No hay mayor dicha que ver crecer a un niño que se ama. Cuando hace doce años la policía trajo a mi casa a una niña de tres años, desorientada, con los ojos hinchados de lágrimas, pensé que aquel encuentro sería pasajero.
Creí que Lola permanecería conmigo sólo unas semanas, tal vez meses, hasta que mi propia hija, Isabel, regresara del extranjero, donde, según me dijo por teléfono, había salido por trabajo. Mamá, cuídate de Lola. Tengo que irme; si no lo hago nos quedaremos sin nada. Volveré, lo prometo. Creí esas palabras como si fueran una oración.
Durante los primeros meses le explicaba a Lola que su madre trabajaba duro para que pudieran tener una vida mejor. Inventaba cuentos sobre tierras lejanas, calles coloridas, trenes y aviones que algún día traerían a Isabel de vuelta.
Le enviaba cartas a mi hija, le pedía noticias, le mandaba fotos de los primeros dibujos de Lola, le contaba cómo había aprendido a montar en bicicleta y a decir te quiero, abuela, esas palabras que son la melodía más dulce del mundo.
Las respuestas se hicieron escasas y breves. Con el tiempo sólo recibía postales, firmadas Mamá, enviadas desde diferentes ciudades de Europa. Para Lola eran pruebas de que su madre la recordaba, que en algún lugar lejano aún pensaba en ella. Para mí se convirtieron en una broma amarga que se agravaba cada año. Pero seguía mintiendo, convencida de que protegía a mi nieta del dolor.
Nuestro día a día transcurría tranquilo y previsible. Cada mañana preparaba el desayuno, llevaba a Lola al colegio, la esperé con el almuerzo y le ayudaba con los deberes. Los sábados horneábamos bizcocho, veíamos dibujos animados y, a veces, paseábamos por el parque.
Lola era inteligente, sensible y algo reservada; siempre preguntaba por su madre, pero con los años pedía cada vez menos respuestas. Cuando cumplió diez años recibió su primer móvil y, con ilusión, le envió a su madre un mensaje: ¿Cuándo volverás?. Nunca obtuvo respuesta.
Siempre pensé que resistiríamos. Que algún día Isabel regresaría, aclararía todo y repararíamos los daños. Nunca quise admitirle a Lola que temía que su madre nunca volviera. Le repetía que había que seguir creyendo, que no se debía dejar de amar.
La verdad surgió una tarde ordinaria, cuando Lola ya tenía quince años y se encontraba casi adulta, sumida en su mundo de música y libros. Al volver de la escuela, dejó la mochila al suelo y se plantó en la puerta de la cocina. En sus ojos descubrí una mezcla de rebeldía y sufrimiento que nunca había visto.
Abuela, debemos hablar dijo en voz baja pero firme. Me senté a la mesa, el corazón latiendo con fuerza.
Sé que mamá no trabaja en el extranjero continuó. Sé que me dejó aquí porque no quiso criarme. Encontré sus cartas en tu armario y los mensajes en tu móvil. Incluso hallé fotos de esas postales: no eran ciudades europeas, sino imágenes sacadas de Internet.
No pude decir nada. Durante un instante intenté negar, inventar otra historia, pero ya no tenía fuerzas. Sentí que mi mentira se derrumbaba sobre mí.
¿Por qué me mentiste? preguntó Lola, con una tristeza que me paralizó. Todo este tiempo pensé que era importante, que mamá volvería y ahora sé que nunca le importé.
Las lágrimas brotaron sin control. Traté de explicarle que lo hice para protegerla, que creí que era mejor así, que no quería que la verdad la destrozara. Cada palabra que daba me llevaba más lejos en un callejón sin salida. Lola no gritó, no lloró; simplemente se levantó, me miró y dijo:
Necesito tiempo.
Los días siguientes vivimos como dos extraños bajo el mismo techo. Lola dejó de hablarme, se encerró en su habitación y salía sin decir nada. Temía perderla como había perdido a mi propia hija. Me sentía culpable, impotente, lloraba en las noches y rezaba para reparar el daño.
Finalmente le escribí una carta. Pedí perdón por todo, confesé cada mentira y le repetí que la amaba, que siempre estaría a su lado aunque nunca me perdonara. La dejé sobre su escritorio y esperé.
Una semana después, Lola volvió a la cocina, se sentó frente a mí y, sin decir palabra, tomó mi mano. En sus ojos había lágrimas, pero también una chispa de esperanza.
Ya no tienes que mentirme susurró. Solo quiero que sigamos juntas, aunque no todo haya sido como me decías.
No lo solucionamos de inmediato. Durante mucho tiempo quedó un silencio que dolía más que cualquier palabra. Vi cómo se volvía más cerrada, desconfiada del mundo y menos voluble incluso con sus amigas.
A veces, en plena noche, escuchaba su llanto silencioso tras la pared, pero no me atrevía a entrar. En su lugar, cada mañana dejaba su desayuno favorito en la mesa, le preparaba bocadillos de huevo batido, como siempre le habían gustado, intentando reconstruir puentes con pequeños gestos.
A veces llegaba a la cocina tarde, cuando ya pensé que se habría dormido, y nos sentábamos a beber té con miel en silencio. No hablábamos mucho, pero esos momentos de presencia callada eran como un bálsamo: lentos, delicados, pero reales. Sabía que no podía exigirle el perdón; debía dejar que ella decidiera si quería confiar en mí de nuevo.
La conversación más dura fue sobre su madre. Lola quería saberlo todo: quién era, por qué tomó esas decisiones, si la había amado alguna vez. Respondía con honestidad, aunque cada respuesta me hacía derramar más lágrimas. Le decía que no sabía todo, pero que sí sabía una cosa: quería ser su hogar y su familia, aunque yo misma a veces no supiera amar bien.
Con el tiempo fuimos reparando la relación, paso a paso, con incertidumbre pero también con una nueva madurez. La invité a ayudar en el huerto, como antes hacíamos juntas: plantábamos flores, arrancábamos malezas y luego horneábamos tarta de manzana con nuestras propias frutas. Por primera vez en meses, su risa resonó fuerte, atrayendo a los pájaros al comedero, y la vecina del otro lado del muro asomó la cabeza para ver qué ocurría.
Una noche, Lola me puso la mano en el hombro y murmuró:
Abuela, gracias por no abandonarme cuando más te necesitaba y por saber pedir perdón, aunque sea difícil.
Nos abrazamos con fuerza. Sentí el peso en mi pecho aligerarse por fin, aunque no desapareció del todo. Supe entonces que ya no lucharíamos solas contra el pasado, sino juntas.
Hoy sé que Lola me ha perdonado en la medida de sus posibilidades. Aún hay días en que me mira con pesar, a veces con la pregunta ¿por qué?, a la que no sé responder. Pero cada vez más, sus ojos también reflejan ternura y gratitud. He comprendido que la familia no es sólo la sangre, sino los lazos del corazón, construidos día a día, incluso después del mayor de los quebrantos.
He aprendido que la verdad, por dura que sea, es la única base de una verdadera intimidad. Tal vez algún día Lola busque a su madre y le haga esas preguntas que yo nunca supe plantear. La acompañaré, sea cual sea su decisión. Lo esencial ahora es que en nuestra casa vuelve a sonar la risa, callada, tímida pero sincera, la única que puede nacer donde se ama de verdad, pese a los errores y a las verdades dolorosas.
Y aunque sé que no puedo volver el tiempo atrás ni curar todas las heridas, he comprendido que amar significa permanecer al lado de alguien, incluso cuando duele al máximo.







