Catalina pisó con elegancia el césped impecablemente cortado, como si entrara en un escenario. Cada uno de sus movimientos era preciso y calculado. Lo sabía: este no era un simple regreso. Era su venganza.

Life Lessons

Catalina avanzó con lentitud sobre el césped perfectamente cortado, como si pisara un escenario. Cada gesto suyo era preciso, calculado con frialdad. Lo sabía: este no era un simple regreso. Era su venganza.

Los ojos del tío Lorenzo parecían quemarla. Apretaba el bastón con tal fuerza que sus nudillos palidecieron. En su mirada había de todo: ira, desprecio, pero también ese brillo depredador que durante décadas había sometido a todos bajo su voluntad.

¿Comprar? preguntó con sorna. Niña, estas casas son de mi familia. De mi linaje. Mientras yo viva, aquí se quedan.

Catalina dio un paso adelante.

Precisamente por eso murmuró. Porque no te quedará mucha vida.

Los labios del hombre temblaron. Quiso reír, pero un acceso de tos lo ahogó. Los años, el alcohol y el peso del poder habían hecho su trabajo.

Tras las vallas de los vecinos aparecieron rostros. Todos veían la escena, nadie se atrevía a intervenir, pero la curiosidad era más fuerte que el miedo.

Te has vuelto loca, Catina gruñó el viejo. Nadie te venderá nada.

Catalina sacó una carpeta de su bolso.

Aquí están los contratos. Ya he comprado media calle. La tía Valeria tenía deudas, su hijo se hundió en préstamos. El negocio del tío Esteban quebró. Todos vinieron a mí.

Los ojos de Lorenzo centellearon.

¡Mentiras!

Catalina abrió la carpeta y mostró las copias.

Esto es solo el principio. Pero tú, tío Lorenzo, guardas secretos que valen más que estas paredes.

El anciano vaciló.

¿Qué secretos?

La sonrisa de Catalina era helada.

Crees que no sé nada. Pero sé cómo te quedaste viudo en aquel tiempo. Sé que mi madre desapareció una mañana y dijiste que un infarto se la llevó. No hubo autopsia. No hubo preguntas. Tú pagaste a los médicos, a los policías.

Un murmullo recorrió el vecindario. Tras las ventanas, ojos asustados se iluminaron.

¡Mentira! rugió Lorenzo. Todo el mundo sabía que estaba enferma

¿Enferma? lo interrumpió Catalina con dureza. ¿O solo estorbaba con su fortuna?

El hombre tambaleó, pero recuperó la voz.

No tienes pruebas.

Catalina alzó la mano.

¿Y esto qué es?

Sacó un cuaderno gastado, de cubierta delgada. El rostro del viejo se tornó cenizo.

Eso

Sí. El diario de mi madre. Lo encontré en un baúl de un pariente lejano. Ahí está todo. Sus miedos, sus quejas. Escribió cómo mezclabas medicinas en su té para que pareciera débil. Cómo falsificaste su testamento.

Los ojos de Lorenzo se dilataron. El bastón resbaló de su mano y casi cayó al suelo.

Mentiras todo mentiras

Catalina encogió los hombros.

Quizá. Pero sabes qué adoran los periodistas? Historias como esta. Sobre todo si tienen documentos que las respalden.

Un silencio pesado cayó sobre la calle. Solo el viento agitaba los árboles.

Lorenzo alzó la mano, como para golpear, pero tembló. El bastón se le escapó y, lentamente, se desplomó en el banco del porche. Su rostro se descompuso; la dignidad dio paso a la impotencia. El patriarca del clan, por primera vez, parecía débil.

Esta es mi calle jadeó, luchando por respirar.

Ya no respondió Catalina en voz baja.

Dio media vuelta y se dirigió al coche.

Entonces ocurrió lo inesperado. De las casas vecinas salió la gente. La tía Valeria, pálida, el cabello revuelto, agarrando un papel.

¡Tiene razón! gritó. ¡Se lo vendí todo ya no podíamos pagar las deudas!

Detrás, el tío Esteban avanzó, con la mirada baja.

Mi negocio se hundió murmuró. Yo también firmé.

Las voces de la multitud crecieron. Unos lloraban, otros maldecían. La calle, antes impecable, se desmoronaba bajo el peso de las mentiras.

Catalina arrancó el motor. En el retrovisor vio una última imagen: Lorenzo, inmóvil como un ídolo derribado, mientras su familia se agitaba alrededor, intentando salvar los escombros.

En su pecho, el dolor de años la oprimía, pero por primera vez no la consumía. Ya no la dominaba.

Sus manos sostenían el volante con calma. Sabía que no había regresado en vano.

Treinta y dos años atrás, la habían echado de allí como basura.

Hoy, ella era la nueva dueña de aquella calle.

Desenlace: La calle, otrora del clan de Lorenzo, pasó a manos de Catalina. Su venganza no fue gritos ni violencia, sino papeles, fría razón y el tiempo, que al fin puso todo en su lugar.

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