**Cinco Años Después**
Cinco años después de perder a mi esposa, mi hija y yo asistimos a la boda de mi mejor amigo. Pero mi mundo se derrumbó cuando él levantó el velo de la novia. Mientras mi pequeña me susurraba: *”Papá, ¿por qué lloras?”*, la novia me miró fijamente y en ese instante, todo se hizo pedazos.
Nunca quise ir. Fue mi compañero Carlos quien me arrastró, jurando que me sacaría del pozo en el que estaba. Llevaba semanas trabajando en turnos dobles en la construcción, con el cuerpo pesado como plomo.
*”Una hora, nada más”*, insistió Carlos, empujándome casi a la fuerza hacia ese ático en el centro de Barcelona. *”Luego te vas a tu cueva y sigues siendo un eremita.”*
Qué ironía, los momentos que cambian todo siempre llegan cuando menos los esperas.
La fiesta estaba repleta de gente que jamás había levantado algo más pesado que una copa de cava. Yo, con mis vaqueros desgastados y mi camiseta vieja, me sentía fuera de lugar.
Hasta que la vi. A Beatriz.
Ella tampoco debía estar allí. Más tarde supe que solo había ido a dejar un encargo a una amiga.
Nuestras miradas se cruzaron al otro lado de la sala, y algo hizo *clic*. Chispas, conexión, como quieras llamarlo; supe que quería que formara parte de mi vida.
*”¿Quién es esa?”*, pregunté a Carlos, inclinando la cabeza hacia ella.
Siguió mi mirada y silbó bajito. *”Beatriz. Ni lo intentes, colega. Su familia tiene medio Paseo de Gracia.”*
Pero yo ya caminaba hacia ella.
Sonrió al verme acercarme, y esa sonrisa me golpeó como un puñetazo.
*”Soy Adrián”*, dije, tendiendo la mano.
*”Beatriz”*, respondió, con una voz dulce pero firme. Su mano era pequeña en la mía, pero su apretón, decidido. *”Pareces tan incómodo aquí como yo.”*
Hablamos durante horas. No era lo que esperabanada de aire de niña pija, solo sinceridad y curiosidad. Y cuando la acompañé a su coche, ya sabía que estaba perdido.
*”Mis padres te detestarían”*, me dijo, mientras la luna iluminaba su pelo castaño.
*”¿Eso es un problema?”*, pregunté.
Me miró con unos ojos que atravesaban. *”Probablemente. Pero creo que me da igual.”*
Seis meses después, nos casamos. Sus padres no asistieron. La desheredaron: ni un euro, ni una cena familiar, nada.
Pero Beatriz solo me apretó la mano y dijo: *”No me importa el dinero. Solo te quiero a ti.”*
Y durante un tiempo, fue suficiente.
Vivíamos en un piso modesto de dos habitaciones. Yo trabajaba en la construcción de día y estudiaba arquitectura por las noches. Beatriz encontró trabajo en una galería de arte. Éramos felices, o eso creía.
Hasta que nació Vega.
Algo en Beatriz cambió. El brillo de sus ojos se apagó. Empezó a comparar nuestra vida con la que había dejado atrás.
*”Una amiga de la universidad acaba de comprarse un ático en Sitges”*, comentó una noche, mientras cenábamos lentejas en nuestra cocina. Vega dormía en su moisés a nuestro lado.
*”Qué bien”*, murmuré, sin levantar la vista de los planos.
*”Nos invitó. Tuve que decir que no podíamos ir.”*
Sus palabras me atravesaron. *”Estamos bien, Beatriz. Las cosas mejorarán.”*
*”¿Cuándo?”*, replicó, con voz cortante. *”¿Cuando Vega cumpla dieciocho? ¿Cuando ya no tengamos fuerzas? Estoy cansada de esperar a que llegue lo ‘mejor’, Adrián.”*
Las discusiones se volvieron constantes. Odiaba ajustarnos, despreciaba nuestra vida sencilla.
*”Esto no es lo que yo quería”*, decía.
Como si la hubiese engañado. Como si el amor pagara las facturas.
*”Sabías quién era cuando te casaste conmigo”*, le recordé en una pelea especialmente dura.
*”Quizá ese fue el error”*, contestó, fría. *”Pensé que para ahora serías más.”*
Al día siguiente, volví temprano del trabajo con rosas para sorprenderla. La casa estaba en silencio.
Su maleta y todas sus cosas habían desaparecido.
En la cuna, encontré una nota:
*”Quiero el divorcio. Lo siento, pero esto fue un error. He dejado a Vega con la vecina del tercero. Quédatela.”*
Llamé a su móvil una y otra vez. Sin respuesta. Fui a la casa de sus padres, desesperado, los ojos inyectados en sangre.
El guardia de seguridad no me dejó pasar.
*”No es bienvenido aquí, señor”*, me dijo, casi con lástima.
*”Por favor, solo quiero hablar con Beatriz”*, supliqué.
*”Tiene que irse.”*
Dos días después, llegaron los papeles del divorcio. Beatriz había renunciado a la custodia de Vega. Los abogados de su padre lo resolvieron todo con eficiencia cruel.
Y luego, el golpe final.
Seis meses después de su marcha, llamé por última vez.
*”Ha muerto”*, dijo su madre, con voz fría. *”Un accidente de coche. No llames más. No fuiste nada para ella.”*
Colgó.
Me desplomé en el suelo de la cocina, llorando hasta que Vega despertó, llorando también.
Ni siquiera me dejaron ver su tumba. La borraron de mi vida como si nunca hubiese existido.
Me refugié en el trabajo y en criar a Vega. Terminé mis estudios y pasé de construir casas a diseñarlas. La gente notó mi talento.
En tres años, tenía mi propia empresa. Vega creció lista y alegre, idéntica a su madre.
Pasaron cinco años. El dolor se convirtió en una cicatriz.
Hasta que llegó la invitación.
Sergio, mi mejor amigo de la infancia, se casaba. Habíamos perdido contacto después de que se fuera a la Legión, pero ahora me quería en su boda.
*”¿Qué dices, Ve