Todas las tardes, al salir del instituto, Tomás paseaba por las calles adoquinadas con la mochila colgada de un hombro y una flor del campo entre los dedos, como si llevara un pequeño tesoro.
Las calles de Ronda olían a pan recién hecho y a tierra mojada después del chaparrón. Era un pueblo donde todos se saludaban y los rumores volaban más rápido que las golondrinas. Entre esas callejuelas, un chico de doce años caminaba con paso tranquilo, como si el tiempo no le importara. Se llamaba Tomás Delgado, delgado como su apellido, con una mirada que parecía guardar secretos.
Su destino siempre era el mismo: la Residencia Atardecer Dorado, un edificio antiguo de paredes amarillentas y ventanas grandes, rodeado de geranios. No había día que no cruzara su puerta oxidada después de clase.
Entraba despacio, saludando a todos: a la señora Carmen, que hacía ganchillo en el patio; al señor Antonio, que siempre le pedía un caramelo; y a las cuidadoras, que sonreían al verlo. Sabían que Tomás no iba por obligación, sino por algo más profundo, algo que no todos entendían.
Subía al segundo piso, al final del pasillo, habitación 214. Allí lo esperaba doña Isabel Mendoza, una mujer de pelo blanco como la nieve y ojos que a veces miraban sin ver, a veces brillaban como estrellas.
Buenas tardes, doña Isabel decía él, dejando la mochila en una silla. Le traigo su flor favorita.
¿Y tú quién eres, cielo? preguntaba ella casi siempre, con una sonrisa dulce.
Solo un amigo respondía él.
Doña Isabel había sido profesora de literatura, una mujer de carácter fuerte y elegancia natural. Pero el Alzheimer le había ido robando los recuerdos, como si fueran páginas arrancadas de un libro. Para ella, los días se repetían, y las caras se mezclaban. Aun así, cuando Tomás entraba, algo en su mirada se iluminaba.
Durante meses, él le leía poemas de Antonio Machado y relatos de Miguel Delibes. A veces le pintaba las uñas de rosa pálido, otras le peinaba con cuidado, haciéndole trenzas como si fuera su nieta. Ella reía con sus ocurrencias, lloraba en silencio cuando alguna palabra le llegaba al alma, o lo confundía con algún pretendiente de su juventud.
Las cuidadoras decían que Tomás tenía un alma sabia en un cuerpo joven. No iba por obligación ni por un trabajo del colegio; iba porque quería.
Ese chico tiene un corazón de oro decía la enfermera Lola, la más antigua de la residencia.
El secreto que nadie sabía
En todo ese tiempo, Tomás nunca reveló que no era solo un “amigo” para doña Isabel. Era su nieto. El único.
La historia era triste: cuando Isabel empezó a olvidar, su hijo, el padre de Tomás, decidió llevarla allí. Al principio la visitaba, pero luego las visitas se hicieron cada vez más escasas hasta que dejó de ir. Decía que verla así le destrozaba el corazón. Tomás, en cambio, no podía dejarla sola.
En casa, su padre evitaba hablar de ella. Ya no es la misma decía con frialdad. Es mejor que esté allí.
Pero para Tomás, ella seguía siendo su abuela. Aunque no recordara su nombre, aunque a veces lo llamara “Alfonso” o “Manuel”, él sabía que, en algún rincón de su mente, el cariño seguía vivo.
La confesión
Un día de invierno, mientras la peinaba junto a la ventana, Isabel lo miró fijamente. Por un instante, sus ojos parecieron reconocerlo.
Tienes los ojos de mi hijo susurró.
Tomás sonrió.
Quizá la vida me los prestó.
Ella bajó la voz, como si compartiera un secreto.
Mi hijo se alejó cuando empecé a olvidar dijo que yo ya no era su madre.
A Tomás le dolió, pero no la corrigió. Le apretó la mano con fuerza.
A veces, cuando la memoria se va, la gente también se va. Pero no todos te olvidan.
Ella lo miró, como si esas palabras le dieran paz, y luego volvió a perderse en sus pensamientos.
El último verano
Aquel año, Isabel empezó a debilitarse. Sus días buenos eran pocos, y a veces ni siquiera podía levantarse. Tomás seguía yendo, aunque fuera para leerle mientras dormía o dejarle flores en la mesilla.
Una tarde, el médico de la residencia habló con él.
Chico, tu abuela está muy débil. Quizá no pase del invierno.
Tomás asintió, pero no lloró. Sabía que ese momento llegaría.
En su último cumpleaños, llegó con un ramo entero de flores del campo. La habitación olía a primavera. Ella lo miró y, con una claridad que no mostraba desde hacía meses, le dijo:
Gracias por no dejarme sola.
Ese fue el último día que pudieron hablar.
El adiós
Isabel se fue una mañana tranquila. En su mesilla quedó una flor del campo, seca pero entera, como si se hubiera resistido a marchitarse hasta que ella partió.
El funeral fue sencillo. Pocas personas fueron: algunos antiguos compañeros, las cuidadoras y Tomás. Su padre apareció al final, serio, sin derramar una lágrima.
La enfermera Lola, emocionada, se acercó a Tomás.
Cariño, ¿por qué nunca dejaste de venir?
Tomás la miró con los ojos rojos.
Porque era mi abuela. Todos la abandonaron cuando enfermó. Yo no. Aunque ella ya no supiera quién era yo.
Su padre, que escuchó sus palabras, bajó la cabeza avergonzado. No dijo nada, pero al final del entierro, se acercó a Tomás y le puso una mano en el hombro.
Hiciste lo que yo no fui capaz de hacer susurró. Gracias.
Epílogo
Los años pasaron. Tomás creció, terminó la carrera y se hizo escritor. Su primer libro se tituló “La flor que nunca murió”, dedicado a la memoria de doña Isabel.
En la dedicatoria escribió: “A mi abuela, que me enseñó que el amor no depende de la memoria sino del corazón”.
En la portada, una ilustración de una flor del campo, igual a las que llevaba cada tarde a la habitación 214.
Y así, aunque el Alzheimer borró nombres y fechas, no pudo borrar lo más importante: el amor que perdura cuando todo lo demás se va.







