¿Crees que no hago nada por ti? ¡Prueba a vivir sin mí! — Mi esposa estalló

Life Lessons

“¡Si crees que no hago nada por ti, prueba a vivir sin mí!” estalló Carmen, con esa voz aguda que solo sale cuando el café se le ha subido a la cabeza.

Aquella noche, el silencio en el piso de Madrid era más denso que un cocido madrileño recalentado. Carmen removía lentamente la sopa de fideos, escuchando el tictac del reloj de cuco que su suegra les regaló hace veinte añosjusto cuando empezaron los problemas, según su marido. Antes, ese sonido se perdía entre los gritos de los niños, la tele a todo volumen y los partidos de fútbol del domingo. Ahora era el único que le hacía compañía.

Echó un vistazo a Javier. Como siempre, embobado con el móvil, la luz de la pantalla reflejada en sus gafas de leer. Antes le parecía entrañable”mi hombre, en casa, tranquilo”. Ahora solo le daban ganas de tirarle una aceituna a la frente.

La cena está lista dijo, intentando que su voz no delatara el cabreo que llevaba acumulado desde que lavó sus calcetines deportivos por enésima vez.

Él asintió sin levantar la cabeza. Ella colocó los platoslos buenos, los de porcelana de Talavera que guardaba “para ocasiones especiales”. ¿Pero qué ocasiones? Los hijos venían cada vez menos, los nietos aún no llegaban. Solo quedaban ellos dos en este piso lleno de fotos de cuando todavía se sonreían.

Sirvió la sopa, adornó con perejil frescoel de la maceta que cuidaba como si fuera oro, solo porque a él le gustaba “con hierbas”. Al lado, el pan recién comprado en la panadería de la esquina, cortado en rebanadas perfectas.

Javier dejó el móvil y cogió la cuchara. Ella contuvo el aliento. Primera cucharada. Segunda. En la tercera, hizo una mueca.

Está sosa masculló, apartando el plato.

Algo se rompió dentro de Carmen. Miró sus manosenrojecidas del agua caliente, con callos de tanto fregar. Todo el día de aquí para allá: lavando sus camisas, planchando sus pantalones, haciendo esta maldita sopa que ahora ni se molestaba en fingir que le gustaba. En el fogón aún hervía su tilala que preparaba exactamente a 80 grados porque “sino no sabe igual”.

Su mirada cayó sobre la pila de ropa recién planchadacada prenda doblada como a él le gustaba: las camisas almidonadas, los pantalones con raya. Veinticinco años. Veinticinco años doblando la maldita ropa como si fuera origami japonés.

Sabes qué su voz tembló, pero no de tristeza, de rabia. Si crees que no hago nada por ti, ¡prueba a vivir sin mí!

Él alzó la vistapor primera vez en la noche, la miró de verdad. En sus ojos había sorpresa, como si no pudiera creer que esta mujer callada, esta sombra de la cocina, fuera capaz de alzar la voz.

Carmen se levantó de un salto. La silla chirrió contra el suelo de baldosas, pero le importaba un pimiento. Cogió el abrigoel mismo de hace tres años, porque “para qué comprar otro si este todavía abriga”.

¿Adónde vas? su voz sonó algo menos segura, pero ella ya no escuchaba.

La puerta del portal se cerró de golpe. El aire fresco de la noche madrileña le dio en la cara, y por primera vez en años, Carmen sintió que podía respirar. No sabía adónde iba. No tenía un plan. Pero algo dentro de ellaalgo que llevaba dormido décadasdespertó de golpe.

El pequeño estudio en Chamberí la recibió con un silencio distinto. No ese que pesa como una losa, sino uno ligero, casi musical. Aquí no había reloj de cuco, ni miradas reprobatorias, ni eternos “¿y por qué no?”.

Se despertó tempranocostumbre grabada a fuego después de décadas levantándose a las seis para hacer el desayuno, planchar la camisa, preparar el tupper Pero hoy era distinto. Carmen se quedó tumbada, mirando cómo la luz del amanecer pintaba la pared de dorado. Nadie la apuraba. Nadie la reclamaba.

Puedo quedarme aquí todo el día si me da la gana susurró, y soltó una risita tonta al decirlo en voz alta.

Pero los hábitos son más tercos que un burro castellano. Las manos le picaban por hacer la cama, limpiar el polvo, empezar la rueda de siempre. Se obligó a parar:

Hoy hago lo que me apetece.

Se quedó un buen rato frente al espejo del baño, observando su reflejo. ¿Cuándo fue la última vez que se miró de verdad? No ese vistazo rápido para ver si el pintalabios estaba corrido, sino mirarse. Las arrugas alrededor de los ojos eran más profundas, las canas ganaban terreno. Pero los ojos esos sí que brillaban.

En la calle olía a churros recién hechos y a café recién colado. Pasó mil veces por esa cafeteria cerca de la Plaza de Olavide, siempre de camino al supermercado. “Qué tontería pagar tres euros por un café”, decía Javier. Y ella asentía, convenciéndose de que en casa sabía mejor.

El timbre de la cafetería sonó como un campanillazo de libertad. Dentro olía a croissants recién horneados y canela. Carmen se quedó paralizada en la entrada, sintiéndose como una intrusa en ese mundo de gente que se permitía pequeños placeres.

Buenos días, guapa sonrió la barista, una chavalilla con tatuajes y pelo azul. ¿Qué va a ser?

Yo se quedó en blanco. Toda la vida haciendo cafés para otros, pero ¿qué le gustaba a ella?. ¿Qué me recomienda?

Pues el latte con leche condensada es nuestro hit. Y los cruasanes de almendra salen ahora mismo del horno.

Antes habría dicho que nomuy caro, demasiadas calorías, “¿qué dirá Javier?” Pero hoy no.

Sí, por favor. Y un cruasán también.

Se sentó junto al ventanal, observando el ir y venir de Chamberí. En la mesa de al lado, un grupo de amigas se reía a carcajadas de algún chiste. ¿Cuándo fue la última vez que ella rio así? No por educación, no para quedar bien sino porque le nacía.

El primer sorbo de café le supo a gloria. Cerró los ojos un instante. Dios mío, ¿la vida podía ser así de dulce?

El móvil en el bolso seguía mudo. Seguro que era la primera mañana en veinticinco años que Javier se despertaba sin camisa planchada, sin desayuno hecho, sin su termo de café listo. ¿Qué estaría haciendo? ¿Enojado? ¿Desconcertado? ¿O ni se había dado cuenta, absorto en su maldito Twitter?

¿Otro café, bonita? preguntó la barista al pasar.

Carmen miró el relojcostumbre grabada a fuego. A esta hora ya debería estar de vuelta del mercado, pelando patatas para la comida. Pero hoy

Sí, gracias. Y ¿sabe qué? Tráigame otro cruasán.

El móvil sonó mientras guardaba sus pocas cosas en el armario del estudio. “Alberto” decía la pantallasu hijo mayor. La mano le tembló. Por primera vez en su vida, no le apetecía contestar.

Hola dijo, más queda que de costumbre.

Mamá, ¿pero qué haces? la voz de Alberto sonaba exasperada, igual que la de su padre. Papá dice que te has ido. ¿Estamos en una telenovela o qué?

Carmen se sentó en el borde de la cama. ¿Cómo

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