. Lo reformé.
Las paredes tienen nuevo color, hay geranios en la ventana. Cada mañana preparo un café fuerte, con leche, sin azúcar. Y siempre pongo dos tazas en la mesa. Una para mi marido.
En el alféizar hay una piedrecita blanca. La misma contra la que me golpeé la rodilla al caer en aquel camino del bosque. Un recuerdo. No del dolor, sino de la fuerza.
Porque la vejez no empieza cuando te desechan. Empieza cuando tú misma crees que ya no tienes vida dentro.
Yo no lo creí.
Y por eso sigo aquí.







