Entendí mis errores y quise volver con mi exesposa después de treinta años, pero ya era demasiado tarde…
Me di cuenta del error que cometí y quise regresar con mi exmujer, con quien compartí tres décadas, pero el tiempo había cerrado todas las puertas.
Me llamo Miguel Torres y vivo en Alcalá de Henares, donde los días grises de la meseta se arrastran sobre los campos de trigo. Tengo cincuenta y dos años y no tengo nada. Ni esposa, ni familia, ni hijos, ni trabajo. Solo vacío, como el viento helado que silba entre las paredes de una casa abandonada. Yo mismo destruí todo lo que tenía, y ahora me encuentro entre las ruinas de mi vida, mirando el abismo que cavé con mis propias manos.
Pasé treinta años junto a mi esposa, Carmen. Yo era el sostén de la familia, trabajaba sin descanso mientras ella cuidaba del hogar. Me gustaba tenerla en casa, no compartirla con el mundo exterior. Pero con el tiempo, comencé a irritarme con sus cuidados, sus costumbres, su voz. El amor se fue apagando, ahogado por la rutina. Creí que era normal, que así debían ser las cosas. Me sentía cómodo en esa estabilidad gris. Hasta que el destino me lanzó un desafío que no supe superar.
Una noche, en un bar, conocí a Lucía. Tenía treinta y dos años, veinte menos que yo. Era hermosa, llena de vida, con una luz en los ojos que me cegó. Parecía un sueño hecho realidad, un soplo de aire fresco en mi existencia estancada. Empezamos a vernos y, en poco tiempo, se convirtió en mi amante. Durante dos meses, viví una doble vida, hasta que comprendí: no quería volver a casa con Carmen. Me enamoré de Lucía… o al menos eso creí. Quería que fuera mi esposa, mi nuevo destino.
Reuní valor y le conté la verdad a Carmen. No gritó, no rompió platos. Solo me miró con ojos vacíos y asintió en silencio. Pensé que a ella tampoco le importaba, que sus sentimientos habían muerto hacía tiempo. Ahora veo cuánto la lastimé. Nos divorciamos. Vendimos el piso donde crecieron nuestros hijos, donde cada rincón guardaba recuerdos del pasado. Lucía insistió en que no dejara nada a Carmen. Obedecí. Me quedé con mi parte y compré un amplio dúplex para Lucía. Carmen se fue a un pequeño estudio, y ni siquiera la ayudé económicamente. Sabía que no tenía cómo mantenerse, que no tenía trabajo, pero no me importó. Mis hijos, Javier y David, se alejaron de mí. Me llamaron traidor y cortaron todo contacto. En aquel momento, no me afectó. Tenía a Lucía, una vida nueva, y pensé que era suficiente.
Lucía quedó embarazada, y esperé a nuestro hijo con ansias. Pero cuando nació, noté que el niño no se parecía ni a mí ni a ella. Los amigos murmuraban, mi hermano me advirtió, pero yo ignoraba esos pensamientos. La vida con Lucía se convirtió en un infierno. Trabajaba hasta el agotamiento, mantenía la casa, al niño, y ella exigía dinero, desaparecía por las noches, volvía borracha, oliendo a alcohol. En casa, solo había caos: nada de comida, discusiones por tonterías. Perdí el trabajo. El cansancio y la raiva me consumieron. Viví esa pesadilla durante tres años, hasta que mi hermano me convenció de hacer una prueba de ADN. El resultado me golpeó como un martillo: el hijo no era mío.
Me divorcié de Lucía ese mismo día. Ella desapareció, llevándose todo lo que pudo. Me quedé solo, sin esposa, sin hijos, sin fuerzas. Decidí entonces volver con Carmen. Compré flores, vino, un pastel, y fui hacia ella como un perro arrepentido. Pero en su pequeño estudio ya vivía otro. El nuevo inquilino me dio su dirección. Fui hasta allí, temblando de esperanza. La puerta la abrió un hombre. Carmen había encontrado trabajo, se había casado con un compañero, parecía feliz. Radiante, viva, como jamás la había visto. Había reconstruido su vida sin mí.
Más tarde, la encontré en una cafetería. Caí de rodillas, supliqué que volviera. Ella me miró como si fuera un pobre idiota y se marchó sin decir una palabra. Ahora veo el imbécil que fui. ¿Por qué abandoné a la mujer con quien compartí treinta años? ¿Por qué cambié a mi familia por una joven que me agotó y me abandonó? ¿Por una ilusión, por creer ciegamente en el amor? Tengo cincuenta y dos años, y soy un vacío. Mis hijos no responden mis llamadas, el trabajo se esfumó como arena entre los dedos. Perdí todo lo que amaba, y solo yo tengo la culpa.
Todas las noches sueño con Carmen. Sus ojos serenos, su voz, su calor. Despierto en la fría soledad y comprendo: fui yo quien la apartó de mi vida. Ella no me espera, no me perdonará, y no merezco perdón. Mi error es una marca que quema el alma. Quisiera volver atrás, pero es demasiado tarde. Demasiado tarde. Ahora deambulo por las calles de Alcalá de Henares, como un fantasma en busca de lo que yo mismo destruí. No tengo nada. Solo el remordimiento, que me acompañará hasta el final. Destruí mi familia, mi vida, y cargo con este peso en soledad, sabiendo que ya no hay nada que pueda reparar.